Alan Turing, a quien debemos muchos de los avances tecnológicos actuales, se suicidó al comer una manzana impregnada de cianuro.
Esta es la segunda entrega de la semblanza de Alan Turing, aquí puedes leer la primera parte.
Luego de participar en la ii Guerra Mundial como decodificador de la máquina alemana Enigma, Alan Turing regresó a la vida académica y docente, donde sus ideas estaban por revolucionar a la civilización... otra vez.
La felicidad de todos los seres humanos es muy parecida. La infelicidad de cada uno es particular. Lo segundo es especialmente cierto para Alan Turing: un héroe de guerra
a quien le fue negado el reconocimiento público debido a lo secreto de su trabajo;
un encantador seductor de hombres que no podía tener demostraciones públicas de afecto con sus conquistas —sus prácticas sexuales eran perseguidas por la ley—; un académico que al final de sus días tuvo que dejar su preciado trabajo confidencial debido a su homosexualidad [los británicos creían que los homosexuales eran más vulnerables al chantaje, por lo que no obtenían acreditaciones ni permisos para trabajar en áreas clave del gobierno].
Al final, debido a una sentencia legal —fue juzgado y condenado por «gross indecency», indecencia flagrante y extrema—, vio truncada su capacidad de satisfacer
una libido voraz, y prefirió la muerte —de propia mano o provocada por alguien— a dejar eso último que no quería perder, su motor vital: satisfacer el deseo sexual. Pero él, imposibilitado para el amor, no se lanzó a las vías del tren como Ana Karenina, sino que mordió una manzana impregnada de cianuro —imposible no pensar en el logo de Apple.
Breve biografía intelectual
El primero de los hitos académicos de Turing sucedió en 1936: la publicación de «On Computable Numbers, with an Application to the Entscheidungsproblem» —«De números computables, con una aplicación al Entscheidungsproblem»; en alemán, este término designa al reto en lógica simbólica de encontrar un algoritmo general que decidiera si una fórmula del cálculo de primer orden es un teorema.
En dicho documento, Turing plantea la posibilidad de crear máquinas —computadoras— que, a través de una serie de instrucciones en forma de algoritmos —programas—, pudieran realizar cualquier tipo de tarea, incluso imitar el comportamiento unas de otras. En 35 cuartillas, una docena de notas al pie y media docena de referencias bibliográficas, había nacido la computación. Pero
vino la guerra y el trabajo teórico tuvo que esperar. Las máquinas de Turing debían probar que funcionaban más allá del papel, y lo hicieron: fueron determinantes en
la victoria aliada en la Batalla del Atlántico contra los submarinos nazis del almirante Karl Dönitz.
Una vez que la guerra en Europa hubo terminado, Turing continuó trabajando con los laboratorios Bell
y la inteligencia estadounidense en un proyecto para comunicaciones cifradas de voz que abandonó para regresar a su país al final de la guerra. Ya de vuelta en Inglaterra, en reconocimiento a su labor como parte del equipo de decodificadores de Bletchley Park, Turing fue nombrado Oficial de la Excelentísima Orden del Imperio Británico —obe, por sus siglas en inglés.
Su vida cambió por completo: aunque ocasionalmente era consultado por la inteligencia británica, su trabajo como parte del equipo del National Physical Laboratory de Londres se centraba en el diseño y desarrollo de la ace —Automatic Computing Engine—, una de las primeras computadoras con software integrado. Sin embargo, los planes de Turing parecían fuera de la realidad para sus colegas, pues no conocían los avances en el campo alcanzados durante la guerra —y él, claro, no los podía poner al tanto.
¿Las máquinas piensan?
En febrero de 1946, Turing presentó lo que se considera el primer diseño detallado de una computadora con un programa integrado; pero a pesar de los esfuerzos del científico para que fuera construido, el proyecto tuvo demoras y problemas presupuestales, por lo que en 1947 regresó decepcionado a Cambridge para tomarse un año sabático. En 1948, aceptó una plaza como catedrático en la Universidad de Manchester. En esa ciudad, apenas más tolerante con la homosexualidad que el resto de Inglaterra, comenzaría su decadencia: sus amoríos con universitarios parecían ser lo único que le hacía llevadera la vida.
En 1949, Turing fue nombrado director adjunto del laboratorio de computación de la Universidad de Manchester, y comenzó a desarrollar programas para una de las primeras computadoras: la Mark 1.
Pero el gran logro vendría en 1950, con la publicación
de «Computing Machinery and Intelligence» —Maquinaria computacional e inteligencia— en la revista Mind. Este revolucionario artículo inicia con
la frase «Propongo que consideremos la siguiente pregunta: ¿pueden las máquinas pensar?», y en él se explora la simulación del comportamiento inteligente por parte de máquinas, especialmente las digitales —que operan con un sistema binario—; sin embargo, jamás habla de la inteligencia como una cualidad que una computadora puede poseer, sino de conductas inteligentes y de máquinas que la simulan, pero que no poseen inteligencia en sí mismas.
