Algarabía
Viajero infatigable, músico, traductor y escritor asociado al territorio beat.
La única vez que estuve en Tánger resultó un viaje urgente, superficial y demasiado relampagueante. Quise atisbar en pocas horas las geografías en las que Paul Bowles —desde muchos años antes un escritor de culto— había escenificado las historias reales o ficticias de casi todas sus novelas y relatos.
Busqué tatuar en mi propio imaginario las sombras vespertinas de la Ciudad del Profeta. Quise ver Tánger en un instante imposible, y fotografiar sus señales escondidas, sentir sus extraños perfumes imantando el alma medrosa del occidental en tierra incógnita, porque en ese paisaje tan lejano a nosotros se desarrollaban
las aventuras, desventuras, amores, desencuentros, fulgores y tragedias de los occidentales que Bowles había ido escogiendo, inventando, describiendo y escribiendo en esta activísima etapa de su experiencia vital, desde que en 1947 regresó a Marruecos.
–Conoce también a Saint-Exupéry: más allá de «El Principito»–
Los grandes viajeros de esta era no necesitan moverse demasiado para llegar a los sitios más peligrosos. En
ese mismo tiempo, muchos de los lectores de Bowles llegábamos al fondo de Tánger, a su geografía humana
y a su historia lejana, sin movernos de nuestro propio mundo de «nazarenos». Tal es la dimensión de cercanía, el vértigo de presencia lasciva, poderosa y enigmática que imprime en sus cómplices lectores —de ahí el culto— la literatura de Bowles.
Expatriado y cosmopolita
Mi curiosidad personal por Bowles alcanzó la frontera de la sacralidad laica conforme fui descubriendo cada uno de sus libros de viajes, y creció hasta la admiración con la lectura de cada una de sus novelas y colecciones de cuentos, en cuyas páginas se cruzan el indisimulado —aunque sutil— respiro poético de Edgar Allan Poe, el gesto desdeñoso y sarcástico de Jean Genet o el atisbo neutral del existencialismo perplejo de Albert Camus.
Pero Bowles sobrepasa a los tres en la codificación exacta de la geografía en la que viven sus personajes, hasta el punto que no hay salida ni descanso para quienes se aventuran en la fatalidad huyendo de sí mismos.
«A partir de cierto punto ya no cabe posibilidad alguna de retorno. Ése es el punto que es preciso alcanzar»
—Paul Bowles, parafraseando a Kafka
Bowles nació en el epicentro de la literatura viva de este siglo
y, contradiciendo la certeza de las apariencias, escogió su destino por propia voluntad, rechazó su privilegiada condición de neoyorquino nacido en el lugar oportuno y en el momento exacto, se vistió los exóticos e irritantes ropajes del expatriado voluntario: era un compositor que llegó a Marruecos para buscar y catalogar las músicas del país, donde se quedó a vivir por consejo de Gertrude Stein y se encontró
a sí mismo como escritor y testigo de unas vidas y latitudes que, a pesar del tiempo transcurrido entre ellas, lo considerarán siempre como un extranjero, un «nazareno».
La leyenda dice que Bowles es un escritor distante, atemporal, impasible y desdeñoso de las modas. Siempre fue así, en su impasibilidad, en su talento narrativo para describir la melancolía o el fatalismo dantesco, la fragilidad del ser humano y su destino al socaire del azaroso e inmediato accidente.
Fue así desde la publicación de El cielo protector y Delicada presa, ambas de 1949, hasta la de Memorias de un nómada, cuya escritura comenzó en 1969 para terminarla tres años más tarde, debido a las preocupaciones angustiosas de Bowles por la salud de
su mujer, Jane, y de los constantes viajes que hacía a Málaga para visitarla en el hospital donde convalecía y donde moriría en los primeros días de mayo de 1973 por complicaciones de un ataque cerebrovascular.
«El cielo oculta a la noche detrás de él, y protege a la gente de abajo del horror de lo que hay arriba.»
—Paul Bowles
Fue así el propio Bowles: frágil en su figura y en muchas de sus actitudes, pero fieramente lúcido a la hora de trasladar a su universo verbal y literario cuantos episodios, leyendas e historias se acercaron a él hasta transformarse en fantasmas y demonios que necesitaban ser escritos para conseguir su lugar exacto en la literatura del mundo.
