Por Luis Hernández Navarro
Los tres Enriques
En una época de cerveza sin alcohol, café sin cafeína, refrescos light, quesos descremados, partidos sin ideología y margarina en lugar de mantequilla, la obra de un intelectual que revindica el pensamiento duro debe remar a contracorriente.
En una era en la que el campo cultural está dominado por capillas que sirven indistintamente al Príncipe y al Dios mercado, y las ideas que más circulan son las que los intelectuales mediáticos transmiten en pantallas de televisión y programas de radio, el trabajo de un pensador anticapitalista que lo mismo critica a Octavio Paz que a la nomenclatura política tiene grandes dificultades para abrirse paso.
Enrique González Rojo Arthur es uno de ésos. A sus ochenta y nueve años de edad, con varios premios de poesía a sus espaldas (incluido el Xavier Villaurrutia y el Benemérito de las Américas), una sólida obra filosófica y una práctica política inclaudicable enfrenta el frío (e incluso el desdén) de los administradores del Olimpo de las letras.
Sabe a qué se enfrenta. No en balde dedicó su libro El Antiguo Relato del Principio: “ A Efraín Huerta, poeta independiente del Estado y de las mafias.” En noviembre de 1975 escribió en la revista Rumbo el ensayo titulado “Por arte de mafia”, en el que hizo la radiografía de las capillas literarias. “La mafia –explica allí– puede sustituir la ausencia de grandes valores artísticos por un procesamiento extraestético que asegura al autor que se hable de él, que no deje de estar en ‘circulación’, que dé, incluso, la impresión de estarse codeando con la historia. Pero emplea también el silencio, la omisión –el cuerpo fantasmal del ‘ninguneo’–, administra sabiamente ruidos y silencios; el ruido, el ‘escándalo literario’, lo dedica a sus integrantes o ‘amigos de ruta’; la omisión la reserva para ‘los otros’.”
No le importa mucho. A lo largo de los años ha ido forjando un público distinto al del radio de acción de los principales bloques político-culturales, integrado en su mayoría por jóvenes que se acercan a él, lo leen y lo discuten. Sus recitales y conferencias se transforman con frecuencia en verdaderos espectáculos, en los que, al terminar, es rodeado por un enjambre de muchachos que solicitan su autógrafo o le confiesan su admiración por su poesía.
Enrique forma parte de una dinastía sui géneris en la cultura mexicana. Su abuelo, Enrique González Martínez, autor del soneto “Tuércele el cuello al cisne”, es una de las figuras más prominentes del modernismo del principio del siglo xx, y, al mismo tiempo, un crítico de esta corriente. Un personaje que, a su manera, encabezó su propia capilla literaria, y que, no obstante la diferencia de edades que tenía con López Velarde, cultivó con él una gran amistad y formó, junto a Efrén Rebolledo, la revista Pegaso.
Su padre, Enrique González Rojo, perteneció a una corriente muy significativa de la literatura mexicana, el grupo Contemporáneos, y fue uno de los directores de la primera etapa de su revista. Murió joven, justo cuando comenzaba a producir una obra importante.
Huérfano a los nueve años de edad, González Rojo Arthur tuvo en su abuelo un padre sustituto, con el que entabló una relación mucho más profunda que la que había establecido con su padre. Vivió con el abuelo de los nueve a los veintitrés años de edad, y recibió de él una enorme influencia literaria, política y de disciplina y hábitos de trabajo. Independizarse intelectualmente de su sombra fue una tarea ardua y compleja.
González Rojo disfrutó el privilegio de vivir la transformación política de su abuelo. En su juventud, González Martínez había sido un pensador conservador pero, con el paso del tiempo, su posición se modificó. El nieto convivió con una persona que había reflexionado mucho sobre los problemas sociales y que había llegado a la conclusión de que la historia caminaba por el flanco izquierdo.
Enrique es un hombre afable y modesto, dotado de un extraordinario sentido del humor, que sabe hacer reír a las mujeres. Su atuendo es siempre el mismo, sea que hable frente a un grupo de obreros, explique su concepción del partido político de izquierda a una comunidad rural o lea uno de sus poemas en un encuentro de intelectuales. No importa si se encuentra con el calor desbordante de la selva chiapaneca, con frío invierno zacatecano o en el caprichoso clima de la jungla de asfalto capitalina, viste de traje, corbata y chaleco.
Enrique, que comenzó a escribir poesía copiando a su abuelo, fue parte del poeticismo, que puso en el centro de sus construcciones literarias la metáfora y el mecanismo de los tropos. El término fue inventado por sus integrantes para diferenciarse de los poetas. Se basaba en tres divisas: originalidad, complejidad y claridad.