La última empresa intelectual de Turing, The Chemical Basis
of Morphogenesis —Las bases químicas de la morfogénesis— fue un estudio en el campo de la matemática biológica y una extensión de sus meditaciones sobre la inteligencia. Este documento ha sido citado más veces que cualquier otro de sus trabajos publicados, y sirvió de base para el estudio de los procesos que dan forma a un ser: la morfogénesis, que explica, por ejemplo, las rayas de un tigre, o el grosor del caparazón de un mejillón. La matemática detrás de tal estudio es, según muchos, el detonante de la teoría del caos —que estudia sistemas dinámicos—, utilizada, por ejemplo, en la predicción de la trayectoria de huracanes.
La prueba captcha —letras distorsionadas en formularios en Internet—, diseñada para distinguir si el usuario es un bot o un humano, está inspirada en la Prueba de Turing.
Que Turing tocara tantos aspectos de la cultura occidental no fue casual. Era genio en estado puro.
Ni siquiera era alguien disciplinado o pulcro en sus explicaciones: su talento era intonso, pero no por ello menos genial. Dicen algunos que padecía Síndrome de Asperger —una enfermedad del espectro del autismo—. Lo anterior, todo, hizo de su caída algo espectacular.
El fin
En noviembre de 1951, tras la publicación de su documento de trabajo sobre biología matemática, decidió relajarse un poco y comenzó a frecuentar la escena local. Manchester era una ciudad que si bien no era abierta, tenía una comunidad homosexual pulsante, aunque todavía en la clandestinidad.
Una noche, afuera de un cine, Turing conoció a un joven, y siendo encantador como era —y bien parecido, además de atlético—, lo conquistó. Su nombre era Arnold Murray. Comenzaron una relación personal que el joven Arnold presumía por todo Manchester. Sin embargo, la relación terminó por pequeños robos que Murray le hacía a Turing, y un día éste no lo quiso ver más.
Unas semanas después, hubo un robo en casa
del matemático. Al ser interrogado durante las investigaciones, Arnold negó su culpabilidad, pero
dijo saber quién era el culpable. La inocencia de Turing le impidió ver que las indagatorias sacarían a la luz su homosexualidad. O quizá eso era lo que quería. Una de las respuestas que dio a la policía cuando le preguntaron sobre la naturaleza de los «asuntos» que lo relacionaban con el sospechoso, fue: «Tenemos asuntos de frotación intercrural1 También conocido como sexo femoral o sexo interfemoral. Consiste en una serie de posturas sexuales en las que uno de los dos participantes sitúa su pene entre las piernas del otro. y masturbación mutua». Y entonces, confeso, fue juzgado por indecencia flagrante, como Oscar Wilde lo fue décadas antes.
Una sentencia de prisión hubiera detenido su importante trabajo de biología matemática, así que
aceptó la castración química, en
cambio. Esto
trajo como
consecuencia que
le fueran retirados sus
permisos de acceso a material
clasificado, así que no hubo más
investigación sobre matemáticas
avanzadas, computación o inteligencia
artificial. Tampoco había más vida sexual:
el atleta subió de peso, desarrolló senos, y se volvió impotente.
Viajó al extranjero. Conoció hombres, pero no había deseo. La policía lo seguía como nunca. Turing sabía que el cenit de su carrera había pasado, que a su edad era menos probable que revolucionara el mundo con alguna idea como los números computables o la inteligencia artificial —aunque lo acababa de hacer con su documento sobre biología matemática—, y esto lo decepcionaba profundamente.
Lux aeterna
La vida, entonces, se volvió insoportable. Y el final vino con un gesto dramático: una manzana envenenada con cianuro, abandonada apenas con una mordida: era un suicidio sin firma, pero fiel al estilo del artista.
Otros creen algo distinto: corrieron rumores de que la inteligencia británica pudo haberlo matado o, cuando menos, haber inducido su suicidio. Queda claro: sabía demasiado, y en tiempos de la Guerra Fría, un homosexual con tanta información que viajaba al extranjero a reunirse con hombres, ciertamente despertaba sospechas.
Así, un día —imagino—, sumergió la manzana, como
la bruja de Blanca Nieves, en un puchero. La muerte, —el sueño eterno— la impregnó. Él, Adán moderno, no pudo negarse a morderla —era tan roja, tan jugosa—. No se la ofreció Eva, sin embargo: fue otro Adán. Se quedó dormido en la cama, en el piso superior de su modesta casa victoriana. Nunca llegó el beso del amor verdadero. Jamás despertó.
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Texto publicado en Algarabía 90. En esa edición también encontrarás artícuos sobre los mayas y palabras de origen náhuatl.