Sabía que acaso el mejor material para construir y cementar ese nuevo México progresista era crear la imagen que el país proyectara de sí mismo en un periódico que encarnara, literalmente y en todos sus aspectos, “la vida nacional”
EDWIN ALCÁNTARA. EXCÉLSIOR
CIUDAD DE MÉXICO.
Alducin no se equivocó
Cuando en su primer editorial el diario Excélsior, del 18 de marzo de 1918, declaró que se proponía participar en la reconstrucción material y espiritual del país, se tomó muy en serio la tarea. El joven empresario Rafael Alducin, que había aprendido el negocio periodístico al visitar las oficinas de El Imparcial y luego adquirió un importante fogueo empresarial al vender llantas y organizar carreras de automóviles en Chapultepec, luego en adquirir la revista El Automóvil en 1912 y Revista de Revistas en 1915, sabía por experiencia propia los gustos de las élites sociales y de las clases medias mexicanas, deseosas de volcarse a una “normalidad” tras los largos años del fuego revolucionario, sedientas de gozar nuevamente de un orden que se había fracturado para siempre y que ahora necesitaba ser reinventado.
Alducin no se equivocó: sabía que acaso el mejor material para construir y cementar ese nuevo México progresista era crear la imagen que el país proyectara de sí mismo en un periódico que encarnara, literalmente y en todos sus aspectos, “la vida nacional”. Y eso no sólo significaba una abundante información periodística sobre la nación y las opiniones de sus articulistas, sino, literalmente, construir en todos sus ámbitos una imagen de la vida de la sociedad mexicana que pudiera arraigar no sólo en sus ideas, sino en su imaginación, en la representaciones que los mexicanos tendrían de sí mismos.
Ante todo un empresario hábil y estratega, Alducin pareció siempre tener claro que la publicidad era una clave para sostener buena parte de la maquinaria de su flamante Excélsior y supo que la variedad de secciones e información para una diversidad de públicos era lo que conformaría el gusto de los lectores, los haría identificarse con el diario, pero, mejor aún, los haría ensoñar y sentir su pertinencia a ese mundo cosmopolita el cual, a través de la palabra, las ilustraciones y la fotografía, crearía una explosión de tipos sociales e idealizaciones de la vida cotidiana, así como modelos de consumo asociados a la jerarquía social, a la posesión de un estatus y a la imagen de modernidad vinculada con valores como belleza, libertad, superioridad social, éxito personal, bienestar material y un largo etcétera. Estas líneas buscan ser sólo un asomo a la idea de cotidianeidad sugerida por la publicidad y algunas notas de Excélsior, en este caso mediante un ejercicio de imaginación sobre la vida cotidiana de unas hipotéticas lectoras del Diario de la vida nacional.
Ser mamá en los años 20
Aunque la mañana del miércoles 10 de mayo de 1922 Excélsior informaba de las tempestades de polvo que se abatían sobre la ciudad de México provenientes del lago de Texcoco —según declaró el ingeniero Miguel Ángel de Quevedo—, esto parecía no ser suficiente para ensombrecer el primer Día de las Madres celebrado en México y propuesto por Rafael Alducin, cuya iniciativa prosperó y fue acogida por muchos negocios, empresas, clubes, escuelas e instituciones que le hicieron eco. Para la gran ocasión Excélsior proponía un delicioso itinerario de agasajos.
Imaginemos entonces a una joven y bella madre, que al prepararse para ese día, después de bañarse debía lavar su cabello con Danderina, un líquido fortificante y embellecedor recomendado en las páginas del diario de la vida nacional, para luego disfrutar uno de los tantos programas de los festivales en honor a las madres de las escuelas como el jardín de niños Herbert Spencer, El Colegio Mexicano, la academia comercial Lerdo de Tejada o la primaria Ignacio Manuel Altamirano, donde disfrutaría de ofrendas florales, recitaciones, coros, ejercicios gimnásticos con bastones e interpretaciones musicales.
