Astrid García Oseguera. Algarabía
El octavo largometraje del documentalista Everardo González explora una de las venas abiertas del México contemporáneo: la guerra contra el narcotráfico.
omo una suerte de titiritero, Everardo González posiciona frente al lente invasor de su cámara a un puñado de testigos de la llamada ‘Guerra contra el narcotráfico’. Aquellos sobrevivientes relatarán con el corazón en la mano el suceso que demarcó el curso de su vida: el momento en el que la violencia arrancó un pedazo de su humanidad, un fragmento de su identidad.
La libertad del diablo es una propuesta de no-ficción que se vale de los elementos retóricos para confirmar todas nuestras sospechas: «México se está pudriendo.»
De esta manera, González retoma la perspectiva social de su producción anterior (El Paso, 2016), la cual explora otra de las venas abiertas de la inseguridad en México: la violencia contra periodistas, la cual, al día de hoy, ya se puede considerar una masacre. Así, el director mexicano disecciona las memorias, los miedos, las teorías y los remordimientos, no de un grupo de personas, sino de todo un pueblo que se ha unificado a causa del dolor, la impotencia y, sobre todo, el desasosiego.
Los recursos retóricos de esta pieza cinematográfica son limitados, pero simbólicos. El uso de máscaras puede señalarse como el más prominente y significativo: los individuos entrevistados tienen la cara cubierta con una máscara en todo momento. Artífice que podría indicar que se trata de una puesta en escena, una recreación de los hechos; sin embargo, la intención autoral es incuestionable: no importa cuál sea el rostro detrás del antifaz, estos relatos son nuestra realidad, son aquello que está velado en las noticias constantes sobre muerte, violencia y desapariciones forzadas.
La libertad del diablo
Lágrimas, voz y memorias: elementos únicos que construyen la narrativa del filme, cuya fuerza se vigoriza cuando aquellas personas hacen visible el calvario, el punto de inflexión que trasformó su vida en un infierno. El revestimiento de todo vestigio de identidad erige un sentimiento de igualdad entre hijos, padres, hermanos y verdugos de las víctimas. Hace evidente que esta —y cualquier otra guerra—flagela solamente a un mártir: el pueblo.
Sin duda, uno de los momentos clave de la obra se genera a través del testimonio de los sicarios, los asesinos y, cínicamente, los miembros del ejército. Es esa narración de maldad pura, de crueldad sin precedentes que siembra una semilla de horror en el espectador, que al mismo tiempo expone sin pudor la pérdida de todo sentido de humanidad.
Revelaciones que se manifiestan de manera incontrolable en el público: ¿es inminente convertirse en víctima o en verdugo?
Con siete largometrajes de corte documental, González —quien también ha incursionado como fotógrafo en sus producciones— demuestra en La libertad del diablo que su interés como cineasta está posicionado en difundir la guerra, la historia y las vicisitudes de un México fracturado. A pesar de la temática recurrente en su trabajo audiovisual, su objetivo no es la creación de obras didácticas; más bien, utiliza su formación en Comunicación Social para presentarle al espectador las bases de un ángulo latente que adolece y deja que cada quien formule una conclusión.
Galardonado con el Premio Amnesty del Festival Internacional de Cine de Berlín, el filme se construye a través de una mesurada factura y un mensaje ideológico innegable: así como las máscaras de los entrevistados, este es un retrato desgarrador de un México desfigurado, que está mutando irreparablemente, que está envenenado el alma de un pueblo. La libertad del diablo ha atravesado el mundo para exclamar con las entrañas una sola cosa: México se está pudriendo.