JIMENA SÁNCHEZ GÁMEZ. MÉXICO DESCONOCIDO
Antes de que un plato sea servido, existe un camino. Nosotros lo recorrimos junto con el chef Francisco Molina (de Evoka) para elegir los mejores ingredientes "de manos de la tierra".
La cocina de Tlaxcala proviene de un mundo vertical. En silencio, suben de la tierra los quelites, los hongos, las guías de calabaza, el amaranto, el maíz y los magueyes. De sus líneas de todos tamaños la gente ha aprendido a sacar provecho. Un cocinero, Francisco Molina, nos invitó a mirar de cerca cómo se transforma el mutismo de la naturaleza.
Los ingredientes
Los hongos solo conocen lo pequeño, lo cercano al suelo, lo inmediato. Aparecen en la espesura sin aviso, así que saben, mejor que nadie, del desorden de los ocotales. A veces toman por palacios troncos olvidados, y su tiempo está hecho de humedad. No tienen cómo imaginar el mundo arriba, en las copas de los pinos, o allá lejos, en las nubes encima de un gigante como La Malinche. Para recolectarlos, hay que pasear las manos sobre la hojarasca, acercar la propia existencia a la que hay en las cortezas. La última vez que me crucé con ellos, los improvisados habitantes del bosque, fue en el Cerro Cuatlapanga, en San José Teacalco. Habíamos ido en busca de hongos comestibles como lo han hecho siempre los tlaxcaltecas: dentro del perímetro que cae bajo el embrujo de La Malinche, su querido volcán. No es tarea fácil la de distinguirlos: se necesita aquel conocimiento empírico que solo los locales poseen. Nuestros guías, por eso, eran don Abraham, campesino y trapichero que todo sabe sobre las cosas al aire libre; y don Galo, un hombre de fe en las plantas medicinales. Estaba también Francisco Molina, el chef que iba a mostrarnos de qué está hecha la cocina de su tierra.
Llenamos los cestos con hongos amarillos y blancos, con xoletes, alguna escobeta y un enorme pante, ese hongo que crece debajo del zacate. Nos encontramos con el perfumado anís de monte; arrancamos también mosoquelites, hierbas que, vueltas té, ayudan a la memoria para no dejar ir lo importante. Me hubiera dado a la tarea de buscar más de esas, pues había otras maravillas en nuestro cargamento silvestre que ahora ya no recuerdo. Después de andar entre árboles, regresamos a campo abierto para tomar pulque en casa de don Abraham. Los magueyes estiraban sus espigas no muy lejos de ahí. Cerca crecían el maíz y el amaranto, jugaban a retorcerse en el suelo las guías de calabaza y una canasta con xoconostles recién cortados esperaba ser llevada por nosotros. Lo que nos rodeaba, lo que bebíamos, lo que habíamos en la maleza encontrado, era el principio de la gastronomía de Tlaxcala.
Las manos
Con las manos llenas y nuestro amigo chef por compañía, nos despedimos del par de hombres que nos enseñaron a descifrar, por un momento, el lenguaje de las hojas. Nos dirigimos hacia Huamantla. Ahí, en uno de los jardines de la antigua Hacienda Santa Bárbara -donde habríamos de pasar la noche-, Paco Molina cocinó para nosotros entre alzados pastos y muros llenos de años. Lo que preparó primero fue un aguachile de camarones; la cercanía con Veracruz hace que en Tlaxcala los mariscos no sean extraños. Limones y xoconostles se encargaron de darle acidez al plato, en cambio el pulque y la miel de maguey le otorgaron el equilibrio dulce necesario. Granos de maíz hervido y aguacate criollo fueron agregados después, también sandía y rábanos verdes. Quedaron para el final, el delicado sabor de las hierbas de la montaña y la mayonesa de acocil (un camaroncito de río que al chef le gusta hacer polvo). El resultado era un día fresco llenando los labios.
El segundo platillo que nuestros entonces contentos paladares probaron era, tenía que ser, un mole. No hay cocina tlaxcalteca en la que no se elaboren moles y texmoles, ni recetas regionales que no confíen en la masa de maíz para espesarlos. Paco utilizó esa vez amaranto con el mismo propósito y se valió del tequesquite (sal mineral que contiene arcilla) como condimento. Sacó entonces los hongos que cerca de La Malinche encontramos, y prendió una fogata para asarlos, para ahumarlo todo: una pechuga de guajolote, chiles mulatos, jitomates, semillas de cilantro. Ajo, epazote y romero terminaron por llenar de sutilezas aquel guisado.
“Ahora es cuestión de tiempo”, dijo el cocinero mientras aguardábamos junto a los leños encendidos el momento en que el mole estuviera listo. El cielo sobre nosotros no tenía interrupciones, estaba liso y azul, cubría nuestra espera y el movimiento en las cercanas habitaciones de la hacienda. Regresé la mirada hacia el rostro del chef: el sol lo esclarecía. “Hay que darle espacio a los ingredientes para que suelten lo que tienen que decirse, por eso importa el recipiente en que son puestos a dialogar. A mí me gusta usar, para escucharlos, el barro”, nos aseguraba con una cuchara de madera en la mano que a ratos hacía resonar contra la olla en la lumbre.
