Algarabía
Karla Covarrubias Molina
El Moulin Rouge de París es impensable sin sus carteles. Todo el espíritu de la belle époque parisina fue capturado por sus pinceles; también los barrios, circos y prostíbulos. Lautrec fue el artista bohemio que se convirtió en un grande, con apenas metro y medio de estatura.
Monstruoso, vulgar y aburrido. Excéntrico. Chocante. Las primeras críticas que el mundo hizo a su trabajo no fueron en absoluto agradables. Pero al final, la historia les dio la vuelta. Maurice Joyant —su promotor y uno de sus biógrafos más destacados— cuenta que una de sus primeras exposiciones, en la Goupil Gallery, fue visitada por tan poca gente el día de la inauguración, que el artista, aburrido, se sentó en un sillón y se quedó dormido en medio de la sala.
A más de 150 años de su nacimiento, su obra forma parte de museos como el Louvre y el d’Orsay, en París; el Museo de Arte Moderno, en Nueva York; y por supuesto también del que su madre, la condesa Adèle de Tapié de Celeyran, erigió en su nombre: el Museo Toulouse-Lautrec, en Albi.
De cuna noble
Henri Marie Raymond de Toulouse-Lautrec nació en 1864 justo en un sitio donde nunca llegó a encontrar la verdadera vida: en el interior de un castillo. Su sangre provenía de una familia de reconocida nobleza en el pueblo de Albi, en Francia, y Henri nació una noche entre el 23 y 24 de noviembre, mientras su padre se encontraba ausente.
Aunque el conde y la condesa eran primos, Henri no presentó al nacer complicaciones biológicas ni taras evidentes.
Sin embargo, a los catorce años sufrió dos desafortunadas fracturas que descubrieron una calcificación deficiente que lo marcaría de por vida. No llegó a medir más de 1.52 metros. La llamada picnodistosis
el primer caso reconocido en la historia médica— le obligó a mantenerse en silla de ruedas y a redescubrirse en la pintura.
«El tronco, que era el de un hombre de estatura normal —escribiría años después Thadée Natanson— parecía haber aplastado, con su peso y el de la gran cabeza, las cortas piernas que apuntaban por debajo
Quizá por esta razón, carismático y sensible como era, Henri tuvo hasta el último de sus días, una mirada acuosa, herida e insatisfecha.
Lo bello, lo verdadero
Fue debido a esos accidentes que comenzó a pintar óleos, primero, sobre el ambiente de la caza —constantemente caballos, bajo la enseñanza de René Princeteau, un amigo de su padre— y luego, realizó sus primeros retratos, centrándose en las mujeres que tenía más cerca: las criadas del castillo y su madre —aunque sus primeras obras fueron apenas un esbozo del estilo y la expresividad que demostraría posteriormente, entre las marcadas líneas de sus cuadros.
A pesar de la inconformidad de sus padres, en 1884, Lautrec emprendió una vida a su modo, en un lugar donde, según él, se encontraba la «vida real»: el barrio parisino de Montmartre —entonces pobre, pero colorido—, que era el espacio para el arte y la bohemia, y semillero de artistas como Vincent van Gogh, Pierre Auguste Renoir y Edgar Degas
Algunas teorías explican que su decisión de emigrar escondía en realidad una voluntad de dominio y distinción, siempre posible en medio de tanta miseria, a pesar de la incapacidad que le afligía; otras aseguran que huyó de la sobreprotección de su madre.
Cualquiera que hubiera sido su motivación, era evidente que Lautrec poseía una sensibilidad innata para descubrir la esencia de las cosas. Tal virtud le permitió apreciar sin dificultad lo que se mostraba desnudo ante sus ojos, y liberarlo hacia el pincel, el pastel o el gouache
con la agudeza suficiente para retratar el nuevo ritmo vertiginoso de lo urbano.
En Montmartre alternó su residencia entre el taller de Ferdinand Cormon y los burdeles, y aprendió que el vino blanco era su mejor arma contra el sueño. Pasaba noches enteras sin dormir, intentando pintar el cuadro que lo convertiría en un Miguel Ángel; tenía apenas 20 años cuando sorprendió a Émile Bernard y a Van Gogh con la chispa de sus trazos.