Mario García Bartual. Algarabía
La ciencia es fiable, pero no infalible. Ésta se ha convertido en la depositaria del rigor y la objetividad, y los investigadores parecen dedicarse a ella con abnegada devoción.
Pero los científicos son seres humanos con virtudes y defectos, y su trabajo, como el de tantos otros profesionistas, está sujeto a presiones de productividad y prestigio social. Como resultado, la investigación científica no está a salvo de escándalos y fraudes.
Algunos casos se han vuelto célebres, como la falsificación del cráneo de Piltdown, que tuvo confundidos a los antropólogos durante décadas. Pero la mayoría no trasciende el mundo de los eruditos y apenas aparece en los diarios.
En 1912, un obrero de Piltdown —un pueblo de Sussex, Inglaterra— encontró unos restos óseos y los entregó a los paleontólogos Charles Dawson y Smith Woodward. Sin mayores análisis, la prensa afirmó que probablemente se trataba del «eslabón perdido». Al tiempo, se descubrió el fraude: los huesos craneanos habían pertenecido a un orangután, a un mono y a un humano.
En 1912, un obrero de Piltdown —un pueblo de Sussex, Inglaterra— encontró unos restos óseos y los entregó a los paleontólogos Charles Dawson y Smith Woodward. Sin mayores análisis, la prensa afirmó que probablemente se trataba del «eslabón perdido». Al tiempo, se descubrió el fraude: los huesos craneanos habían pertenecido a un orangután, a un mono y a un humano.
Han existido científicos que mintieron por venganza o para desacreditar a sus oponentes. Otros aspiran a ganar dinero orquestando un burdo engaño. Pero a veces el problema reside en la fiabilidad de los datos. Actualmente la competitividad es muy alta y los investigadores se ven obligados a publicar sus resultados en trabajos muy breves, en los que los datos elegidos deben resultar muy coherentes. Aunque un artículo sea interesante, si no está del todo sustentado, es probable que no se publique. Esta presión puede incitar a ciertos investigadores a ocultar o pasar por alto aquellos resultados que no confirmen sus hipótesis.
Por otra parte, quien consigue prestigio científico internacional obtiene también fama, influencia y dinero: tres poderosas tentaciones.
¿Es, por tanto, el fraude científico el resultado de la acción malintencionada de unos pocos investigadores corruptos?
Para Orase Freeland Judson, periodista e historiador de la ciencia, no es así. La comunidad científica propugna su autonomía y la capacidad de autorregulación como condición indispensable para el progreso investigador. Se supone que cualquier irregularidad puede ser detectada y corregida por su propia dinámica interna.
Sin embargo, para Judson ahí reside el núcleo del error. Según él, si no existe un organismo regulador externo y autónomo que vigile el secretismo y los privilegios, siempre habrá abusos de poder, conspiraciones e, incluso, delitos. Veamos algunos ejemplos notables:
1951: Los genes ficticios del alga
Ahora casi nadie recuerda al biólogo alemán Franz Moewus (1908-1959). Sin embargo, en los años 50, sus experimentos con el alga verde unicelular Chlamydomonas eugametos fueron considerados la contribución más importante hasta entonces en los campos de la genética y la biología molecular. En un simposio celebrado en el prestigioso laboratorio de Cold Spring Harbour, Nueva York, en 1951, se le homenajeó como a un auténtico pionero de la investigación genética.
Pero un año después se detectaron numerosas incoherencias.
Los especialistas en biología molecular descubrieron que sus estudios eran un fantástico embuste. El alemán se había sacado de la manga una complejísima cadena de hormonas, controles genéticos y rutas bioquímicas que parecían reales y totalmente coherentes, pero que resultaron ser pura invención.
1971: Cavernícolas en pantalón vaquero
Ese año se halló una tribu aislada en una zona remota del bosque tropical filipino. Se componía de 26 individuos que, según se afirmó, vivían en la edad de piedra. Subsistían comiendo renacuajos, cangrejos, ñames —raíces silvestres— y médula de palma. A excepción de unos taparrabos hechos de hojas, vivían totalmente desnudos en cuevas y se suponía que no habían tenido ningún contacto con el exterior. Muchos antropólogos quedaron encantados con el hallazgo.
Los tasaday no conocían las armas, en su idioma no existía la palabra guerra y no practicaban la agricultura.
Eran la mismísima encarnación del mito del «buen salvaje», que no había sido corrompido por la modernidad. John Nance, un reportero de Associated Press, difundió el descubrimiento. Un alto funcionario del gobierno filipino llamado Manuel Elizalde, por entonces director de la Oficina de Ayuda Presidencial a las Minorías Nacionales —Panamin—, se apresuró a organizar expediciones de científicos y periodistas. Entre ellos había un equipo de la National Geographic, que dedicó una portada a los tasaday en 1972. Durante doce años, los miembros de esta tribu se convirtieron en materia prima para los seminarios universitarios de todo el mundo.
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Pero un mes después de la caída del régimen del general Ferdinando Marcos, el periodista suizo Oswald Iten formó equipo con un reportero local y se adentró en la reserva. Para su sorpresa, descubrieron que los tasaday llevaban pantalones de mezclilla, camiseta, y vivían en las cabañas tradicionales de la zona.
Cuando les mostraron las revistas donde aparecían con taparrabos, rompieron a reír y reconocieron que todo había sido un montaje.
Según afirmaron, Elizalde les prometió ayudas económicas y protección gubernamental si se desnudaban y fingían ser un pueblo primitivo. Pero el político ya no estaba en Filipinas para rebatir sus acusaciones. Huyó del país en 1983, llevándose 35 millones de dólares de los fondos de la Panamin y, según parece, algunas muchachas de la «tribu».
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