El autor de Después de Babel manifiesta en sus libros la voluntad de ser un europeo y, por extensión, el miembro (expositor, difusor y defensor) de una civilización. Publicamos un fragmento de este ensayo de Torres Fierro
DANUBIO TORRES FIERRO. EXCÉLSIOR
Foto: W. M. Logan. British Council. Tomada de literature.britishcouncil.org
CIUDAD DE MÉXICO.
Algunos años atrás, en la Ciudad de México, George Steiner dictó una serie de conferencias, entre ellas una en la sala del Palacio de Bellas Artes, colmada de un público entusiasta. Steiner (menudo, con el brazo izquierdo lisiado, a medias sonriente) estaba hospedado en el hotel Camino Real, edificio imaginado por Ricardo Legorreta. Una tarde, con un amigo común, salimos a caminar con Steiner por los alrededores. Ya en la calle, en una esquina próxima, él de repente se entreparó y comentó: “Me siento como en mi casa”. La razón de ese reconocimiento inopinado era que había leído las placas con los nombres de las calles y descubierto que se llamaban Leibniz, Shakespeare, Kepler, Hegel, Schiller. Esos apellidos, y lo que significaban e irradiaban, configuraban, en efecto, la casa matriz de Steiner, y verlos allí era encontrarse con un sentido de pertenencia y una patria compartida. Algo similar a dar un paseo por el Barrio Latino de París, con sus reverberaciones prestigiosas. “Existe –escribió Steiner en La idea de Europa– una relación esencial entre la humanidad europea y su paisaje”; y, para explicar la sentencia, añade que “las calles, las plazas recorridas a pie por los hombres, mujeres y niños europeos llevan, centenas de veces, nombres de estadistas, militares, poetas, artistas, compositores, científicos y filósofos”. De ahí, entonces, su admiración al toparse ahora con ese mismo paisaje.
La anécdota mexicana es reveladora. Steiner representa en el mundo cultural, y con una trayectoria que arranca en las décadas siguientes a la posguerra mundial, una de las figuras intelectuales con mayor prestigio. Cancelado el ciclo de la influencia francesa en el universo de las ideas (de Claude Lévi-Strauss a Michel Foucault y de Roland Barthes a Jacques Derrida) y reducido el círculo de los literatos italianos (de Mario Praz a Claudio Magris y de Giorgio Agamben a Umberto Eco), Steiner asegura la continuidad de la tradición crítica anglosajona que, en el arco de la historia literaria contemporánea, abarca de Mathew Arnold y T. S. Eliot a Edmund Wilson y Lionel Trilling. Desde ahí ha sobrevivido a la moda y las novelerías, sin rendirse a las seducciones del oportunismo literario o a los reclamos del aquí y ahora de la coyuntura política y social. Se muestra como algo más, que el episodio mexicano subraya: manifiesta, en sus libros, la voluntad deliberada, afirmativa, de ser un europeo y, por extensión, el miembro (expositor, difusor y defensor) de una civilización.
• La idea de Europa es, en este sentido, explícita: “paisaje humanizado por pies y manos”, Europa “es el lugar donde el jardín de Goethe es casi colindante con Buchenwald, donde la casa de Corneille es contigua a la plaza en la que Juana de Arco fue horriblemente ejecutada”; más, y con acento más dramático: “un europeo culto queda atrapado en la telaraña de un in memoriam a la vez luminoso y asfixiante”. A la vez con terror y con melancolía, la pregunta que aquí se impone es si, a la vista de lo que ha venido ocurriendo en tierras europeas en fechas recientísimas, esos rasgos diferenciadores se conservan o, con menor apremio sicológico si se quiere, ya están expuestos al olvido. ¿Será Steiner el último en traerlos a cuenta? ¿Tenía razón cuando, al hablar sobre los rumbos actuales de la educación, arguyó que “estamos matando los sueños de nuestros hijos”? Passons... Recordemos que, nacido en París, Steiner hizo carrera en EU y, después, regresó al viejo continente para allí residir hasta ahora. Dicho lo anterior, es necesaria una aclaración: la definición que mejor cabe a Steiner es la de ser —acaso porque es un europeo militante— un cosmopolita —un transterritorial, o un extraterritorial, como lo apunta un libro suyo, precisamente titulado Extraterritorial en la versión española hecha por Barral Editores en 1972—. Políglota (su Después de Babel ensaya la historia de la traducción como actividad que excede a la mera dimensión de una geografía determinada o a la ambición de un imperio específico), su curiosidad intelectual es enorme y su eje articulador es doble; es, por su herencia cultural, un hombre de la civilización occidental y, por su ascendencia ancestral, un judío. Sus ciudades capitales son Atenas/Roma y Jerusalén. “Ser europeo —escribe— es tratar de negociar, moral, intelectual y existencialmente los ideales y aseveraciones rivales, la praxis de la ciudad de Sócrates y de la de Isaías”. Es una pertenencia que, como se verá, reverbera en su universo de ideas.
