Por Gustavo Ogarrio. La Jornada
Hay ocasiones en que el “pasado” nos ofrece ciertas pruebas enigmáticas de su posible actualidad, a pesar de esta superstición de modernidad que casi nos obliga a asumir que todo legado humanista o tradición crítica deben ser superados por el llamado “pensamiento único” o por teorías que se autonombran como las únicas capaces de configurar una crítica al sistema capitalista en su momento actual. Algo así parece que ocurre con el humanismo en América Latina. ¿Es el humanismo americano una mimesis de larga duración del humanismo europeo y, por lo tanto, está condenado a reproducir su matriz antropocéntrica, racionalista, individualista y autoritaria? ¿O es el humanismo latinoamericano una reconfiguración crítica del eurocentrismo colonizador que niega trágicamente su propio origen?
El humanismo crítico en América: en el comienzo fue un sermón
Hace más de cinco siglos, en el año 1501, un sermón de Fray Antonio de Montesinos, que junto con un grupo de dominicos había llegado a La Española en los inicios de la colonización de América, se va transformar en el símbolo de un naciente humanismo crítico. El discurso de Montesinos es una respuesta enfática a la destrucción de los colonizadores, una interrogación que sería el eje de una política de resistencia jurídica de larga duración contra ciertas nociones hegemónicas de justicia.Montesinos pregunta: “¿No son éstos acaso hombres?” Y esta pregunta se transforma en la defensa de la humanidad de los “aborígenes”, así como en un programa de reconstrucción humanista y en un anclaje de la memoria crítica ante las consecuencias de la conquista y de la colonización. Es necesario recordar una de las polémicas que fue resultado de la pregunta de Montesinos y que marcó la manera en que se comprendería la cuestión del despojo colonial y la explotación indígena: la polémica que sostuvieron Bartolomé de las Casas –defensor de una vía pacífica y del reconocimiento pleno de la humanidad y racionalidad indígenas– y Juan Ginés de Sepúlveda –quien veía en la fuerza colonial y en el uso de la violencia imperial un método legítimo de dominación religiosa–, los cuales debatieron sobre la estrategia de evangelización que se tendría que seguir con los pueblos indígenas. Montesinos y los dominicos de La Española son quizás los primeros que comprenden como una necesidad la reformulación tanto del concepto como de la práctica de la justicia, es decir, de discutir una visión humanista que tenía como punto de partida a sujetos violentados y escindidos por los efectos de la conquista, esa colonización que se jugaba en las orillas de la visión dominante y de la defensa de la humanidad indígena.
Bartolomé de las Casas fue heredero del espíritu humanista de Montesinos. Francisco Fernández Buey, luego de advertir sobre el desencuentro y la incomprensión que en España se produce con la obra de las Casas, puntualiza sobre su legado filosófico y cultural: “las Casas contribuyó a destruir la falacia naturalista de la cultura europea sobre las otras culturas... pone ante el espejo a la propia cultura y se atreve a argumentar la autocrítica de la misma, precisamente frente al etnocentrismo y al racismo que han acompañado históricamente al pensamiento humanista e ilustrado.”
Frei Betto, escritor y teólogo brasileño, también ha propuesto una serie de preguntas a propósito de la interrogación principal del discurso de Montesinos, las cuales actualizan y hacen presente esta dimensión problemática del pasado: “¿Por qué la teología europea parece hoy tan estéril? ¿Qué visión crítica expresa acerca de la sociedad neoliberal? ¿Cuál es su enfoque profético? ¿Qué futuro desean los cristianos europeos para Europa y para el mundo? ¿El perfeccionamiento del sistema capitalista u ‘otro mundo es posible’? ¿Qué signos se dan hoy de solidaridad efectiva con los pobres de África, de Asia y de América Latina?”
¿Es necesario volver a preguntar hoy cuáles son los efectos del colonialismo moderno en las condiciones de vida de sociedades como la latinoamericana, o podemos prescindir de esta memoria para comprender el mundo global y postmoderno, que hoy incluso nos exige renunciar al metarrelato del humanismo? ¿Es el humanismo latinoamericano una afirmación universal del individuo, o es una reivindicación de la humanidad de aquellos sujetos que permanentemente han sido inferiorizados ya sea por su condición étnica, política, cultural, religiosa e incluso laboral o migratoria?
