Esos lugares, llenos de encanto, son el perfecto acercamiento a la cocina de madres y abuelas. Sobre todo, si descubres por primera vez México al plato.
La escena gastronómica de México es una de las más grandes que he observado y probado. En una ciudad como la CDMX, y en un país como éste, elegir dónde comer cada día no es tarea fácil. No porque algo no esté rico, al contrario, más bien es que uno no sabe por dónde comenzar a comerse México.
Cuando eres periodista gastronómico o de estilo de vida, todo el mundo cree que tu vida transcurre entre manteles largos, chefs de altura, lujos, primicias y platos en los que las técnicas conviven con la imaginación. Negarlo sería imposible, claro, además de cínico, porque es cierto que los periodistas que nos movemos en esos rumbos, somos afortunados de poder experimentar viajes y comidas de ensueño.
Lo que pocos saben, o ven, o quieren entender, más allá de las redes sociales en las que volcamos toda una galería de imágenes idílicas, es que hay una cara b, una vida fuera de los focos. En mi caso, esa otra vida es la que más me gusta, porque soy una amante incondicional de lo popular y, porque ahí es donde en realidad somos quienes somos sin poses.
Por eso amo las fonditas. Creo que son un lugar obligado en nuestro día a día, ya que cuando te sientas en una de ella, regresas a ser quien eres. Imagino que si a mí, que no soy mexicana me ocurre, a ustedes les pasará mucho más. Las fonditas tienen ese encanto especial de casa, de estar cerca de la familia, de las cocinas donde madres y abuelas, generación tras generación, comparten las recetas para que no se pierdan los sabores del México más tradicional.
Les voy a confesar una cosa: la primera fondita en la que me senté a comer esos tres tiempos maravillosos de comida corrida, acompañados de agua fresca, fue dentro del Mercado de Sonora. Casi recién llegada a la ciudad, pasaba mis días descubriendo rincones, empapándome de un entorno totalmente desconocido y me encaminé un día a dicho mercado, del que otro día hablaremos. Allí, en su interior, en un pequeño patio rodeado de tiendas llenas de objetos esotéricos, había un pequeño local, sencillo pero lleno. Siempre dicen que para saber si la comida de un lugar es buena, hay que fijarse en cuánta gente espera para comerla. La señora que me atendió, tenía esa energía clásica de hospitalidad que encuentras en las fonditas: una sonrisa cálida, una piel curtida y unas manos llenas de saber.
Mi primera vez
No sabía bien cómo había que ordenar, recuerden que era mi primera vez, y ella me explicó atentamente cómo debía hacerlo. “Señorita, puede elegir consomé o sopa de fideo, después ensalada o arroz y alguno de estos guisados del día”. Mientras trataba de saber qué serían algunos de esos platillos –ya me daba algo de vergüenza volver a preguntar qué eran algunas cosas– y de elegir qué y cómo. El agua de tamarindo, también nueva para mí, me ayudaba a tener las cosas un poco más claras. ¡No saben lo que me costó entender qué era un huarache!
No me arriesgué –lo confieso también– y elegí una pechuga asada como tercer tiempo. El miedo al picante estaba, y sigue estando, como les comentaba en la pasada entrada de #Pásele. Por eso, para ser la primera vez, decidí ser menos kamikaze de lo habitual y ordenar una comida corrida un poco a la española.
Cuando pensé que ya se había terminado todo, me trajeron un poquito de gelatina, ¡y todo por 30 pesos! Poco a poco descubrí que me fue bien, porque no siempre hay postre en la comida corrida. Puede que te toque gelatina, puede que un Bocadín, o un Mamut, quizás un Carlos V y hasta una paleta de manita. Todos grandes descubrimientos culposos.
Ese día mientras comía, sentada en una mesa sencilla, observaba los movimientos de todo el mundo (y ellos me observaban a mí imagino que pensando “¿y ésta de dónde habrá salido?”). Desde ese día regreso una y otra vez a las fonditas mexicanas y sigo observando: aquí todo el mundo se sienta a la mesa, da igual la fondita que sea, no importa el lugar donde esté.
En ellas encontré mis aliadas para comer rico, comer bien, comer barato y no tener que cocinar para mí sola. Las fonditas son mi madre en esta tierra, son el lugar en el que puedo tomar un consomé caliente cuando me siento enferma. Son una especie de refugio en el que ya me conocen (siempre voy a las mismas) y donde me siento un poco menos sola en esta megalópolis.
Así que, si algún extranjero como yo todavía no se ha sentado en una fondita, que lo haga. No se asusten con tanto plato, sólo déjense llevar por las señoras que atentamente les dicen “Pásele”; puede que sea un lugar sencillo, pero lo que ahí dentro les van a ofrecer es todo lo que tienen. Y la comida, ayer, hoy y siempre, es mucho más que todo.