Por Ricardo Bada. LA JORNADA.
Hablar de Rubén Darío conlleva el riesgo de despeñarse en el peor precipicio que acecha, y asecha, a los periodistas: el lugar común. ¡Qué no se habrá escrito, qué no se habrá dicho acerca del nicaragüense más universal de todos los tiempos! Del hombre cuya obra es la divisoria de aguas de la poesía en lengua es-pañola. De aquel de quien un intelectual español, envidioso, dijo que se le notaba lo indio en lo bien que manejaba la pluma. De aquel Rubén Darío al que don Ramón María del Valle-Inclán le haría el homenaje imperecedero de convertirlo en personaje de su obra inmortal, Luces de bohemia. Como ven, ya ensarté cuatro lugares comunes consecutivos.
Enfrentado al reto de hablar de Rubén Darío, recurrí a los dos densos volúmenes de sus poesías completas, en la edición especial de Aguilar 1967, con motivo del centenario de su nacimiento. Unos volúmenes que me regalaron y que nunca había abierto porque son incómodos de manejar, siempre preferí las ediciones de bolsillo en la Colección Austral. Con seguridad aguardaron pacientes a que les llegase su hora. Que es ésta, ya que fue en esa edición donde encontré una preciosísima guirnalda liminar de poemas dedicados a Rubén con motivo de su muerte.
La he leído con devoción y con asombro, porque documenta de manera portentosa la devoción y el asombro que provocaron la persona y la obra del nicaragüense entre sus colegas en las dos orillas del Atlántico. Creo que no debe haber un caso parejo, ni en nuestra lengua ni quizás en otra. ¡Y qué colegas los que le cantaron! Don Antonio Machado:
Si era toda en tu verso la armonía del mundo,
¿dónde fuiste, Darío, la armonía a buscar?
[...]
Que en esta lengua madre tu clara historia quede.
Corazones de todas las Españas, llorad.
Rubén Darío ha muerto en Castilla del Oro;
esta nueva nos vino atravesando el mar.
Pongamos, españoles, en un severo mármol
su nombre, flauta y lira, y una inscripción no más:
Nadie esta lira taña si no es el mismo Apolo;
nadie esta flauta suene si no es el mismo Pan.
Del argentino Baldomero Fernández Moreno me conmueve profundamente el homenaje que le rinde en su casa, haciendo que su retrato presida el comedor:
Aquí nos tienes, Darío,
reunidos a todos; mira:
ésta es mi mujer, Dalmira,
morena como un estío.
Este, el hijo en quien confío
que dilate mi memoria,
y ésta, mi niña y mi gloria,
tan pequeña y delicada,
que de ella no digo nada...
Cuatro meses es su historia.
El momento de yantar
desde hoy haz de presidir
y hasta el llorar y el reír
y la hora de trabajar.
Desde ahí contempla el hogar
que no gozaste en el mundo,
mientras yo, meditabundo,
cuando mire tu retrato,
te envidiaré largo rato,
triste, genial y errabundo.
A Juan Ramón Jiménez le llega la noticia de la muerte de Darío el 8 de febrero de 1916, poco antes de su boda con Zenobia, que será el 2 de marzo, en la iglesia neoyorquina de St. Stephen. El día de la víspera, el 1 de marzo, escribe un poema que lleva un epígrafe del propio Darío (“Peregrinó mi corazón y trajo/ de la sagrada selva la armonía”) y que luego recogerá en una de sus obras maestras, Diario de un poeta recién casado:
No hay que decirlo más. Todos lo saben
sin decirlo más ya.
¡Silencio!
[...]
Sí. Se le ha entrado
a América su ruiseñor errante
en el corazón plácido. ¡Silencio!
Sí. Se le ha entrado
a América en el pecho
su propio corazón. Ahora lo tiene
parado en firme, para siempre,
en el definitivo
cariño de la muerte.
Un breve inciso para anotar una curiosidad anecdótica. También Machado, en su poema que cito más arriba, lo llamó “ruiseñor de los mares”. Tanto don Antonio como Juan Ramón parece que ignoraban el hecho de que el ruiseñor es un pájaro que no existe en América.
Juan Ramón profesaba una admiración y un afecto grandes hacia Darío. Y Juan Ramón era un hombre de fidelidades acendradas. Un cuarto de siglo después de la muerte de aquel a quien consideraba, junto con Unamuno, la fuente primera de la poesía contemporánea en lengua española, en 1940, pues, escribe lo siguiente Juan Ramón: “¡Tanto Rubén Darío en mí; tan vivo siempre, tan igual y tan distinto; siempre tan nuevo!”
Y cerraré el rosario de citas con unos versos de su buen amigo Amado Nervo, compañero de tantas horas y desvelos en el París de 1900, a donde Darío llegó encargado de escribir crónicas para La Nación, de Buenos Aires, sobre la Exposición Universal:
Ha muerto Rubén Darío:
¡el de las piedras preciosas!
Hermano, cuántas veces tu espíritu y el mío
unidos para el vuelo cual dos alas ansiosas,
sondar quisieron ávidos el Enigma sombrío,
más allá de los astros y de las nebulosas.
Ha muerto Rubén Darío:
¡el de las piedras preciosas!
¡Cuántos años intensos junto al Sena vivimos,
engarzando en el oro de un común ideal
los versos juveniles que, a veces, brotar vimos
como brotan dos rosas a un tiempo en un rosal!
Hoy, ya tu vida, inquieta cual torrente bravío
en el Piélago arcano desembocó; ya posas
las plantas errabundas en el islote frío
que pintó Böcklin... ¡ya sabes todas las cosas!
Ha muerto Rubén Darío:
¡el de las piedras preciosas!
Coda: confieso que desde siempre me tiene muy intrigado aquel verso de Rubén Darío en su poema “A Roosevelt”, donde menciona –cito literalmente– a “la América ingenua que [...] aún habla en español”. ¿Qué significa ese “aún”?, me pregunto, ¿significa que Darío era pesimista, pensaba que la América ingenua terminaría hablando el idioma del norte nada ingenuo? No, con seguridad que no, pues de lo contrario no sería congruente el resto del poema.
Así, pues, sólo cabe la explicación de que ese “aún” era una sílaba que le faltaba para componer el segundo hemistiquio de aquel alejandrino. Pero incluso en el caso de que fuese cierta la otra alternativa, pienso que podemos tranquilizarlo post mortem: a estas alturas del partido se han cambiado las tornas y más bien se puede empezar a decir que Estados Unidos aún habla inglés. Aún •