Francisco Masse. Algarabía
Los humanos somos una especie determinada por los hábitos.
Algunos de ellos tienen funciones específicas en la supervivencia, otros son dictados por factores psicológicos o permiten el funcionamiento social, y otros no son más que una pulsión excéntrica e inútil. Hablemos de uno de estos últimos.
Hay quienes se jactan de los libros que han escrito. Otros, como Borges, se enorgullecen de los que han leído. Yo, un alma más modesta, sólo presumo una cosa: haber leído un libro —literalmente y no literariamente— «de una sentada».
Me explico: una noche sabatina de mi adolescencia, me disponía a entrar al baño cuando vi El caballo de Troya,
de J. J. Benítez, aventado en la cama de mi hermano mayor. Sentí curiosidad —entonces el best seller estaba en boca de todo el mundo— y decidí hojearlo mientras desperezaba la tripa. De reojo vi la hora: eran las 8:15.
Como un faraón en mi trono de porcelana, a vuelo
de pájaro pasé por los prolegómenos y el protocolo científico del supuesto viaje al año 30 d.C. y, como cualquier otro con un morbo saludable, me enfoqué
en «la carne» del asunto: la narración de la Pasión y muerte, voluntariamente aceptada —y minuciosamente descrita— de Nuestro Redentor.
Me enganché de inmediato y pasé página tras página.
Totalmente atrapado —porque, aunque es un baluarte de la fast litterature, nadie podrá negar que Benítez
tiene oficio—, me enteré de los móviles del juicio político —«Ahorita salgo...»—, de la condena, de los desgarradores efectos del flagellum romano —«¡Ouch! Ahorita me levanto, nomás termino este capítulo»—, de la corona de espinas que casi trepana el cráneo de Jesús, de la creciente deshidratación del galileo —«¡Ya merito, ya merito!»—, del cruel via crucis, de los clavos en las muñecas y no en las palmas —«Dios, cuánto sufriste por nuestros pecados... Ya qué me falta, ¡mejor me sigo!»—, de las siete palabras en arameo, de la agonía del nazareno y de...
—¡¡¡Juan Francisco!!! ¡Son las dos de la mañana, ¿y tú en el baño?!
Mi mamá. Había salido al baño, justo en el clímax de mi lectura y, cual Jesús embravecido, me expulsaba a puntapiés de su Templo. Todo entumido, me levanté —o, mejor dicho, me desmoldé— del escusado, me deshice lo mejor que pude de los rastros de mi larga estancia —entiéndame usted— y, con la cola entre las patas, me metí a mi litera a dar cuenta de las últimas páginas del librito. Minutos después, apagué la luz. Consumatum est.
¿Quién estaaaá?
Sirva esta larga anécdota para ilustrar un hábito adoptado por muchos y condenado por otros
—o, casi siempre, por otras—, que es objeto de vergüenzas propias y ajenas, y que genera impaciencia, maledicencia —particularmente cuando deviene en retortijones o almorranas—, pero también un gran placer para quien lo practica: leer en el baño.
En muchas casas que conozco, el baño es el hábitat natural del revistero, en donde todo tipo de publicaciones se fruncen y hasta enmohecen en espera de un ocioso que recurra a sus hojas mientras «hace del cuerpo». Y ésa es una enorme cortesía del anfitrión, porque una cosa es sufrir de estreñimiento y que cada deposición sea un trance prolongado y hasta tortuoso, y otra concederse —o hasta robarse— el tiempo y convertir una simple función fisiológica en un pequeño placer culpable. Igual que alimentarse derivó en la alta cocina —o, pa’l caso, en tomar café o fumar.
Vincent Vega, el de Pulp Fiction, solía leer novelitas baratas en el baño
Para sus adeptos, con las primeras campanadas del intestino da inicio el ritual: la búsqueda visual y la elección del material de lectura —algunos, muy organizados, disponemos de libros sobre el depósito de agua, en un revistero o, de plano, en el suelo—, la entrada sigilosa —porque no cualquiera tiene el suficiente cinismo para dejarse ver entrando al baño con un caballo de Troya bajo el brazo—, la búsqueda de la postura más reposada, la «liberación prolongada» que fluye a la par de las líneas, la administración del tiempo —porque tampoco es que uno sea un total desconsiderado—, la eliminación de nuestras huellas, y la graciosa huida de la escena del crimen.