Excélsior sugería además una larga lista de regalos para halagar a las madres como un reloj pulsera, un libro selecto, un juego de té, un sombrero de moda, una sombrilla de seda, un vestido moderno, un fonógrafo, un piano automático, un par de guantes o una alhaja valiosa, mientras que las tiendas de electrodomésticos, las tiendas de chocolates y bombones y los restaurantes ofrecían atractivos descuentos. Quizá por la noche, con los pequeños encargados a la nana o a la abuela, la feliz esposa y madre podría asistir a un concierto en la sala Wagner con obras de Verdi y Bizet, o acaso disfrutar en el teatro Principal la zarzuela especial titulada “El Día de las Madres”
Para el siguiente fin de semana, el esposo y padre, acaso lector asiduo de Excélsior, de Revista de Revistas o del Jueves de Excélsior, haría un paseo dominical campestre con su familia en su automóvil Paige-Jewet, anunciado en las páginas de su diario como “un coche para muchos años”, en el que ―de acuerdo con la ilustración― la espigada y joven esposa con falda de pliegues, una blusa de fresca seda a cuadros con listones que serían elevados por el viento, sombrero redondo de ala ancha para el sol, observaría a sus pequeñas hijas que corrían a la orilla de un estanque con blancos patos y juncos, mientras el marido miraría la escena, casi indiferente, con su jaquet casual, boina inglesa y con su pipa humeante, complacido frente al volante de su Paige-Jewet.
Al México de la posrevolución le urgía imaginar a detalle un estilo de vida estable, perfectamente trazado sobre la familia de clase media y alta, con los roles bien dibujados de sus miembros, sus actividades de ocio, recreación y felicidad en familia. Pero las mujeres parecían comenzar a generar inquietud en este modelo de exclusividad masculina para ciertas prácticas, pues un reportaje de Excélsior discutía la habilidad de las mujeres para manejar automóviles y los riesgos que ello traía, así como las características deseables que debía poseer una buena conductora que se atreviera a tomar el volante. La desconfianza en las capacidades del género femenino y de su pretendida inferioridad para habilidades reservadas a los hombres, parecía ser un esquema que comienza a resquebrajarse
Nuestra joven mamá, al lunes siguiente, tras la semana de festejos a la Madre, se las tendría que volver a ver con los quehaceres domésticos y, tal como lo proponía la publicidad del antiséptico y desinfectante Lysol, debía tomar la cubeta, la escoba, el trapeador y el balde de agua en el que se agregaría la maravillosa sustancia que se encargaría de liquidar los millones de microbios del fregadero, el inodoro, la cocina y los “rincones oscuros”. Pero si se observaba con atención el anuncio, se alcanzaba a ver una falda larga y unos zapatos oscuros al lado de la cubeta, que no sugería tanto que esas “amas de casa” hicieran ese trabajo, sino más bien que las lectoras de Excélsior, compraran Lysol y lo dieran a su personal de servicio doméstico.
Ya por la tarde —tal como lo sugería la publicidad de las baterías Eveready—esta afortunada madre se podía reunir con el esposo, sus hijas o incluso la vecina, en los mullidos sillones de una sala, a escuchar los programas de la radio, el sensacional invento que aún estaba en vías de perfeccionamiento, como lo demostraba un reportaje de Excélsior sobre las mejoras hechas por el ingeniero mexicano Joaquín Ocampo a la calidad del sonido con amplificadores que lo hacían más nítido y eliminaban el molesto ruido de la estática. El confort de la vida doméstica se fusionaba con la tecnología vanguardista que proporciona diversión, información y esparcimiento para los momentos de ocio, placer acaso poco expandido entre las mujeres pobres de las vecindades que encontraban mejor diversión en tejer lazos de sociabilidad con sus vecinas.
Ser mujer en los años 40
Para el inicio de la década de 1940, el proceso industrializador del país estaba en marcha y las mujeres seguían su lento pero constante avance en la vida económica y laboral. Imaginemos ahora a una joven de clase media, hija de un modesto empleado de gobierno que tras su siesta dejó el Excélsior en el sillón, y ella toma el diario para ver que la primera plana que informaba de las “Decenas de muertos y heridos” por la “exaltada lucha electoral”, que dio el triunfo presidencial Manuel Ávila Camacho frente al furioso reclamo de los almazanistas. La joven curiosa pasaría las páginas y se podía encontrar con un pequeño anuncio que le prometía la oportunidad de convertirse en mecanógrafa y aprender a redactar correctamente en tan sólo 40 días en la escuela del profesor Luis J. Ponce en Allende 41, con la seguridad de poder, según lo prometía el anuncio, iniciarse en los trabajos de oficina y ser secretaria con “jerarquía con mayor retribución”.
