Este texto —leído en el coloquio Cien años de Cultura y Letras en Excélsior, en el Instituto de Investigaciones Filológicas— teje, no sin una dosis de imaginación, la vida, obra y milagros de algunos contertulios ya casi olvidados
PAVEL GRANADOS. EXCÉLSIOR
Imagen: La Tertulia Errante del artista donostiarro Detritus. Óleo sobre tela (110×185). Tomada de pinturadetritus.blogspot.mx/
CIUDAD DE MÉXICO.
¿Hacían tertulias? Hacían tertulias. Esos fantasmas esperaban su turno, en la cantina, en la redacción, para levantarse y tomar entre sus manos su pequeña hoja de papel. ¿Que cómo leían? Había de todo, pero nadie se atrevía a levantar mucho la voz para no incomodar a don Salvador Díaz Mirón, único con derecho a cimbrar las calles. En general preferían el medio tono, con excepción del vate Frías, que leía pomposamente sus versos, y de Miguel Othón Robledo, cuya voz parecía venir de ultratumba. Ramón López Velarde leía con mucha lentitud, como saboreando los versos, los cuales se escuchaban con gran deleite. Llevaba entre su ropa hojitas con poemas empezados, todos a lápiz. Tenía el ritmo, pero a veces faltaban las palabras, así que sólo dejaba los espacios para ponerla una vez que la encontrara. Eran tan codiciados que, cuando murió, no nos hicimos a la idea de que se habían terminado sus poemas. ¿De veras no habrá nunca más un poema suyo? Buscamos entre todos los amigos, en todas las redacciones, hasta en el bolsillo de su pantalón, y ahí apareció uno más, El sueño de los guantes negros.
Desafortunadamente le faltaban palabras. Un enigma más. De cualquier manera, todos eran dados a los enigmas, a dejar una sensación de inquietud una vez que el último verso se terminaba de leer. Silencio que era seguido por una carcajada o por el ruido de las copas. Había otra inquietud a la hora de escuchar leer a López Velarde. El máximo poeta entonces era Enrique González Martínez, y aplaudir a Ramón era como desconocer los designios de los grandes escritores, de los que decidían todo desde sus cenáculos. ¿Cómo es que en estas cantinas iba a nacer el futuro gran poeta de México?
El gran poeta tiene que estar entre los eruditos del Ateneo de la Juventud. Y no entre estos contertulios de la muerte, que se balancean como los colgados, estrangulados por sus propias corbatas, con chispa de malignidad en sus ojos. Mucho menos, provincianos nostálgicos, que en cualquier momento toman sus cosas y se regresan a su pueblo.
Murió Jesús E. Valenzuela, el mecenas de los modernistas, y sus protegidos ya lo acompañaron o se encuentran lejos. Amado Nervo, en España; José Juan Tablada en Estados Unidos; Díaz Mirón ha de estar en la cárcel o en Veracruz, no recuerdo. Rubén M. Campos, que fue el cronista de esa vida anda en Milán, como diplomático; Luis G. Urbina vive en España, pero manda sus crónicas. La única manera digna de dejar la bohemia y el decadentismo es con un cargo diplomático.
De otro modo, lo mejor es seguir en esta vida y no abandonarla por algún motivo burgués como el matrimonio. De hecho, eso ocurrió cuando el poeta Jesús Villalpando anunció que se alejaría de la bohemia porque se iba a casar. Entonces, el poeta de Tequila, Miguel Othón Robledo, respondió furioso: “Mis debilidades las defiendo con mi leyenda de honor y de hidalguía; mis pequeñeces, suplico que se me toleren, a condición de perdonar las de los demás. Eso es todo. Soy bohemio y nunca, en un artículo cobarde, me habré de despedir de la bohemia.”