¿Cuál es la causa —o el encanto— de la lectura de escusado? Bajo riesgo de caer en un gastadísimo cliché —o dos—, habrá que culpar de esta pasión insana,
de entrada, a la «falta de tiempo» que deriva de «la acelerada vida moderna». En un día hábil, pasamos
el tiempo dirigiéndonos física y mentalmente de un lado a otro: repasamos lo sucedido y planeamos el
día o la semana; añoramos el pasado y tememos al futuro; nos apresuramos al trabajo, a la escuela, al dentista, a una cita.
Entonces, las estancias en el baño nos obligan a un acto inusitado: sentarnos y situar la atención en el aquí y el ahora, el famoso hic et nunc de los filósofos.
El proctólogo de un amigo afirma que la mayor incidencia de almorranas tiene lugar en hombres casados y con hijos, ya que son los más propensos a pasar largos periodos «en el trono».
Ese tiempo y espacio —silencioso, íntimo, inalterable— que bien podríamos malgastar mirando fijamente los mosaicos, al leer lo convertimos en una pausa a la maquinaria del mundo y en reflexión, fantasía, distracción e, incluso, en emoción.
¿Ya vas a salir?
Por otro lado, para quienes trabajamos ocho, diez, doce o hasta catorce horas, y ni siquiera disponemos de las oportunidades que otorga el transporte público, el tiempo que sustraemos de la jornada laboral para pasar al baño —y leer, desde luego— es, creo, el único que es verdadera y absolutamente nuestro. Algo similar sucede con la vida en el «hogar, dulce, hogar»: a diferencia de lo que vivieron nuestros abuelos, en este tiempo las perpetuas exigencias de atención de parte de la pareja, de la prole y de quien quiera que viva con nosotros, convierten al leer en un acto antisocial, de aislamiento, que va en contra de la premisa de la convivencia familiar e infinitamente egoísta o, de plano, en un dudoso equivalente a «no hacer nada».
El hombre1 , abrumado y arrinconado por una mujer que, —bendito sea el Cielo— ha salido del ámbito de la cocina, pero que ha convertido la sala, el comedor
e incluso la sacrosanta recámara en espacios públicos, sólo puede refugiarse bajo el cofre de su coche o, bien, encerrarse en el baño.
Y, ahí adentro, ¿qué mejor hay que hacer que leer una revista, un libro, un manual o, si no hay otra cosa, los ingredientes del champú?
Otro motivo para combinar la evacuación del tracto digestivo con la lectura podría ser la pura y simple evasión: al ser éste un proceso incómodo, en el que de entrada debemos adoptar una posición ridícula y un tanto vergonzosa, resulta atractivo distraer la atención de nuestras sensaciones —no siempre agradables—, nuestros ruidos —magnificados por el eco del sanitario— y de la conciencia de estar en medio de un proceso en el que cualquier mamífero se encuentra indefenso.
El baño se convierte, entonces, en una Fortaleza de la Soledad —como la de Superman—, en la que podemos acceder a lecturas breves, triviales y sanitario— y de la conciencia de estar en medio de un proceso en el que cualquier mamífero se encuentra indefenso. El baño se convierte, entonces, en una Fortaleza de la Soledad —como la de Superman—, en la que podemos acceder a lecturas breves, triviales y divertidas, o a otras más sustanciosas y plácidas.
Sin embargo, esta práctica privada, querámoslo o no, lejos de ser un tabú, es un referente en
la industria del entretenimiento editorial. Quizá involuntariamente, pero muchas publicaciones parecen estar hechas para la lectura sedente
y evacuatoria.
Hay quienes sostienen —con ambas manos— que Algarabía es una excelente «lectura de baño».
Un ejemplo: en los
ee.uu. hay un grupo de periodistas, escritores y editores bastante cínicos que se hacen llamar el Bathroom Readers’ Institute —Instituto de Lectores de Baño—, y que han producido un considerable volumen de libros con artículos breves, trivias y datos inútiles acerca de los temas más diversos. Su lema
es: «No más búsquedas frenéticas de último minuto por ese periódico o revista perfectos», y su misión es «comprender y servir a los intereses de los lectores olvidados». Hasta que alguien piensa en nosotros.
Tal vez, como yo creo, esos intervalos son un solaz saludable que nos brinda gas suficiente para lidiar
con la vida el resto del día, o quizá sea que somos más neuróticos que los demás y por esa misma razón no nos permitimos estar tres —o cinco o diez o quince— minutos sin hacer nada «de provecho»; no lo sé porque no puedo ser juez y parte.
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