• En Los libros que nunca he escrito hay un ensayo, “Sión”, que aclara el vínculo entre lo latino y lo judío, entre el universalismo y la tribu. Erizada de prismas superpuestos y de contradicciones combinadas, esa ligazón es uno de sus motivos recurrentes. Él es consciente de esta marca suya, la acepta y asume. Celoso de su vida privada, a la que mantiene fuera del escrutinio público (hay una rara excepción en el ensayo Los idiomas de Eros, donde se relata un encuentro sexual, presumiblemente personal, que da pie a curiosas elucubraciones de carácter erótico motivadas por el empleo de las lenguas), muestra en cambio su voz y su firma en todo cuanto escribe, refrendando sin temblor sus pareceres. Así lo hace —importa observarlo— negándose a someterse a las presiones de la liza política más inmediata o a aventurarse en opiniones lastradas por el calendario ideológico. Para él existen “discrepancias intrínsecas entre la democracia y las excelencias de la vida intelectual” —y así lo afirma en un texto titulado Petición de principios, un modelo de argumentación cuidadosa y congruente sobre una cuestión tan vidriosa–.
En inglés, la palabra scholar designa a un erudito especializado. En francés, la expresión homme de lettres se refiere a quien abarca distintas disciplinas que se organizan en torno a la actividad del espíritu. A una y otra pertenece Steiner. A una y otra ha enaltecido: es un modelo del rigor que debe aplicarse a lo que se conoce como literatura comparada. Que esta enumeración de singularidades no propicie una imagen parcial o equivocada de Steiner. No es un sabihondo ni un retórico. Es, sin duda, un integrante de lo que se conoce (¿habrá que escribir se conocía, en un momento como éste, en el que todo está puesto en cuarentena?) como la República de las Letras y, en especial, un crítico de las ideas literarias y culturales que de forma deliberada, en una etapa de su desarrollo, decidió descender al llano. De ahí que primero, en los años 50, integrara la redacción de The Economist y más tarde, entre 1967 y 1997, escribiera críticas y reseñas para The New Yorker. Ambas revistas comparten, más allá de sus diferencias, una característica: se dirigen a un lector más o menos atento, de mirada curiosa, que es capaz de reconocer sobreentendidos y guiños, y con el que se comulga mediante un pacto reconocible. Entre los periodistas de The Economist (referencia del mundo político con inclinaciones liberales) y entre los de The New Yorker (que es la cartografía de una urbe cuya piedra de toque es el nervio global) actúa una aspiración similar: oxigenar mediante el análisis la circunstancia del presente, esclarecer la evolución y la dinámica de las ideas que conforman un determinado clima histórico y social y escribir intentando ser, de modo fuerte, de su propio tiempo. Estos son los trazos que articulan y dominan a Tigres no espellho e outros textos da revista The New Yorker (cuyo título original es Steiner at The New Yorker) y que llegó a Brasil después de haber sido vertido al español por el Fondo de Cultura Económica de México. Es en estas páginas que asoma una figura más de su persona, figura de la que el libro es ilustración puntual: la del crítico que entrega las cartas que circulan entre un autor y sus lectores, que agita las aguas entre uno y otros y que acaba por convertirse en el Secretario de Actas de la República de las Letras. Es el retrato de alguien que se quiere intérprete e intermediario. Y algo más, que contribuye a definir un papel a la vez ingrato y estimulante: aparece la traza de un crítico que con frecuencia recibe las bofetadas por sus pareceres y la traza, a la vez, de un crítico que ejerce, desde sus tribunas, una abultada dosis de poder. En este sentido, vale la pena recordar un dato revelador. En Joseph Anton, las memorias (cínicas, en el sentido menos peyorativo de la palabra que pueda imaginarse) de Salman Rushdie, Steiner, a quien nunca gustaron las novelas del escritor sobre el que pesó una condena a muerte por una irascible sentencia iraní, es mencionado dos veces y en ambas es tratado con burlona condescendencia. El desencuentro era previsible: si Steiner representa la continuidad de una tradición rotunda, Rushdie representa una radicalidad relativista con acento posmoderno.