El próximo miércoles se cumple el centenario del natalicio del escritor español, cuya obra literaria le hizo merecer no sólo premios como el Asturias o el Cervantes, sino el mayor de todos: el Nobel en 1989
RICARDO SEVILLA. EXCÉLSIOR
CIUDAD DE MÉXICO.
Desde el comienzo de su carrera, Camilo José Cela desprecia los valores estéticos de la literatura española. No hay momento en que el autor —cuyo centenario de nacimiento está en puerta (11 de mayo de 1916)— se canse de ironizar sobre el “iberismo” español. Sin ser propiamente un crítico cultural, el vituperio y la divergencia son sus sellos. Su opinión, ya sea por estentórea y provocativa o por fustigadora e independiente, tuvo gran peso en su carrera.
En el catálogo de sus logros —además de haber conseguido el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1987, el Nobel de literatura en 1989, el Cervantes en 1995— sobresale la fundación de una revista que editó durante 23 años consecutivos, Papeles de Son Armadans, y la constitución, en 1956, de la editorial Alfaguara.
Eso aparte, pocos ignoran que La familia de Pascual Duarte condensa lo mejor del genio de Cela. La novela se inserta en una corriente literaria llamada tremendismo, caracterizado por una especial aspereza en la exposición de la trama. El movimiento no es original, claro. Antes de Cela lo habían practicado Tomás Borrás y Francisco de Cossío. Se trata del realismo español remozado. En todo caso, lo interesante es cómo Cela —pasando por La Celestina, la picaresca, Quevedo y los esperpentos de Valle Inclán— consigue tejer su potente madeja literaria. Así, el bajo fondo social, el lenguaje avinagrado, la epopeya del hambre, la ironía encarnizada, el sarcasmo mustio, el claroscuro violento, son esenciales en esa España provinciana y atroz que, como pocos, narró Cela ahí.
Nada nuevo, se dirá, tratándose de un hombre que bebió su elíxir literario, principalmente, en la picaresca. Pero Cela es más que eso. Como todo artista, es una encrucijada de influencias, y también ensaya algo de filosofía existencial y bastante de técnica inglesa y estadunidense. En La familia de Pascual Duarte, el influjo de la novela picaresca es deliberado y el autor es consciente de eso. El ritmo rápido y desenfadado de la narración, el lenguaje castizo, los giros populares que nunca lo rebajan, sino lo elevan, poseen cierto regusto de los clásicos del género: El Lazarillo, La vida del Buscón. Y Cela nunca lo negó.
Sobre la influencia existencialista cabrían más dudas. No es fácil sostener que en 1941 Cela conociera a fondo esta tendencia filosófica. La divulgación de las novelas de Sartre y Camus en España es posterior. No obstante, antes de los héroes existencialistas, en el ambiente español ya había una gran inclinación hacia la filosofía del desencanto, tal como se observa en Unamuno y Baroja, que abrevaron de Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche.
Es natural; las ruinas de la Guerra Civil española y las perspectivas futuras, que terminaron enfangadas en las aguas del desencanto, crearon su propia atmósfera de hastío. Así, no sería inexacto hablar de cierto nihilismo y angustia en el espíritu español de la época. En aquél periodo se planteó una revisión de todos los valores, un juicio crítico de lo humano y lo divino, cuyo balance nunca fue positivo. Ese aire —común en toda Europa— es el que respiraron Cela y Sartre. No es una influencia concreta, sino una atmósfera convencional. No es casual que el existencialismo francés, el neorrealismo italiano y el tremendismo español aparezcan casi al mismo tiempo.
En cuanto a la elaboración de su discurso, algunos procedimientos estilísticos como la retrospección, el diálogo entrecortado, la acérrima tendencia a las descripciones, denuncian su cercanía con la novela de EU. Y si vamos lejos con esto, Cela parece prefigurar al Faulkner de Santuario.
Curiosamente, aunque La familia de Pascual Duarte es una novela de ideas, también exhala populismo. No es tanto la picaresca lo que en ella sobrevive, sino ese antiguo fatalismo español —donde se conjugan raíces ibéricas: circunspección senequista, estoicismo cristiano, Islam arábigo y ésa obsesión por salvaguardar la honra— lo que impera en sus páginas.
En términos sucintos, la novela cuenta la historia de un labrador de Torremejía badajoceña, en Extremadura —quizá hasta ese momento la región más pobre de España—, quien comete una proverbial cadena de crímenes empujado por una oscura fatalidad que nunca se sabe bien de dónde proviene. Pascual hiere a un hombre, mata a otro y al cabo concluye por asesinar brutalmente a su propia madre. La escena se describe con una violencia que, hasta entonces, resulta infrecuente en la literatura española.
Ni el tema ni los pormenores sitúan la narración en un año específico. El localismo hace pensar que podría ocurrir en cualquier lugar del mundo. En todo caso, Cela consigue guiar la anécdota lejos de su esfera anodina y la convierte en una de las obras más destacadas del imaginario hispano. A un siglo del nacimiento de “El bronco Cela”, como lo llamó Paco Umbral, valdría la pena retomar su obra comenzando con esta corrosiva novela.