Porque... ¿hubo bohemia? Quizá haya más un deseo de encontrarlos que auténticos bohemios. Aunque es casi seguro que debieron de rondar por las calles de la Ciudad de México. Bohemios de verdad, quiero decir. Y no todos aquellos que se dicen bohemios porque cantan en las cantinas. Bohemios como en las novelas del siglo XIX, que vivían en buhardillas y que tomaban su modo de vida como una fe. Aquellos que iban por las cantinas como el nombre de Homero iba por los pueblos de Grecia. Los que se acabaron, decía Renato Leduc, porque se comenzó a popularizar el uso del jabón. Bohemios, aquellos artistas pobres que vivían con modales de ricos, porque se sentían la aristocracia de las ciudades. Se identificaban con los obreros en su pobreza, pero nunca, como dijo Marx, tuvieron un programa social para combatir ninguna desigualdad. Por el contrario, su existencia dependía de... pues no sé bien de qué. Era un misterio saber dónde cobraban, quién patrocinaba todos esos vasos de ajenjo, vino, charanda y pulque. “Les recitaré mi última lucubración”, dijo un día el vate Juan Gualberto Herrera, y comenzó: “Esclava, tráeme vino de Lesbos...” Miguel Othón Robledo lo interrumpió: “Don Juan, ¿para qué quiere usted vino de Lesbos habiendo tan buen pulque en La Villa”.
En efecto, escribe Renato Leduc, “el eximio vate Juan Gualberto vivía con mujer, suegra y numerosa prole, en la Villa de Guadalupe, en donde además de eximio vate era escribiente de policía”. Bueno, pero ya hemos hablado mucho, dime si tienes algún poema ya hecho, algo sobre la inutilidad de la vida, sobre los esclavos griegos o sobre alguna catedral medieval, aunque nunca la hayas visto. ¿A ver? Sí, así está bueno. Ve a Excélsior, pregunta por don José de Jesús Núñez y Domínguez, él se encarga de la página literaria, se jacta de ser el impulsor de López Velarde, pero no creemos que lo entienda mucho. De hecho, cuando el poeta zacatecano comenzó a buscar nuevos modos para expresarse, Núñez y Domínguez —en la redacción le dicen Nuñínguez, para abreviar—, se espantó y le pidió que volviera a su acostumbrada provincia. Bueno, si quieres puedes ir también a El Universal Ilustrado, ahí el que lleva la página literaria, en abierta pugna con Núñez es don Rafael Heliodoro Valle. Pero creo que él es todavía peor poeta que Núñez. Ellos dos hacen que los poetas histriónicos de estas cantinas tengan siempre un poema comenzado y son los culpables de que se ciernan sobre nosotros con sus obras como una venganza. Mira, éstos son del vate Frías: “Cuando violé hipostilos del misterio / la esfinge ciega me tendió su garra, / oí todos los psalmos del psalterio / mirando a Eva sin hoja de parra.” No es necesario que los entiendas, sino que vibren en ti.
De hecho Nuñínguez no los entiende, sólo se pone una mano en la frente y aparta los versos de sí, como para no contaminarse: “Está bien, Vate, usted gana. Se publican”, pero secretamente quiere que todos escriban como Ramón, de la provincia, de novias ambiguas. Le gustan mucho más los poemas de Enrique Fernández Ledesma, el amigo de López Velarde, y se los publica gustoso: “Cierro los ojos, estos ojos ávidos / de ti, y en la penumbra deleitosa / que defienden mis párpados, / se arraiga tu visión... ¡Oh, sombra lírica, / enlutada gentil, próvido vaso / espiritual que llevas mis ensueños / como un haz de destellos en tus manos!” Rafael López, que también está en la redacción, le ha escrito un poema a una mesera: “Y ofrece, bíblica, en los rollos / de sus dos brazos reposteros, / platos y golosinas criollos / trascendentales o someros.” Pero en El Universal está Rafael Heliodoro Valle, que es peor. Él hace años enamoró a la hija de Juan de Dios Peza, nada más para hacerse notar entre los literatos. Sus poemas son malísimos, pero hay que quedar bien con él, pues ese diario también mantiene a muchos poetas. Un día, Valle le mandó a Antonio Caso uno de sus libros de versos, Ánfora sedienta. No recuerdo yo otra carta mejor que esa con la que Caso respondió, para evitar leer los poemas de Valle: “Muy querido amigo: He recibido de usted la gran bondad de su libro Ánfora sedienta, cuyo solo título produce un invencible y angustioso deseo de lectura. Pocos nombres de libros de versos habrá más inspirados que éste; y como sé a priori que el texto ha de corresponder a la inspiración del rótulo, van a usted de antemano mis plácemes por su labor y la nueva protesta de la vieja y cordial estimación que le tengo.” Ojalá todos tuviéramos ese conocimiento a priori como el maestro Caso, para no leer los libros que nos obsequian.