Otro ejemplo que puede ayudarnos a plantear ciertos problemas que implican una visión crítica, narrativa y humanista del pasado, es sin duda el de la figura de Tezozómoc (h. 1520- h. 1610), quien ha sido identificado culturalmente como el primer sujeto “mestizo” durante el período novohispano. Tezozómoc se enfrenta a un dilema humanista diferente al de Montesinos y las Casas. Como cristiano indígena, con una situación bicultural y bilingüe, Tezozómoc se impone un deber de memoria para emprender la escritura de dos de los testimonios más dramáticos que produce la colonización: su Crónica Mexicana y la Crónica Mexicáyotl relatan sus orígenes biculturales con una memoria náhuatl en perspectiva cristiana. Tezozómoc es descendiente de Moctezuma y sus relatos avanzan bajo una operación cultural de suma complejidad, inscrita desde la llegada de los españoles a tierras americanas y descrita por Martin Lienhard como el “secuestro de la letra escrita por la oralidad”.
Heredero de ese linaje mexica que balbuceó como pudo el origen desaparecido, acaso sus crónicas y sus historias precolombinas prefiguran ya un país para siempre escindido. Hernando de Alvarado Tezozómoc nace en caballo de agua cuando Hernán Cortés ya ha difundido como pólvora milenaria el anuncio de un Nuevo Mundo, el germen de todos los “males” y “bienes” de ultramar, la profecía de los hombres barbudos abriendo el futuro de la cristiandad a golpes de espada. Sus pies macizos y morenos caminaron por los pasillos del Colegio de Santa Cruz en Tlatelolco cuando el fuego de los peninsulares se expandía ya irreversible, tan sólo para que su caligrafía advenediza ampliara el caudal de esa memoria de río, para defender el legado de los que para siempre habían sido despojados del Universo: “...pero nuestros antepasados no habrán muerto en la memoria de los hombres, si consigo dar cuenta de los hechos que los hicieron tan grandes”.
Tezozómoc escribe de rodillas ante una herencia quemada, bifronte, con un pie de gigante invisible puesto en el mejor de sus pasados tenochcas y en esa larga memoria de un nosotros que lo lleva hasta Moctezuma, el último de los magníficos, en esa poderosa lengua de los vencidos que como serpiente se escabulle entre las risas vergonzosas de los conquistadores. Tezozómoc se roba el fuego maldito de la lengua castellana y con ella emprende la contraconquista verbal del pasado: deja en sus crónicas bilingües el esplendor oral de las piedras que hablan, la figura de ese anciano macehual que soñó la destrucción de todos los templos; agua y fuego que mueren ante el humo blanco de los forasteros.
Tezozómoc, el primer pájaro de tinta que tiene el privilegio amargo de describir las ruinas de los vencidos y que acaso, en las palabras que Moctezuma le dijo a Nezahualpilli ante la inminente caída de México- Tenochtitlán, alcanza a condensar todos los miedos del viento: “Y yo, ¿adónde iré, heme de volver pájaro, he de volar o esconderme? ¿Habré de aguantar a lo que sobre nosotros el cielo quisiera hacer?”
¿No es acaso el drama de Tezozómoc un paradigma de este deber de memoria con la propia comunidad en una situación extrema de aniquilación? ¿No es precisamente la estrategia postmoderna del fin de los relatos humanistas y críticos de la modernidad una exigencia de olvido, un obstáculo para las obligaciones y deberes de memoria con nuestras propias comunidades?