Esa misma imagen cambió las cosas para nuestro amigo cuando era niño. Su abuela fue cocinera de hacendados. Hacía quesos y embutidos en sus ratos libres. Paco vivió con ella algunos años. La veía vagar entre sartenes, envuelta en un mandil de desdibujadas flores, ejecutando recetas sin descanso: mole de olla con espinazo y xoletes, texmole de chito con quintoniles, mixiotes de pato en adobo, ayocotes caldosos. Había algo de magia en todo eso. Pero lo mejor, al parecer, no estaba en lo salado. Su infancia olía a dulce de calabaza, dice, a coco, a atole de guayaba. Ahora es él quien se encarga de crear aromas, de elaborar pan de pulque por el puro contento de olerlo mientras el horno le da forma.
Habíamos sacado a Paco Molina de su restaurante, Evoka, para que cocinara al aire libre las cosas por nosotros mismos recaudadas. Una sensación de privilegio acompañaba la escena. Ese día, en nuestro pequeño banquete exterior, entendí: los ingredientes no brillan por sí solos en cualquier cazuela. Son las manos, la memoria que hay en las manos, la que transforma esos regalos de la naturaleza en tradiciones. Hay quienes se dedican a recrearlas, otros prefieren transformarlas.
Las cazuelas
“Para eso está el pasado”, nos decía Francisco Molina, “para revisitarlo a veces y otras tantas para jugar con él”. Nuestro chef se inclina por lo segundo. Su restaurante de manteles blancos e interminables frascos de mezcal, es el laboratorio donde las bien probadas recetas tlaxcaltecas adquieren un nuevo designio: el de provocar. Trabaja con productos del estado, hace sus compras en el mercado alternativo de Apizaco. Se vale de los mismos ingredientes que quizá su abuela utilizó -maíz y maguey, hongos y quelites, frutos del bosque-, pero los hace arrojar sabores nuevos, distintos.
Un día después de nuestro experimento en la Hacienda Santa Bárbara, la noche nos encontró sentados en una mesa del restaurante Evoka, en el centro de Apizaco. Supimos entonces a qué sabe el volcán de escamoles con puré de frijol orgánico, hongos de La Malinche y queso artesanal. Ordenamos el mixiote de robalo en mole de matuma y hierbas a la mantequilla; y decidimos no olvidar nunca las enmoladas de pato con mole prieto, crema de plátano macho y almendras tostadas. Había una nueva y emocionante Tlaxcala en el menú de Paco.
Un tamal de chocolate con puré de piña rostizada y helado de maíz nixtamalizado, formó parte de la despedida. Nos íbamos ya de la tierra de los toreros y las tortas de chalupa.
Pero si pudimos apreciar lo que en Evoka ocurre, es porque antes de dirigirnos a Apizaco hicimos escala para almorzar en otra parte de Huamantla, en la Hacienda Soltepec. Ahí, todos los sábados y domingos por la mañana, vuelven a la vida los guisos que a las costumbres tlaxcaltecas pertenecen. Igual que Santa Bárbara, Soltepec es un hotel. En este último hay un museo del pulque y los huéspedes pueden entretenerse con paseos a caballo o en globo aerostático. Solo que la cocina, con su larga barra cubierta de azulejos, era -y debe serlo para cualquiera- nuestro principal motivo para acudir a ese lugar. Una procesión de cazuelas de barro adorna la barra. Hierven en su interior recetas antiguas.
Ahí, bajo minúsculas nubes de vapor, nos encontramos con el peculiar chilpoposo -un mole hecho a base de charales-, lengua almendrada y texmole de huitlacoche -el platillo original es con carne de chito, calabacitas, flores, guías y bolitas de masa-. Dos tesoros más descubrimos en las cazuelas: el mole prieto y el mole de matuma o de ladrillo, esos que después probamos modificados por Francisco Molina. Los dos son platillos de mayordomías, concebidos para celebrar. El primero se elabora en Santa Ana Chiautempan durante la Pascua, el segundo es de Ixtenco y sirve para conmemorar el día de San Juan. El prieto se hace con carne de cerdo, lleva chipotle meco tostado, se espesa con nixtamal. El de matuma está hecho, en cambio, con carne de res, masa, chile guajillo, clavo, canela y semillas de cilantro. En cualquiera de los dos se esconde, a cucharadas, una fiesta tlaxcalteca. En eso terminan los ingredientes. Dejan de ser solo ellos mismos y se convierten en otra cosa, en un motivo. Ya guisados, se vuelven recuerdos. Tal vez dejan el silencio de la tierra para hacerse ofrendas. O son entonces los gestos, las expresiones de alguien. Y si pasa mucho tiempo, si las recetas para hacerlos hablar se conservan o reutilizan, acaban por reunir el sabor todo de un pueblo.
Dónde dormir
Hacienda Soltepec
Carretera Huamantla-Puebla Km 3.
Tel. 01 (247) 472 1466
haciendasoltepec.com
Dónde comer
Evoka
2 de abril No. 1022, Centro Apizaco, Tlaxcala.
Tel. 01 (241) 113 1949
evoka.com.mx
Cómo llegar
Son 140 kilómetros desde la Ciudad de México hasta Apizaco, Tlaxcala, por la autopista núm. 150 D.