Si llegas a la redacción de Excélsior verás a los poetas consagrados, a los periodistas que llegan a dejar sus crónicas. Verás pasar a don Manuel Puga y Acal, paseando a sus dálmatas por la calle, el antiguo crítico feroz de poesía y hoy escribe “De mi vida literaria y política”, en que cuenta sus recuerdos de su juventud en Francia, donde decía que había conocido nada menos que a
Rimbaud. Ya nadie le teme, pero hace unos años, cuando firmaba con el nombre de Brummel y hacía crítica literaria, terminó con el prestigio de Juan de Dios Peza. Peza, que estaba furioso, fue a un homenaje a Benito Juárez, en el panteón de San Fernando y leyó un discurso en donde decía: “Don Benito, mis enemigos son unos gusanos que están royendo mi pedestal”, a lo que Brummel contestó: “Pues sólo que su pedestal fuera de queso...”.
En la misma calle verás que se encontraron otros fantasmas, Victoriano Salado Álvarez y el decano de los periodistas, Manuel Caballero, el inventor de la nota roja (cuando asesinaron a Ramón Corona, gobernador de Jalisco, Caballero ideó que el diario del día siguiente apareciera con una mancha roja en la portada), quien instituyó en México la primera plana (anteriormente, los diarios acomodaban las notas en el orden en que llegaban al teletipo, pero él decidió que poner la noticia más importante en letras grandes, por encima de las demás). “¿Me querrán publicar en Excélsior, don Victoriano? ¿Qué tal mis versos?” “Nunca le propondré esas cosas a Alducin en nombre de Manuel Caballero.
Una serie de reportazgos escandalosos, sensacionales, mastodónticos, apocalípticos, lo recibiría el diario con gusto: versos, nunca.” “Ya no puedo” “¿Y unas memorias de las cosas que ha visto, de las gentes que ha tratado, de las intimidades de presidentes, arzobispos, ministros, revolucionarios, financieros? ¿Y una descripción del medio literario de México y de sus variaciones en cuarenta años? ¿Y sus lances de amor y fortuna?” “No puedo, I am a sinful creature, y no quiero develar las cosas que he visto y que han ocurrido.” “Si todos somos grandes pecadores...” “Yo soy un pecador cansado de pecar... y de la vida pecadora. Tengo pesada la mano. He olvidado mi oficio.” Finalmente, puedes entrar a la redacción. Ya no está en la esquina de Rosales y Colón, sino en Bucareli 17. La historia de su nombre quizá la sabes, tiene mucho que ver con la poesía. Rafael Alducin, su fundador, un joven poblano que nació en 1889, iba conduciendo por la calle de Plateros un automóvil que le regló su padre, cuando vio a pelearse a dos jóvenes por una llanta vieja que estaba abandonada a la mitad de la calle. Se bajó de su coche para impedir que la pelea continuara, pero una vez que regresó a su coche, siguió pensando en la llanta.
Lo extraño era que no podía dejar de pensar en ella, hasta que se preguntó cuánto es que podía costar. Así que preguntó entre sus amigos quién tenía llantas que no utilizaran. Alducin, como uno de los pocos poseedores de un auto, se había hecho de amigos conductores. Vio que tenía en su bolsa dieciocho pesos, y decidió probar suerte y comprar llantas viejas. Luego de quince días reunió una tonelada, escribió a la Compañía Hulera de Estados Unidos para ofrecer su mercancía, y a los pocos días recibió en pago un cheque de mil dólares como pago. Con ese dinero, Alducin compró la revista El Automóvil en México, y más adelante, gracias a que organizaba carreras de autos en Chapultepec, juntó cinco mil pesos para comprar, en 1916, un semanario, Revista de Revistas, que era propiedad de Raúl Mille.