A pesar de que Eduardo Lizalde escribió sobre este proyecto en Autobiografía de un fracaso que (los poe-ticistas): “Navegábamos con natural petulancia por el kindergarten del mundo literario, bajo la mirada paternal del poeta Enrique González Martínez”, algo tuvo esa corriente, que cuatro de los poetas que la integraron (Marco Antonio Montes de Oca, Arturo González Cosío, González Rojo y el mismo Lizalde) fueron galardonados con el Premio Villaurrutia.
Enrique escribió desde la trinchera del poeticismo una de sus obras más conocidas: Para deletrear el infinito. En este libro están claramente establecido las claves centrales de su obra. Aspirante a cronista de gerundios, a lo largo de los años, su poesía ha tenido un personaje central y un demonio: el tiempo y el infinito.
Sin embargo, el literato ajustó cuentas muy pronto con el poeticismo. Lo hizo desde dentro de su propia obra, para zarpar a navegar otros mares de letras. En la última etapa de su producción poética, que comienza en 2013, arribó a un nuevo puerto, en el que fusiona la poesía y la prosa creativa para narrar una anécdota valiéndose de las formas esenciales de la poiesis poética, en cuentos-poemas y novelas-poemas. Rompe así con la separación de los géneros.
González Rojo tuvo una relación muy estrecha con el grupo Hiperión, formado por muchos de sus maestros y amigos. Y, a pesar de las diferencias políticas que tenía con Emilio Uranga, se iba a tomar café con él y a platicar sobre el joven Marx y sus manuscritos económicos-filosóficos de 1844. Tuvo también relaciones fraternas y de andanzas políticas con los integrantes de La espiga amotinada. Sin embargo, tenía con ellos concepciones artísticas y estéticas muy diferentes.
El tercer padre
Además de su abuelo y de su padre, González Rojo reconoce una paternidad adicional, en este caso espiritual: la de José Revueltas. Lo considera uno de los hombres más valiosos que ha dado la literatura y la política en México. Y, aunque el autor de Ensayo de un proletariado sin cabeza no dejó una escuela, y tuvo con Enrique diferencias políticas al interior de la Liga Leninista Espartaco que desembocaron en la ruptura, González Rojo es un revueltiano.
González Rojo recibió de Revueltas no sólo la influencia de su poderosa personalidad, sino, también, de sus producciones teóricas. Su biografía política está ligada al novelista. Discípulo y seguidor de las ideas del duranguense, en los últimos años se interesó en vincular sus propuestas teóricas y políticas, y en desarrollar creativamente tanto sus simpatías como sus diferencias con él.
Cuando el poeta se encontró con el novelista por primera ocasión, quedó deslumbrando por su refinamiento intelectual. En una entrevista que le hice hace unos años, Enrique contó: “Yo conocí a Pepe en la fiesta que se hizo en mi casa, en Mayorazgo 715, en (1951), celebrando los ochenta años de mi abuelo. Ahí, en medio de la sala, había una serie de jóvenes que eran los hiperiones. Ahí estaban Emilio Uranga, Jorge Portilla, Joaquín Sánchez McGregor y algunos otros. A mí me interesó mucho su conversación porque en aquella época yo era lector del existencialismo. Me había deslizado un poco de mis lecturas kantianas a las lecturas de los filósofos existencialistas. Entonces me interesaba oír el punto de vista de estos jóvenes. Entre ellos estaba José Revueltas. Era la primera vez que lo encontraba y lo escuché discutir con ellos y decirles cosas que en ese momento le admiré mucho. ‘Ustedes –les dijo Pepe– están leyendo mucho existencialismo francés, a Jean-Paul Sartre, a Merleau-Ponty. Ustedes están al tanto incluso de la fenomenología, pero lo que no dominan es la dialéctica de Hegel.’ Lo recuerdo como una imagen muy plástica del Pepe rebelde, luchando, siempre bajo la influencia de la corriente dialéctica y materialista.”
González Rojo comienza a relacionarse con el autor de El Cuadrante de la soledad a partir de 1956, fecha de reingreso del dramaturgo al Partido Comunista. Enrique, Eduardo Lizalde y Joaquín Sánchez McGregor habían fundado dentro de esa agrupación la célula “Carlos Marx”, y Pepe fue adscrito a ella. A partir de ese momento lucharon juntos contra las deformaciones del partido y, a raíz de su expulsión, fundaron la Liga Leninista Espartaco.
“Revueltas –cuenta Enrique– nos cambió a los miembros de la célula. Nos dio a conocer la historia del Partido. Nos platicó cómo ingresó al Socorro Rojo y cómo lo habían encarcelado varias veces. Nos habló de las crisis del 40, del 43 y del 47. Fue uno de los primeros antiestalinistas dentro del Partido. Más aún, Pepe sembró la semilla de una posición crítica no sólo hacia Stalin y el socialismo real, sino hacia figuras como Lenin.”
Entre los muchos homenajes intelectuales que Enrique le ha hecho a su camarada, destaca uno: el célebre “Discurso de José Revueltas a los perros” en el Parque Hundido.
