César Antonio Molina. ALGARABÍA
Ésta es una reflexión sobre la crisis de la cultura.
El autor nos aporta sus ideas acerca de cómo enfrentar dicha crisis y cómo reencontrar la misión de la cultura en un universo literario que pertenece a los autores «inejemplares» y a los best sellers, cuya única finalidad es vender y vender.
Hace unos pocos meses, participando en una feria del libro, contemplé con estupor cómo un perro ocupaba una caseta para también él firmar su libro. Evidentemente un perro no puede escribir libros, pero ya es casi habitual que algunos de quienes los firman no lo hayan hecho. Lo más curioso era ver cómo mojaban su pata en una especie de tampón y le hacían dejar la marca sobre el papel.
Escritores reconocidos se atrincheran con sus propias obras a la espera de sus lectores, diezmados por el fuego amigo.
No tengo nada contra los animales, por el contrario, como Pitágoras creo que, de haber alma, también la deben tener los seres irracionales. Siglos después Nietzsche, en La ciencia jovial, escribió: «He dado nombre a mi dolor y lo he llamado perro».
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Este suceso, a quienes frecuentamos estos mercados de las maravillas, no nos debería sorprender, pues en los últimos años hemos tenido que compartir espacio con todo tipo de personajes de desigual calaña —a veces hasta delincuentes y amorales— cuya impostura no sólo no producía rechazo social sino, por el contrario, admiración y colas de ventas. Esta «legitimación» democrática les ha ido dando alas frente a los defensores de la cultura como lugar donde se forma a ciudadanos preparados y libres.
La mayor parte de las veces su prestigio, no correspondido por las ventas, sirve sin embargo de salvoconducto para justificar estas prácticas mercantiles de empresas
que han tergiversado sus fines.
Unas prácticas que revelan que la sociedad que las ejerce está enferma, quizás gravemente enferma.
El libro, desde una perspectiva permanentemente mercantil, puede llevar a cabo este tipo de actividades, aunque conduzcan a la tierra quemada; pero el libro como empresa cultural debe mostrar su disconformidad con estas prácticas sintomáticas.
Saber qué leer
No todo vale, no todo es igual, no todo sirve para cauterizar el fracaso de la felicidad, es decir, el aburrimiento, el tedio cotidiano, el vacío espiritual, el dolor. Simmel1 insistía, ya en su época, en la tragedia
de una sociedad que se vuelve contra el espíritu y la cultura.
Sabemos que lo único en el mundo que de verdad nos haría felices es, precisamente, lo único que nadie nos puede dar o devolver: la juventud, los afectos, los ausentes.
El arte y la literatura, la cultura en general, nos ayudan a recobrarlos a través del único camino posible: el desvío. El desvío de la imaginación. «¿Qué hacer? ¿Por qué? ¿Para qué?», se pregunta Pierre Bezujov en Guerra y paz. Lo mismo nos preguntamos cada uno de nosotros cuando volvemos a leer estas páginas de Tolstoi sin conocer las respuestas.
La literatura y el arte la mayor parte de las veces solamente plantean preguntas, pero esas preguntas hacen pensar. ¿Qué le sucede a un país que no piensa? ¿Qué le sucede a un país que en vez de educar a sus ciudadanos los arrastra a la ignorancia? Victor Hugo, ante la Asamblea constituyente de 1848, exclamó que la ignorancia era peor que la miseria. Nuestro Baltasar Gracián ya había dicho antes que el mal gusto habitualmente nace de la ignorancia.
No es lo mismo un gol de Messi
o Ronaldo que un poema de Borges o Juan Ramón, pues los primeros, si es el caso, sólo ayudan a entretener; mientras que los segundos nos ayudan a entender la vida.
Entender el mundo
El aburrimiento, el vacío intelectual conduce al desorden. Pero no sólo al social sino, lo que aún es
peor, al desorden individual. Kierkegaard, en El concepto de angustia, contrapone la plenitud estable y tranquila de la libertad de pensar con el cráter violento del vacío espiritual.
La ignorancia, el sectarismo, el fanatismo, la intransigencia, la intolerancia son producto de sabotear la cultura y la educación, y este daño y deterioro en las débiles instalaciones del saber y el conocimiento ponen en peligro el futuro del individuo, de su sociedad y el de la humanidad entera.
La lectura es un hábito y el buen gusto también lo es y se conforma con el tiempo.
Lo importante es saber leer y escribir pero, si cabe, todavía más importante es saber qué leer. No vale leer cualquier cosa, pues en esa cosecha mezclada lo malo siempre invadirá y destruirá el terreno de lo bueno.
T. S. Eliot escribió que la cultura es todo aquello que hace de la vida algo digno de ser vivido, incluso la última muralla de defensa contra la muerte. Pero Paul Valéry ya avisó que la cultura fue una creación humana siempre en peligro. Eliot también habló de la velocidad de su sociedad para echarse en manos de la acultura y, más contemporáneamente, George Steiner nos sitúa ya en un futuro sin cultura. ¿Cómo habrá de ser éste? ¿Ya todos los animales serán capaces de escribir libros, mientras los seres humanos pasten entre las tinieblas?
La cultura nos sirvió para salir de la cueva, no nos empeñemos ahora en regresar a ella como a un lugar a donde se va a descansar plácidamente después de un caminar arduo.
No es lo mismo leer un buen libro escrito por un autor, que otro «escrito» por un perro, una señora de las páginas amarillas, un convicto de homicidio o tantos otros personajes atrabiliarios e inejemplares, por muchos volúmenes que éstos puedan vender.
La crisis de la cultura, del libro, no proviene sólo de la crisis generalizada, sino también de la sobreexplotación de una materia espiritual que hemos convertido en un mero producto comercial.
¿Estaremos entre las ruinas del conocimiento y es mejor que un perro nos firme un libro a que nos ladre? Lee este texto completo en Algarabía 125.