No hay que olvidar que Alducin tenía entonces 26 años. Una de las influencias en su vida fue José de Jesús Núñez y Domínguez, a quien había conocido en la Preparatoria en Puebla. Se dice que fue por consejo suyo que decidió fundar un nuevo periódico. Ya se sabe que la primera plana del número uno de Excélsior anunció la caída del zar: “Vientos republicanos soplan sobre el imperio moscovita. El Gzar Nicolás fue arrestado en el Palacio de la Duma y la Emperatriz fue Deportada a
Kieff”. También se sabe que el primer día, el periódico salió hasta las ocho de la mañana porque hubo dos inconvenientes: porque no llegaban los cables del corresponsal en Nueva York, Rodrigo de Llano, y porque la vieja rotativa se descompuso mientras imprimía. Cuando el cajero Alberto González abrió el expendio, ya casi no había papeleros esperando, así que Alducin le pidió a sus colaboradores que tomaran sus coches y salieran a la calle: “Vayan a repartirlo por toda la ciudad”. La verdad era que durante los primeros días no alcanzaba para pagar la nómina, pero Alducin no lo dijo y pidió un préstamo al padre de Núñez y Domínguez, con lo que pagaron las tres primeras semanas.
Lo que no se sabe mucho es que desde meses antes se trabajaba en la redacción de Revista de Revistas para crear el nuevo periódico. Por cierto, Revista de Revistas se llamaba así porque era una revista hecha de revistas: los redactores leían las publicaciones internacionales a que estaban suscritos y con los recortes de todas ellas formaban la suya cada semana. Durante una tertulia, un sábado, Alducin les pidió a los redactores que propusieran el nombre para el nuevo diario. Ese día estaban varios poetas: el padre Federico Escobedo, José D. Frías, Martín Gómez Palacio. Rafael López, Ramón López Velarde, Núñez y Domínguez y Xavier Sorondo, y dos historiadores: Ignacio B. del Castillo, Nicolás Rangel y Alfonso Toro. Excélsior, que fue el nombre propuesto por Núñez y Domínguez, proviene de un poema de Longfellow, en que un joven pretende ascender una montaña. Todo mundo pretende detenerlo —una mujer, un monje, la gente del pueblo, la experiencia—, pero él continúa: “Las sombras de la noche iban cayendo / cuando un joven gallardo iba subiendo / por un paso difícil la montaña; / en sus manos flameaba una bandera / en la que había esta leyenda extraña: / ¡Excélsior!” Excélsior significa: “lo más alto”, lo que es un poco raro si se ve que entre los colaboradores están todos estos poetas que pululan en las cantinas de la Mariscala, Medinas, Santa María la Redonda y de la Plaza Dos de Abril. En el Palacio de la Nunciatura, que así le dicen a una tétrica y paupérrima casa sobre la calle de Bucareli, hacen sus reuniones nocturnas dos poetas colombianos: Porfirio Barba Jacob y Leopoldo de la Rosa.
