Pablo Escalante Gonzalbo. Arqueología Mexicana
Las manos en Mesoamérica como símbolos de poder, de género, de temporalidad, de ritos y dioses, de vida y muerte -así como otros segmentos que muestran combinaciones y relaciones entre la mano y otros elementos-, son abordados en este artículo introductorio que finaliza con un epílogo sobre la ausencia-presencia del pie en esos contextos.
El segmento
Los brazos, las manos y los dedos de los santos cristianos fueron tenidos durante siglos como reliquias de enorme valor. Con frecuencia los relicarios adoptaron la forma de una mano con su antebrazo. Al cadáver de Santa Teresa de Ávila se le cortó un brazo para que su presencia diera protección y su contemplación brindara consuelo a quienes rezaban a la madre con devoción: no una costilla, ni un dedo del pie, sino la mano y el brazo. También se le extrajo a la santa el corazón. Y no es que otras partes de los cuerpos de otros santos no hayan sido atesoradas corno reliquias; pero si se trataba de escoger, se prefería el corazón y el brazo, con su mano.
No hay que ir al siglo XVI ni al Mediterráneo para encontrarse con el poder de la mano y la fuerza de la tradición: en el siglo XX y en la ciudad de México, se construyó un mausoleo, laico y revolucionario, dentro del cual se preservó el antebrazo y la mano del general Obregón, en un frasco-relicario. Nos emocionaba, especialmente a los niños, ver ese segmento incorrupto de un cuerpo ya inexistente.
El poder
Algunos signos de la escritura maya, y en particular algunos logogramas verbales, contienen un pictograma, una figura que aporta cierto significado de manera directa, extralingüística: en la representación de los verbos tomar, dedicar, completar, coronar, mostrar y algunos otros, puede verse claramente una mano que adopta diferentes posiciones convencionales como si ejecutara la acción correspondiente al verbo. La mano es el pictograma más visible y frecuente en las inscripciones mayas del periodo Clásico: su prestigio, como agente que ejecuta las decisiones de la voluntad, le aseguró una pervivencia, junto a signos más abstractos.
Lo más sorprendente de esta aparición de la mano en los textos epigráficos es la manera en que ha sido segmentada. No se trata de una mano que termine en una línea recta en la zona de la muñeca, como lo hacen las modernas señalizaciones gráficas. Los mayas representaron un corre anatómico, utilizando para dio un par de círculos concéntricos que evocan, con gran eficacia, el músculo y el hueso: utilizan, pues, una figura que no es la de una mano meramente conceptual y sin referencia alguna al cuerpo. Se trata de una mano que ha sido "cortada" para significar las acciones que esa mano es capaz de ejecutar.
Pero, ¿que puede la mano sin el cuerpo? Según el cronista Lizana, en el pueblo de Itzamal, en Yucatán, había en la antigüedad un templo denominado Kabul, que estaba dedicado a la memoria y culto de ltzamná Thul. El propio Lizana recoge la especie de que ltzamná había sido un rey taumaturgo, capaz de curar a los enfem1os y revivir a los muertos, a quien se siguió venerando después de su muerte. Dentro del templo se guardaba "la figura de una mano" que tenía la capacidad de curar a los peregrinos, como lo había hecho la mano del poderoso rey. La mano era la razón de ser del templo, y por eso se le llamaba Templo Kabul, que equivale a decir templo de la mano.
Si tratamos de imaginar cómo maniobraba el sacerdote del Templo Kabul con "la figura de la mano" cuando curaba a los enfermos, nos vienen inevitablemente a la mente esas imágenes del Códice de Dresde en las que cada uno de los tlacuaches-bacabes cargadores del tiempo enarbola un bastón-mano. El símbolo más ostensible de estas zarigüeyas antropomórficas, responsables de transportar a los dioses patronos de cada año, es una mano unida a una especie de larga sonaja.
En las mismas cuatro láminas del Dresde en que podemos ver a los tlacuaches con el bastón, identificamos, abajo, la imagen de los chaques, uno con máscara y tres con forma arbórea. En las telas con que se visten estos dioses de la lluvia y de los cuatro rumbos del mundo, se ve otro signo muy frecuente en las inscripciones mesoamericanas de todas las épocas: la huella del pie. En este caso puede tratarse de una referencia al camino (be, en maya) que recorren los chaques para iniciar los ciclos anuales de lluvias, pero también puede ser que se aluda al piso lodoso (llamado, asimismo, be) en el que se yerguen los árboles de los extremos del mundo.
La imagen del pie no deja de tener un papel hasta cierto punto secundario dentro del repertorio de las imágenes mesoamericanas en comparación con la mano. Por otro lado, la mayoría de las representaciones que podemos ver en códices y otras inscripciones, no corresponden propiamente al pie, sino a su pisada, a la huella.
Pablo Escalante Gonzalbo. Investigador de la UNAM. Coordinador y autor de La vida cotidiana en Mesoamérica y en los ámbitos indígenas de la Nueva España (El Colegio de México / FCE, México, 2004) Coautor de Nueva historia mínima de México (El Colegio de México, México. 2004).
Escalante Gonzalbo, Pablo, “Manos y pies en Mesoamérica segmentos y contextos”, Arqueología Mexicana núm. 71, pp. 20-27.
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