Gabriel Páramo. Algarabía
Explorar la historia de Arturo, el legendario rey de Bretaña, es entrar en un espacio encantado, visible y deseable, que se desvanece a medida que nos acercamos a él.
Para empezar, si queremos ceñirnos a la verdad —lo cual implicaría cierta inconstancia— deberíamos olvidar casi todo lo que sabíamos sobre alguien a quien algunos califican como «uno de los personajes más influyentes en la historia del mundo».
Su verdadero nombre pudo haber sido Artorius, lo que es importante porque lejos de ser un monarca feudal, la historia de nuestro héroe se sitúa alrededor de los siglos iv o v de nuestra era, cuando Inglaterra, a partir del desmoronamiento del Imperio Romano, quedó a merced de pueblos que, al no compartir los ideales latinos, fueron calificados como bárbaros. Así, Artorius hubiera sido el defensor de un status quo netamente romano.
El Hombre-Oso
Sin embargo, también podría haber sido conocido como Artos —oso, en celta—, Artos Viros —hombre-oso, también en celta—, o Arth Gwyr —en galés. Si aceptamos estas alternativas, entonces el hombre-oso estaría más cercano étnicamente a los originales habitantes de las islas británicas, pero él mismo ha sido un «bárbaro»; aunque algunos investigadores proponen que Arturo fue un líder romanocelta que se destacó en las guerras contra los invasores sajones. Es más, algunos autores como Norma Lorre Goodric1 proponen que Arturo fue un líder naval escocés que derrotó a los piratas sajones, y convirtió a la actual isla de Mann, en el mítico Camelot.
Desde cualquier perspectiva, el rey Arturo no era un rey inglés y, por supuesto, tampoco era un rey cristiano.
La mayoría de las leyendas y relatos que encontramos desde el siglo vi —conocidos como Gododdin2 —, se refieren a él como un pobre campesino criado en el romanizado sur de Inglaterra, que realizó hazañas de tal magnitud que lo convirtieron en defensor de los valores de su pueblo, en héroe del medioevo cristiano y, por lo tanto, en un ser extraordinario.
Así, Arturo se nos presenta a veces como un símbolo étnico —con todas las implicaciones que esto pueda tener— por algunos grupos amantes del folklore que lo han tomado como inspiración para sus composiciones líricas, y otras como un héroe de tipo mesiánico; por ejemplo, apareciendo en una serie de narraciones sobre una invasión extraterrestre, en las que regresa para salvar la Tierra —basadas en las tradiciones que niegan su muerte real y que afirman, regresará para salvar a los bretones de sus enemigos.
Fuentes históricas que no lo son
Es un hecho que la leyenda del rey Arturo se fue construyendo con los siglos sobre fragmentos históricos inconexos, algunos de ellos fuera de contexto. Este proceso se realizó a través de un profundo sincretismo religioso y cultural.
De las fuentes históricas sobresale Nennius, un monje del siglo ix que liga a Arturo —guerrero, pero no rey— a varias batallas en donde ayuda a diversos gobernantes británicos. Trescientos años más tarde, Geoffrey de Monmouth asegura en su Historia Regum Brittaniae, que Arthur, hijo de Uther, derrotó a los bárbaros en doce batallas, conquistó un gran imperio y se enfrentó a los romanos hasta la traición de Mordred. Mas no fue sino hasta el siglo xv, que Sir Thomas Malory escribió la larga y complicada historia que en la actualidad se considera la base del conocimiento artúrico.
«Arturo es el arquetipo del rey mítico que concentra las esperanzas de una raza como reflejo del hombre primordial», Juan Eduardo Cirlot
En el Diccionario de Eduardo Cirlot se comenta que a este personaje se le han asociado «símbolos como los de espadas y escudos mágicos o milagrosos, —como los de la guerra santa o el combate del bien contra el mal—, así también el de los doce caballeros, asimilables a los signos del zodiaco que implican una idea de totalidad».3
También es cierto que el «rigor histórico» que tanto nos ha enorgullecido los últimos 200 años simplemente no existía en el pasado. No importaban fechas ni datos precisos —lo que puede verse, por ejemplo, en los Evangelios—, sino que se enfatizaban las acciones simbólicas, de tal manera que toda «historia» era en realidad una alegoría con un profundo mensaje social, cultural, político y sobre todo religioso.
Por ejemplo, existen muchísimas versiones sobre la caída de Camelot. En algunas, se aduce como causa los ataques de los romanos, en otras los de los godos, en otras los de los pictos, y hasta se mencionan los ataques tanto de los franceses como de irlandeses.
Los héroes debían seguir un modelo establecido, ya que se trata de arquetipos, no de personas reales. Así, la narración de sus hazañas fueron adecuándose a la realidad que se vivió en aquellos momentos.
Se mencionan también maquinaciones o traiciones a manos de Lancelot —caballero de la Mesa Redonda que comete adulterio con Guinivere o Ginebra, la esposa del rey—, Morgan le Fay —media hermana de Arturo—, o Mordred —conocido como «El Traidor», quien había sido amigo de Arturo hasta que se vuelve contra él utilizando a su esposa—; y más acorde con el espíritu feudal, encontramos traiciones perpetradas por reyes que se rebelan a la sujeción de su señor. Sin embargo, en todas estas versiones se conserva la misma enseñanza moral: Camelot se deteriora por la traición al rey de su mejor amigo, y por la decadencia de los caballeros encargados de velar por el reino; lo que tiene como consecuencia la muerte de Arturo en la batalla de Camlann.
¡Que viva el Rey!
A pesar de sus 1,500 años, el rey Arturo sigue siendo un héroe popular. Ha aparecido en un sinfín de películas. También ha sido protagonista de novelas como Connecticut Yankee in King Arthur’s Court —Un yanqui en la corte del rey Arturo— de Mark Twain, incluso en dibujos animados y cómics, como «El príncipe valiente» que publicaba el periódico Excélsior los domingos hace ya varias décadas. Y por si fuera poco, también continúa apareciendo en gran número de juegos de video.
Algunos grupos sectarios lo han asociado con vampiros y cultos religiosos; los cantantes de new age siguen recordando sus hazañas, y su presencia sigue inspirando a millones de personas en el mundo.
La vigencia de Arturo y su leyenda nos hace concluir que en el mundo de hoy, egoísta y fatuo, no solamente prevalecen los valores del materialismo como el interés personal, sino que todavía hay gente que aprecia los valores ancestrales de lealtad, compañerismo, esperanza y fe.
Bedivere, su compañero más antiguo, se arrodilló junto a él para confortar a su amigo agonizante y le dijo:
—Mi señor, mi rey Arturo, ¿qué necesitas?
Arturo le respondió:
—Toma a Excalibur, mi espada, y lánzala al lago: luego regresa y dime lo que viste.
Thomas Malory, Le Mort d’Arthur
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Gabriel Páramo es licenciado en Periodismo, con especialidad en mercadotecnia. Ha escrito para publicaciones tradicionales y en línea como Complot y Mánchate. Es coautor del libro Doce de cien y próximamente publicará otro. Ha colaborado como consultor en comunicación para diversas empresas e imparte clases de comunicación en varias universidades.