Esa chica, seguramente sagaz y con grandes aspiraciones, conseguiría la colocación como mecanógrafa en una de las emergentes y pujantes empresas mexicanas y, si seguía la recomendación de un anuncio de Excélsior, cada mañana podía lograr una sonrisa esplendorosa gracias a la crema dental “Squibb”, que neutralizaba la acidez bucal, y con el marco perfecto del lápiz labial mostraría la blancura y el brillo natural de sus dientes y tendría un futuro tan brillante como su sonrisa, pues, acorde con Squibb, sólo era cuestión de sonreír y triunfar. Esta dilatada fortuna podía incluir para esa chica el romance, noviazgo y compromiso matrimonial con un joven empleado de, digamos simplemente, una mejor posición social. Si la joven casadera estaba ya en los preparativos prematrimoniales, pensaba en la compra de sus mueblas y si daba un vistazo al Excélsior de su novio, podía ser seducida por idea de la mueblería “Arte Virreinal” de comparar un comedor colonial de cedro rojo, con acabos finamente labrados, con vitrina y trinchador que la hicieran sentir una virreina, marquesa o condesa. De esta forma compraría también la ilusión de jerarquía social y de pertenencia a una estirpe con que la joven olvidaría su modesto origen. La ilusionada novia tendría también en Excélsior una espléndida guía para adquirir su vestido en la “Casa Viena”, ubicada en República del Salvador, en “La Novia moderna”, de República de Chile 67, o en “Riestra, de 20 de noviembre 53, con paquetes completos desde 150 pesos.
Una vez en casada y en casa, para nuestra joven esposa la organización de la vida doméstica estaba acechada por las tentaciones de comodidad que ofrecían los aparatos anunciados en Excélsior pues bastaba darle una hojeada al diario para enterarse de que podía disponer de dos “criados” en el hogar, según lo anunciaba la compañía General Electric: uno era el molino de café Kitchenaid que permitía conservar toda la frescura y el aroma del grano al instante de servirse —a su marido, creemos—; el otro, más bien una “criada”: la batidora Kitchenaid que le permitía hacer pasteles, panes, mayonesa, puré y salsas, economizando tiempo y molestias, y “al alcance de cualquier hogar”. En la publicidad brillaba en todo su esplendor una fantasía jerárquica de la vida doméstica donde la mujer, se pretendía, debía sentirse un ama y gran señora rodeada de servidumbre, sin importar su clase social gracias a los avances de la tecnología doméstica; y no estar atrapada en una vida de sirvienta, facilitarse las tareas domésticas y tener tiempo para su arreglo personal.
Las lavadoras promovidas por esta misma compañía eran candidatas a convertirse en una sirvienta más, pues, según lo proclamaban, contaban con exprimidor de rodillos y se comprometían a extraer la mugre “sin hacer bolas la ropa y sin maltratarla jamás”; se encontraban a la venta en Artículo 123 y San Juan de Letrán. La promesa de liberarse del suplicio que era el lavadero para las mujeres, encarnada en las lavadoras era suficiente persuadir al bolsillo del marido, pero los lavaderos de las vecindades o los ríos que aún fluían en la ciudad sobrevivirían por largo tiempo. Otro tanto ocurría con el suspiro que podía arrancar la “hermosísima cocina Royal”, flamante, con relucientes acabados, equipada con los famosos quemadores “gasotérmicos” que consumen la mitad del gas, a la venta en la tienda “El Hogar Eléctrico” de Isabel la Católica 51. El trabajo de cocinar debía, pues, ser disfrutado como una actividad que causara placer a las mujeres, crearle un entorno de gozo, comodidad y economía
Cuando nuestra joven esposa tuviera fuertes presentimientos de que se convertiría en madre, providencialmente encontraría en Excélsior un bello anuncio ilustrado con una espléndida ave de largo pico en el cual llevaba sostenía un paño con precioso bebé de pies gordos y desnudos. “Señora: ya puede usted esperar plácidamente a la cigüeña sin sufrir mareos, náuseas, vómitos”, porque las pastillas Fuku-Emol suprimirían todos esos síntomas sin reacciones tóxicas ni riesgo alguno. Pero para si alguna “desafortunada” amiga de nuestra lectora de Excélsior no lograba concebir un bebé, ella podía sugerirle la ayuda del Instituto Médico Standard que, si bien no se comprometía a traer puntualmente a la cigüeña, sí ofrecía un diagnóstico puntual para atacar los trastornos o padecimientos que producían la esterilidad.