En las noches aparecen los espíritus y los poetas y sus invitados entran en éxtasis, alucinan y gritan poseídos por los espíritus. El día en que López Velarde llegó a una de esas reuniones, prefirió salirse un poco asustado. Las crónicas de Barba Jacob que aparecían en una gaceta de nota roja espantaban asimismo a los lectores, que no se imaginaban que el catalizador de esas sesiones en que participaban los espíritus era la marihuana. Pero los lectores de Excélsior podían seguir la amistad entre esos dos poetas gracias a los reportajes que narraban su vida. Acostumbraban robarse los versos entre ellos, bueno: fundamentalmente, Barba Jacob le robaba sus versos a Leopoldo. Este último llegó a Excélsior con una carta en que lo acusaba de plagio: no sólo de una infinidad de versos sueltos, sino de haberle copiado un poema titulado La sed, y hasta una dedicatoria. Cuando leyó la carta, Barba Jacob le dijo a Leopoldo: “Pues por lo menos así alguien va a leer tus versos.” Y eso que Porfirio le había conseguido un trabajo a su amigo, cuando Vasconcelos llegó a la SEP. Le dijo: “Déle un empleo a mi amigo Leopoldo de la Rosa”, y el secretario, después de pensar un rato, lo mandó llamar, y le dijo: “Mire, Leopoldo, aquí en la Secretaría hay un reloj de pie que siempre está detenido. Usted va a ser el encargado de darle cuerda”.
Pero pasaron los días y el reloj estaba detenido como siempre. Cuando el secretario le reclamó, Leopoldo le dijo: “Es que yo estimo que los seis pesos que me pagan son muy poco para que yo le dé cuerda”. Esa fue la única vez en que Leopoldo de la Rosa estuvo cerca de trabajar. De hecho, no tenía a veces para comer. En una ocasión se quiso suicidar y, extrañamente, se dio un balazo en las tripas. Por suerte sobrevivió, la herida no se infectó, porque Leopoldo llevaba varios días sin comer y sus intestinos estaban limpios. Ya muerto Barba Jacob, una comisión de colombianos vino a México para llevarse a su país los restos del poeta. Leopoldo, que malvivía aún, debió de haberse puesto furioso al leer la crónica de Salvador Novo: “Señores colombianos: ¿por qué no, aprovechando el viaje, se llevan también los restos de Leopoldo de la Rosa?” Nunca se reconciliaron; atrás quedó esa noche de 1907 en que se conocieron en Barranquilla, bajo las estrellas, en que Leopoldo miraba el cielo, y dijo extasiado: “¡Qué grande es el universo!” Y Barba Jacob contestó: “Ni tanto ni tanto”.
Y ese borrachín que va por la calle, Manuel de la Parra, el famoso Parrita, si corres a saludarlo y darle un abrazo, sentirás que entre la ropa lleva escondido un libro que se robó de la biblioteca donde trabaja. Va a visitar mucho a Núñez y Domínguez para que le publiquen sus poemas, aunque escribe poquito. Camina lentamente y a José Juan Tablada, cuando lo ve, se le figura uno de los enanitos de Blanca Nieves. De pronto desaparece, un día lo vieron vender allá por la plaza de Santa María la Ribera... ¡bombones! Sus alumnos de la secundaria, aprovechando que se ha quedado ciego, gritan y gritan y no lo dejan dar clase. El día en que Núñez y Domínguez le pidió que escribiera para Excélsior, quedó helado... “¿Pero de qué tema escribo?”, preguntó. “Pues de lo que sea. Si quieres, háblanos de tu bastón”. Y Parrita nada más escribió una crónica de su bastón y se retiró del periodismo. Estaba más a gusto entre sus poemas compuestos a princesas de otro siglo, pues creía en la metempsicosis, y pensaba que seguía enamorado de una reina que diez siglos antes lo miró, en otra encarnación. Él convenció a López Velarde de irse a seguir a Carranza cuando salió de la ciudad.
Ramón llegó puntual a la estación del tren en Buenavista, pero Parrita se quedó dormido, y por esa causa no siguieron al Presidente hasta la emboscada en que murió. Mira sus poemas, no son tan buenos: “Esta noche es de augurios halagüeños. / Hay nieve en el camino y hace frío; / pero abrígate, vamos, amor mío, / ven conmigo al país de los ensueños.” ¿Creerás que ninguno de esos bohemios ha recibido un honor como él? A Parrita, hecho menos por todos sus amigos, lo tradujo al inglés Samuel Beckett. La historia es que Jaime Torres Bodet le pidió a Octavio Paz una antología de poesía mexicana, y Beckett fue contratado para hacer la traducción. Curiosamente, entre ellos se encuentra un poema de Parrita, menospreciado por sus amigos.