Una memoria crítica del humanismo en Nuestra América
¿Cuál es el legado de este humanismo americano, crítico y narrativo, que podemos empuñar para situarnos en el mundo que hoy vivimos? Si, como afirma Jean-Francois Lyotard, el “metarrelato” del humanismo está en crisis terminal, el pensamiento crítico corre el peligro de quedar atrapado en los “juegos del lenguaje” de la condición postmoderna; su criterio para valorarse sería su capacidad para competir en el mercado de las ideas. Sin embargo, todavía es necesaria esa memoria crítica y humanista del colonialismo para colocarnos ante el colonialismo actual, corporativo y transnacional, y para interpretar las violentas políticas antimigratorias, las guerras globales y locales, de prevención antiterrorista o de la apropiación poscolonial de los recursos naturales.¿Cómo distinguir y diferenciar en la producción de pensamiento crítico qué es mercancía y qué no? Quizás sería útil evocar un planteamiento de Adolfo Sánchez Vázquez. Desde el marxismo, Sánchez Vázquez distingue tres momentos en el proceso de constitución de la obra de arte: el momento de la producción, que es el de la creación estética y en el que está presente el mundo como posibilidad libertaria de apropiación y afirmación artística; el momento de su difusión, de su puesta en circulación (el momento del mercado), y el momento de la recepción, el de su interacción con el receptor y que, de alguna manera, completa la obra. Sánchez Vázquez advierte que entre estos tres momentos existe una estrecha relación, pero también un momento de afirmación autónoma del momento mismo de la producción y de la creación de la obra. Sin embargo, siempre está presente el riesgo de una trágica confusión entre el momento de la creación y el del mercado; en esta posibilidad se juega la independencia misma de la obra de arte o, en este caso, la del pensamiento crítico. El pensamiento también ingresa a cierto “mercado” y siempre corre el riesgo de concebirse y programarse únicamente bajo las leyes de ciertas mercancías “intelectuales” y de la llamada “sociedad del conocimiento”.
Todo el tiempo acechan a las matrices americanas de pensamiento crítico, de las cuales el humanismo es sólo una de ellas, formas básicas o sofisticadas del mercado: ¿cuál es el deber de la crítica humanista ante este desafío permanente? La historia de Nuestra América tiene todavía muchas lecciones que darnos: es necesario, quizás como Montesinos y las Casas, enfocarnos en esas perspectivas críticas y humanistas que son incómodas para la hegemonía del Estado neoliberal y del mercado capitalista, que aspiran a totalizar la vida humana como mercancía. Por ejemplo, colocarnos a contracorriente del triunfalismo de la democracia liberal, de los rasgos colonialistas de esa supuesta democratización planetaria o regional, es decir, en la afirmación y perspectiva humanista de aquellos sujetos que hoy son prácticamente borrados de la racionalidad liberal: los sujetos migrantes, mexicanos y centroamericanos, perseguidos por el giro fascista de la política antimigratoria que se dicta desde Estados Unidos; el exterminio de la diversidad étnica y lingüística de los pueblos indígenas; la extrema vulnerabilidad de millones de mujeres que padecen índices alarmantes de violencia en múltiples dimensiones; los sujetos latinoamericanos inferiorizados al máximo por el libre mercado y por el multiculturalismo dominante.
Quizás nuestro deber de memoria crítica del colonialismo implique volver a narrar las historias inmediatas de la injusticia, a reconstruir la noción misma de justicia, a señalar las graves consecuencias deshumanizadoras de ese Estado nacional que dejaron tanto las dictaduras y los sistemas políticos y económicos despóticos, autoritarios y de exterminio selectivo, o la misma “guerra” contra el crimen organizado en América Latina.
Como lo ha indicado Estela Fernández Nadal, en su estudio sobre la obra del filósofo argentino Arturo Andrés Roig, la “raíz” del humanismo en tierras americanas está vinculado directamente a las “voces acalladas” y sometidas a los procesos de violencia y despojo, a esa emergencia de sujetos éticos y críticos en diferentes momentos de la historia de América Latina: “Según Roig, la recurrencia casi obsesiva del problema del sujeto en el pensamiento latinoamericano tiene relación con la violencia, el despojo y la objetivación total de la humanidad americana que representó la conquista de América; como consecuencia de ello, los americanos, en tanto pueblos sometidos y negados en su sujetidad, experimentarían en adelante la necesidad de preguntar por su identidad. Se trata de una necesidad de expresarse, de saberse, de reconocerse en su universal condición humana y en su específica determinación social, cultural, espiritual; necesidad experimentada por diferentes grupos humanos insertos en lo que José Martí llamó ‘Nuestra América’, del pasado y del presente, que, por su condición subalterna, luchan por romper con el estado de cosas instituido, desde el descubrimiento hasta la actualidad.” •
Licenciado en Estudios Latinoamericanos por la FFyL de la UNAM, es ensayista, periodista y articulista en diversos medios impresos, y profesor en la Universidad Autónoma Metropolitana. Entre sus libros, La mirada de los estropeados (FCE, 2010) y Épicas menores (Secretaría de Cultura de Michoacán, 2011).