A los pocos años, las dudas de nuestra ahora joven mamá sobre la correcta elección educativa para sus hijos también encontrarían respuesta en Excélsior, donde se recomendaba al Colegio Williams de Mixcoac que contaba con un Kinder Garten, primaria y servicio de camiones. Y cada mañana, antes de que subieran a los autobuses, esta madre podía seguir el sabio consejo de “educar” el cabello de sus hijos con Radio, un preparado con el que la cabellera de los niños adquiría docilidad para que cuando lleguen “a la edad de la presunción”, no tuvieran problemas para peinarse, además que esta sustancia, juraba el anuncio, era usada por artistas de cine, daba distinción y elegancia. Asegurar la educación de los hijos y un porvenir exitoso y de reconocimiento social, eran la fórmula a la que apostaba este tipo de publicidad.
Si la felicidad matrimonial perduraba los suficientes años, como para acudir a una cena con los socios o jefes de su marido, la esposa podía bañarse con aromáticos jabones, brillantinas, colonia o polvos de Maderas de Oriente, de Myrurgia; además de pintar sus uñas con el esmalte Mary Dare con el nuevo color de “gran moda”: vino Chianty. Los aromas finos eran parte imprescindible del estilo de vida: el efecto del exotismo oriental que denotaba lujo y exclusividad. Después se calzaba unas zapatillas que había comprado ex profeso en el centro, en la zapatería Rosamartha, de 5 de mayo número 6, donde había calzado de tacón corrido y calado como el que usan “las Estrellas de Hollywood”.
Si al cabo de los arduos años de matrimonio nuestra espléndida mujer llegaba a sentirse preocupada por el paso del tiempo, tenía opciones a la mano gracias a los productos de Helena Rubistein, marca para la cual, decía su lema, “la belleza no tiene edad”, y promovía en Excélsior sus compresas para los “ojos cansados y arrugados”; una crema para los “párpados abolsados” y otra nocturna, afirmaba, “para el cutis envejecido, lleno de líneas y arrugas”. También tenía la posibilidad de hacerse un tratamiento facial en la clínica de belleza de la señora Colomba P. de Isasi, quien, como indica una nota de Excélsior, había pasado una larga temporada en Nueva York y París con los más célebres médicos faciales y ahora equipaba su nuevo centro de belleza con aparatos traídos de Europa y Estados unidos, lo que le permitiría asegurar que quien se sometiera a su tratamiento lograría rejuvenecer. Entre las tantas representaciones que habitaban del imaginario social, estaba la de rejuvenecer gracias a los saberes y adelantos nuevo traídos de las grandes mecas de la moda.
Mujeres atrevidas de los años 50
Mientras una nota de Excélsior de 1952 comentaba que si ganaba la presidencia el candidato priísta, Adolfo Ruiz Cortines, el voto femenino era inevitable, en la práctica las mujeres tomaban gradual pero progresivamente más espacios laborales y públicos. Por ejemplo, podemos imaginar ahora a una joven de clase media deseosa de poder obtener algunos ingresos propios o incluso independizarse si, como lo sugería un anuncio de nuestro diario, se convertía en una experta costurera gracias a su Centro de Costura Singer que le permitiría hacer confecciones perfectas, lindos vestidos, bordados de maravilla e inclusive hacer decorados “con arte y buen gusto”; sólo le bastaría que fuera al tomar clases con las profesoras expertas de Singer y, si trabajaba, podía asistir a clases nocturnas. Si esta emprendedora mujer lograba hacer prosperar su propio taller de costura, tendría que reorganizar su vida diaria y acaso dejaría el cuidado de sus pequeños en la guardería y jardín de niños María Luisa Bandala, anunciado en las páginas de sociales de su diario, pues su sala maternal contaba con “cunitas, corralitos, camitas y juguetes” que proporcionaban seguridad y alegría a los niños durante su estancia.
