Este martes se cumplen 30 años de que falleció el escritor y periodista mexicano, cuya poesía siempre era un juego de versificación antisolemne y muchas veces procaz
RAFAEL MIRANDA BELLO/ESPECIAL. Excélsior
Foto: Leduc, durante una manifestación del magisterio, el 9 de agosto de 1960.
CIUDAD DE MÉXICO.
Enemigo tenaz de la cursilería y el lenguaje encorsetado, Renato Leduc, el hombre de pluma y de porvenir color permanganato a quien no le complacía que lo tildaran de bohemio, murió hace tres décadas en Tepepan, Xochimilco, el 2 de agosto de 1986. “Yo toda mi vida he trabajado, escribo para seis periódicos, ¡carajo!, ¿bohemio? ¡Una chingada!”, dijo a la escritora Oralba Castillo, el gran conversador de verbo perdurable que mantuvo singulares tratos –de feliz y caldeada procacidad– con las palabras. Algunos de sus poemas, más allá de ser “simples pendejadas de juventud”, como él mismo llegó a definirlos, dieron al traste con la parafernalia artepurista de su época, y también, así lo señala el escritor Enrique Serna en el artículo Renato Leduc: el pase del desdén, es significativo el hecho de que a pesar de “su inconsistencia tonal (...) muchas veces la irrupción del ruido en mitad de la sinfonía y el zigzagueo burlón entre el prosaísmo y la metáfora suntuosa confieren a su poesía una vigencia contracultural que seguramente deslumbrará a muchos lectores jóvenes”.
CORRERÍAS LÍRICAS
Hijo de Amalia López y del escritor modernista Alberto Leduc, nació en Tlalpan, DF, el 15 de noviembre de 1897. En la adolescencia perdió a su padre y, en su calidad de primogénito, tuvo que contribuir al sostenimiento de su familia con un jornal de empleado de la MEXLIGHT. El torbellino de la Revolución lo lanzó a las filas de los insurrectos —ahí conoció a John Reed, autor del reportaje Los diez días que estremecieron al mundo—, y aprendió el verbo de la tropa durante el tiempo que anduvo como telegrafista de la División del Norte, “cuya rienda sujetaba con firmeza Pancho Villa”, y lo condimentó con la lectura de los clásicos y la intensa herencia que bebió de López Velarde y Luis Carlos López, pero sobre todo de Rubén Darío. Al apagarse el conflicto armado regresó a la capital e hizo estudios inconclusos de derecho en la Facultad de Jurisprudencia. Más tarde, al amparo de la experiencia fermentada, redondearía algunos versos acerca de uno de los figurones de dicha profesión: “El señor magistrado expedita expedientes/con criterio cretino pero afilados dientes.../ Se delibera en pleno –senténciase en privado/para halagar al rico y fregar al fregado (...) ¿Dónde está la Justicia...? Debajo de una mesa/contempla al magistrado que eructa y que bosteza”.
Con la tragedia poética Prometeo sifilítico —que hasta su publicación oficial en 1934 había circulado mecanografiada en copias clandestinas— intentó ahogar los bostezos que provocaba el Prometeo encadenado de Vasconcelos, pero cuando un compañero de estudios estimó —luego de leer ese drama en el que Prometeo roba los trucos eróticos a los dioses y en castigo le amputan el pene— que Leduc estaba listo para ser un escritor deveras, el autor de El aula, etc. (1924) no se mordió la lengua al afirmar: “escribir en serio es fácil, el chiste es hacerlo en pitorreo (...) Mira, yo admiro más a un ciclista acróbata que a uno que sea campeón de carretera”. Publicó Unos cuantos sonetos que su autor tiene el gusto de dedicar a las amigas y amigos que adentro se verá (1932), y Algunos poemas deliberadamente románticos y un prólogo en cierto modo innecesario (1933); además del texto narrativo Los banquetes (1932), al que puso el subtítulo de Quasinovela, y la novela más en regla El corsario beige (1940).
Trabajó como burócrata de menos de medio pelo en la embajada mexicana en París y se casó con la pintora surrealista Leonora Carrington, para ayudarla a quedar fuera del alcance de las zarpas nazis que esculcaban Europa en busca de enemigos. Al volver a México se sumergió en el absorbente ambiente del periodismo de la época, y se fue alejando de la escritura de poesía y ficción, aunque alguna vez contó que hubiera preferido ser novelista, y en otra, se lamentó de no haber sido torero; pero todavía publicó un par de plaquettes con algunos poemas que provenían de textos periodísticos: XV fabulillas de animales, niños y espantos (1957) y Catorce poemas burocráticos y un corrido reaccionario, para solaz y esparcimiento de las clases económicamente débiles (1963), con los que se jubiló, sin vuelta de hoja, de sus correrías líricas.
VOCACIÓN LÚDICA
“En Leduc la devoción por la musicalidad del idioma se enlaza con la (genuina) indiferencia por el prestigio, y el desdén hacia el tótem cultural de su infancia y adolescencia, el Poeta, con las mayúsculas de obligación”, escribe Carlos Monsiváis en el prólogo al que tituló No sé qué carajos hago en el Olimpo, que presenta la Obra literaria del compositor del popular soneto Tiempo –al que él mismo consideraba un “banal ejercicio de retórica”–, compilada por la investigadora Edith Negrín, y en el que Monsiváis también señala: “Según Leduc, el crimen sin remisión es profesionalizarse, hacer literatura con horario. Esto encarcela los dones naturales, burocratiza el impulso adquirido, le imprime características fatales a la vocación lúdica”.
Pero basta con citar la parte final de la Moraleja de todo esto o séase la manera como, a juicio del autor, ha de estarse el hombre de buen vivir y savoir faire..., que forma parte de Breve glosa al Libro de buen amor (1939), para entrar al juego de versificación antisolemne y lenguaraz de Leduc: “Como el joven altivo pero bajo/cuya bifronte idiosincrasia estriba/en darle por detrás a los de abajo/y ofrecer el trasero a los de arriba./ O como el jubiloso campanero/que con igual fervor mueve el badajo/en la boda, el bautizo y el postrero/instante en que nos vamos al carajo./ Un ojo al gato y otro al garabato/armado el brinco y las pisadas lentas/cuando nos llegue el doloroso rato/de hacer las cuentas.../ Pues el que canta sin firmar contrato/ay de él.../y, ay del que tiene que vender barato/la tibia leche y la dorada miel...” Así los versos, también da gusto recordar el colofón del discurso que improvisó en el homenaje que recibió a sus ochenta años: “Y les agradezco su presencia porque de seguro me aprecian, si no para qué chingados vienen, como decía mi coronel Zararay. Y ya saben, una vez muerto, soy cabrón si me meneo”. Una vehemente invitación para leerlo.
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