Las tres pasiones
Alo largo de su vida, González Rojo ha tenido varios amores y tres pasiones principales. Entre sus amores se encuentran la docencia, la lectura y la música (fue estudiante de piano y composición, y en más de una ocasión confesó ser un músico frustrado). Sus pasiones son la poesía, la filosofía y la política.
Esas pasiones están profundamente entreveradas. Son como una trenza que se teje en el infinito. Cuando está escribiendo demasiada poesía, añora la filosofía. Cuando se dedica a la filosofía, extraña la poesía. Y cuando está en las dos, siente nostalgia por la política.
No puede vivir sin escribir en lo general y sin hacer poesía en lo particular. Según su abuelo Enrique González Martínez, heredó la ponzoña lírica. Comenzó a escribir poemas desde los seis o siete años, y desde entonces no ha parado.
Lleva a cuestas como carga emocional unir al canto la denuncia, el enojo y la violencia verbal. La creación literaria –dice– no tiene relación con el trabajo social y político, sino que es trabajo social y político. Sus instrumentos de trabajo son la pluma y el micrófono.
Se acercó a la filosofía al sentir la necesidad de explicarse el acto poético. No quería ser nada más un jilguero. Quería saber de dónde venía su inspiración, qué sentido tenía. Y, por consejo de su abuelo, se puso a leer obras de preceptiva, algo sobre la teoría de la poesía y finalmente estética. Fue allí donde se enfiló hacia la filosofía.
Devorador de poesía, leyó con detenimiento a los clásicos del Siglo de Oro, a Quevedo, Góngora y a Sor Juana. Su principal influencia poética son los franceses, a quienes leyó en su lengua y tradujo.
Cuando salió del seno familiar se entregó a los brazos de la ideología y la militancia comunista. Descubrió entonces que no sólo existen los problemas del poder, sino además los de la enajenación y están por todas partes. Encontró también que éstos pueden ser temas poético-literario en múltiples direcciones.
Perseverante en sus principios éticos y en la convicción de que es necesario cambiar el mundo, González Rojo se niega a colaborar con el sistema. Enrique es un político de izquierda radical. Nunca ha podido dejar de serlo. Jamás lo ha abandonado el deseo de mejoramiento de la especie humana en los general y de los mexicanos en particular. Ha sido, además, un militante orgánico de diversas organizaciones revolucionarias, desde las cuales ha elaborado buena parte de su reflexión teórica.
Autor de complejos textos de filosofía y política, durante toda su vida González Rojo ha buscado vin-cularse a la lucha de obreros y campesinos. Colaboró durante la década de los setenta con los sindicalistas del Frente Auténtico del Trabajo (fat) en charlas de formación y círculos de reflexión. Con los campesinos za-catecanos, los pobres urbanos de Durango y los maestros de educación primaria de Ciudad de México participó en escuelas de cuadros. Generoso, cuando en 1976 le fue otorgado el Premio Xavier Villaurrutia, donó el dinero del galardón al fat y a los electricistas democráticos de Rafael Galván.
Dotado de enorme talento para argumentar sus posiciones, en su oratoria apela directamente a la razón. Dedicado durante toda su vida al magisterio, sus intervenciones en asambleas populares y reuniones políticas buscan ser pedagógicas. Sin hacer concesión alguna en el necesario rigor de las palabras, procura, siempre, utilizar un lenguaje accesible a quienes lo escuchan. Es un profesor que habla para que sus alumnos lo entiendan, no un militante que busca imponer su punto de vista a cualquier precio. Tiene, además, la rara cualidad de saber escuchar a los que no piensan como él.
Luchador empedernido en contra del estalinismo de huarache, Enrique ha dedicado una parte muy importante de su obra teórica como pensador de izquierda a tratar de explicar por qué los bolcheviques, queriendo soñar la emancipación humana, nos dieron una feroz dictadura. Su optimismo –asegura– viene de su capacidad para repensar cosas como ésta, y de no olvidar nunca la estrategia del comunismo.
Como teórico de la transformación social, el poeta ha reflexionado con imaginación y profundidad en la existencia de una tercera clase, la clase intelectual, y en su papel en el llamado socialismo real. A partir de su estudio de Freud y el psicoanálisis, elaboró la teoría de la pulsión apropiativa. Convencido de que se produce plusvalía no sólo en la esfera de la producción, sino también en los servicios y la circulación, ha propuesto una nueva visión del sujeto histórico. Convencido de que el socialismo sólo puede ser obra de los trabajadores mismos, ha colocado en el centro de su proyecto la lucha por la autogestión.
Poeta que jala el gatillo de la pluma, durante la oración fúnebre que pronunció por la muerte de su querido José Revueltas, advirtió: “representa en México la honestidad, y cuando digo honestidad hago referencia a la rectitud política, la rectitud literaria, la rectitud humana.” Exactamente lo mismo puede decirse hoy día sobre él •