La visión de «el nazareno»
«No creo que lleguemos a conocer muy bien a los musulmanes —dijo en 1952 y, como casi siempre, fue malinterpretado—, y sospecho que si lo hiciéramos
los encontraríamos menos simpáticos que en la actualidad. Y creo que lo mismo puede decirse de que ellos lleguen a conocernos a nosotros».
–Carson McCullers y la literatura sureña–
Esa profecía,
a la vista de los acontecimientos que se produjeron y se siguen produciendo casi medio siglo después, no deja de provocarnos una sensación espeluznante de temor, de miedo sobrenatural, de terror natural, quiero decir, surgido de la imposibilidad de las diferencias para sugerir puntos de sutura y territorios comunes de cultura y entendimiento.
La fragilidad y el dramatismo en que sitúa a sus personajes literarios —cuyo origen siempre hay que buscar en esa realidad extraña que rodea al occidental en el territorio africano de Marruecos o Argelia, una región en la que no manda más que una única y evidente seguridad: la incertidumbre—, viene por la certeza de esa incómoda irritación que sus personajes sienten en el momento en que el metafórico batir de las alas de la mariposa elemental
sugiera que algo va a pasar dramática e irremisiblemente.
Ocurre, por ejemplo, en uno de los cuentos más extraordinarios y crueles escritos por Paul Bowles: «Delicada presa», que escribió a bordo del Saturnalia, de regreso a Marruecos.
La narración parte, en origen, de un suceso que Bowles había oído el año anterior en el Sahara: alguien había asesinado a tres mercaderes
en pleno desierto y se había adueñado más tarde de las caravanas para vender los productos de los mercaderes. Cuando es descubierta la trama, otros mercaderes que sospechan quién es el asesino se lo comunican a las autoridades francesas; éstas no tienen inconveniente
en ceder la venganza a los descubridores del asesinato que, a su manera, ajustician al asesino de sus colegas adentrándolo en la soledad del desierto y dejándolo enterrado vivo, con la cabeza al descubierto y a expensas de las alimañas, la arena, el viento y el sol mortal del desierto sahariano.
–¿Conoces a el cuenta cuentos espía?–
La fuerza del relato es de tal brutalidad porque Bowles no se involucra en él. Simplemente narra, evita los aspavientos de ciertas escabrosas escenas, se niega a la obscenidad del morbo y tampoco utiliza exageraciones verbales para ilustrar lo que por sí mismo es una tragedia que va más allá de las narradas por Allan Poe.
Cuando Tennessee Williams —uno de sus amigos más cercanos— leyó el cuento, advirtió a Bowles del peligro que corría, en la medida en que podía interpretarse que ese relato sólo pudo ser escrito por un ser monstruoso que se regodeaba en la tragedia y que, por tanto, podía ser considerado desde entonces como un «escritor de cosas horribles» —incluso alguno de sus editores creyó en la idea de Williams.
La vida para Bowles es, sin duda, un viaje sin retorno:
las cosas suceden dentro de éste con la naturalidad con que ocurren las desgracias, los dramas o las tragedias.
Bowles supo siempre que cuando alguno de aquellos sucesos reales cobraba estructura imaginativa y se transformaba, luego de ser escrito, en literatura de ficción, tenía que ser publicado por encima de la voluntad de los demás, dijeran lo que dijeran.
A pesar de la apariencia que muchos de los relatos de Bowles tienen —por ejemplo «Páginas de Cold Point» o «Un episodio distante», una obra maestra del cuento según Tennessee Williams—, el escritor que elige estos accidentes para transformarlos en ficción literaria no posee una especial predilección por lo macabro o lo infernal, sino que considera que esos dos extraños universos están en nosotros mismos y, en una
circunstancia dada, se activan para sacar a la luz la tragedia que encubrían con su hipnótica visión de placidez.
En todo caso, en Bowles y en esa supervivencia distante de la que hace gala en el más absoluto de los retiros, anida aquel aforismo de Kafka que él mismo utilizó para caer en la cuenta, mientras escribía El cielo protector, del viaje que significa la vida del hombre sobre la Tierra: «A partir de cierto punto, ya no cabe posibilidad alguna de retorno. Ése es el punto que es preciso alcanzar».