Cercano a Excélsior estuvo también “el último de los bohemios”, Miguel Othón Robledo, con su melena muerta y sus dientes negros, con esa risa burlona y temible. Quién sabe si se cruzó alguna vez con López Velarde. Me imagino que a este último no le era interesante su silueta de cadáver andante y su fealdad ofensiva. No hay retratos de él, me gustaría mostrar uno, pero quizá entre tantos papeles exista alguno. Quién sabe si López Velarde lo haya conocido, decía. Se hubiera sorprendido (u ofendido) de que en el fondo eran tan parecidos. Los dos se enamoraron de mujeres diez años mayores, pero el vate Othón Robledo, cuando supo que su amada se iba a casar, la fue a buscar para pedirle que no lo hiciera. Pero como ella se casó, él decidió perderse, perderse en las cantinas del centro, hacerle honor a su tierra: se alimentaba de tequila y sólo comía de los pepinos que le ponían junto a su vasito. Aunque le encantaba su “leche de tigre”, un coctel que él inventó y que consiste en ajenjo rebajado con catalán. Una vez se subió a dormir a un árbol, pero un gendarme le gritó: “¡Hey, qué hace usted ahí, bájese!” Pero el vate le contestó con voz cavernosa: “Yo... soy un enorme pájaro que vela cabizbajo, / si quiere, volaré a otro árbol pero no me bajo”. El policía huyó aterrado corriendo por la plaza de San Fernando.
Por ahí quedan sus papeles: “Cuando vayas al huerto y ahí te escondas / para pensar en mi alma, medita y reza; / y oirás el mismo arrullo de aquellas frondas / que ocultaron tus sueños y mi tristeza.” López Velarde murió de neumonía, la que le dio por quedarse platicando con Alejandro Quijano en la madrugada de Montainge, dando vueltas por la avenida Jalisco. A Manuel de la Parra lo llevaba un lazarillo hasta la Secundaria número uno, de la calle de Corregidora a dar sus clases, fue la última vez que lo vi. El vate Frías, al que le encantaba hacer el índice de sus obras completas en las servilletas de los restaurantes, con libros que nunca iba a escribir, ése murió también. Sus amigos decidieron internarlo en La Castañeda para curarlo de su alcoholismo. Pero el vate se puso tan nervioso que se cayó de espaldas, se pegó en la base del cráneo y murió. Su casera, la que le rentaba un cuartito en la calle de Querétaro, decidió tirar a la basura la maletita con sus poemas y sus bosquejos de obras. Era un poeta que viajó por Europa y desde allá mandaba sus crónicas al diario. Se decía a sí mismo “el nómade alucinado” y pensaba que sus empleos en el gobierno eran becas para escribir sus poemas. A todos ellos imagínalos con su traje negro, como de luto, con sus capas o sus bastones, pero, especialmente, llenos de libros y hojas sueltas. ¿Y el vate Othón Robledo? Ya llevaba mucho tiempo muriendo. En una ocasión, le dijo a sus amigos: “Vayan a Excélsior, y digan que ya me morí y pidan una cooperación para mi velorio”. Con lo que recibieron, Othón y sus amigos agarraron una larga parranda.
Una tarde de febrero de 1922, cuando el dolor era insoportable —tenía cáncer en la mandíbula—, terminó de beber su tequila, en una cantina de la Plaza Dos de Abril, y se dirigió por su propio pie al Hospital General. Llegó nada más a morir. Estaban por llevarlo a la fosa común, cuando el doctor Cayetano Andrade lo reconoció. “¡El vate Othón Robledo no puede ir a la fosa común!”, y mandó llamar a sus amigos. Como era pleno carnaval, todos, bohemios, poetas, oficinistas y prostitutas, llegaron a velarlo disfrazados de colombinas, pierrots, arlequines y reyes. Excélsior financió las existencias de esos poetas tan entrañables como olvidados.