Tal vez esta moderna madre ya no fantaseaba con una casa con sala estilo virreinal, sino con una de estilo americano, con paño de lana, “clásico, moderno, exclusivo y diferente”, con mesa modernista de caoba, a sólo 1,850 pesos, como se la anunciaba la mueblería Galerías Greco de Álvaro Obregón, en la colonia Roma. Ahora ella no se conformaría con escuchar la radio, sino que aspiraba a disfrutar de una televisión Craftsmen, anunciada como “la pantalla más grande de México” con alta calidad de contraste en blanco y negro y con la más alta fidelidad en imagen y sonido.
Acaso también era una mujer que podía ser un poco más atrevida y libre en sus conductas y relaciones, como lo proponía el anuncio de lápiz labial Pal, que llenaría sus labios con la finísima pasta de lindos colores y aroma exquisito, para herir el corazón de su hombre que besaría incluso su cuello, tal como lo mostraba la ilustración impresa en Excélsior. Quizá también se pensaba como una mujer “dueña de sí, atractiva y encantadora” para un hombre al que podía echar los brazos al cuello sin temor, tal como proponía la fotografía de la publicidad de la crema desodorante Odorono que garantizaba desaparecer el desagradable olor de la transpiración durante 24 horas
Nuestra audaz mujer de los años 50 podía pedir a su hombre que la llevara un viernes por la noche al restaurante bar Los Canarios, en Reforma 2601, donde cenaría, bailaría y podría convivir, como lo prometía el anuncio, con artistas de teatro, radio y televisión. Los medios de comunicación adquirieron su lugar en la imaginación como fuentes de prestigio social y quien tocara a sus “artistas” participaría de su luminiscente encanto. Pero nada tendría sentido si esa noche no se consumaba otra fantasía publicitaria del brassiere Exquisite Form, que garantizaba “belleza en la intimidad”, hecho con los materiales más finos y suaves, y que le daba a la silueta femenina la belleza con que “toda mujer sueña” (de venta en el Centro Mercantil). Y seguramente al calor de las bebidas de la cena, tampoco mostraría pudor en lucir sus piernas unas medias Clearspon transparentes y adorables que, como rezaba su publicidad, le permitirían gozar de una nueva sensación de prenda nylon que se amoldaba a la piel.
Ahora las clínicas de belleza no sólo hacían tratamientos faciales, ahora se anunciaban sin pudor las cirugías plásticas y estéticas, como las de la clínica del doctor Daniel Oseguera, en Insurgentes 44, quien ofrecía corrección de cara, busto, abdomen y por supuesto nariz, para lo cual contrastaba dos fotografías donde una nariz femenina recta y larga con otra pequeña y respingada. Los estereotipos de belleza comenzaban pues hacer estragos en quienes no cumplieran los estándares o cometieran el terrible accidente de nacer con una constitución robusta o una bella nariz libanesa.
Excélsior, detonador de la imaginación
Si el periódico ―y especialmente su publicidad― es un creador y multiplicador de fantasías, constructor tipos y estereotipos sociales y modelos de conducta que con frecuencia poco tienen que ver con la difícil realidad cotidiana de muchas familias e individuos, no podemos regatearle su poder generador de expectativas y aspiraciones en sectores significativos de la sociedad mexicana y, en este caso, como detonador la imaginación femenina en torno a la cultura material, el consumo, la vida familiar, los roles de género, los espacios y formas de sociabilidad, las nociones de lo estético, el gusto y el placer, los rituales privados y públicos, la formación de ideas sobre la pertenencia a una clase o jerarquía social. Las páginas de Excélsior se movían entre las representaciones periodísticas de la realidad y los imaginarios de la publicidad capaces de crear ensoñaciones sobre mundos posibles, fantasías de ascenso social acaso a veces cumplidas, modelos de vida idílicos que provocaban suspiros y movían a los lectores y lectoras que, gracias a su diario, podían imaginar lo que creían o querían que fuera “la vida nacional”.
* Académico del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM.