Por Luis Tovar
La maravilla de sentir amor por alguien vale con creces la segura tristeza y el posible dolor cuando eso que llegó a sentirse ya no es más que otro inquilino en la memoria: esto pensé al ver, sin que ella me mirara, los ojos de una desconocida mujer joven que iba por la calle en dirección contraria a la mía, y sé que la sonrisa que llevaba en las pupilas fue sólo algo así como el detonador o, más precisamente, el precipitador de algo que venía tomando forma en mi cabeza hace unas horas.
Hay ocasiones en que al pasado se le antoja darse una vuelta para ver cómo va todo, y hoy sucedió: ella, la última mujer que he tenido en el centro de mi centro, y yo, coincidimos en un restaurante. Estaba sentada en la barra y como ahí no quedaba ningún sitio disponible, me senté en una de las mesas, distante unos cuantos metros. Hasta hace poco aún hubiera cometido yo la tontería indelicada de acomodarme dándole la espalda. Peor aún, posiblemente al descubrirla pude haberme dado vuelta e ir a comer a otro lugar, pero me senté mirando hacia la barra y su perfil izquierdo quedó al alcance de mi vista. Ella podía verme también, pero si en algún momento llegó a hacerlo no lo supe.
Mientras yo comía y leía el diario la escuché hablar –sin entender lo que decía– con alguien sentada a su lado, la observé manipulando su celular, y unos minutos después vi que terminaba de comer, pagaba y se iba. Llevaba jeans de mezclilla azul, una blusa artesanal con bordados y el cabello recogido. Mirándola así, ya tan ajena, a su vez y como yo perfectamente capaz de coincidir sin que ninguno tuviera no sólo una reacción excesiva sino ninguna de ningún tipo, fue cuando empezó a formarse en mi cabeza esto que se derramó hace un rato, al mirar los ojos amorosamente sonrientes de la desconocida.
No fueron dolor ni tristeza, sino el recuerdo del dolor y la tristeza, lo que se me dibujó primero, y casi de inmediato ese par de clavos en el aire se desvanecieron para dar paso no a una sino a un cúmulo de imágenes previas, que comencé a evocar mientras miraba el movimiento de sus manos. Luego recordé muy vívidamente la sensación firme y cálida de su abrazo, después llegaron sus labios, y ya para entonces todo cabía entero en una sola idea: el amor que nos llegamos a tener y a prodigar.
Perdieron relevancia mucho antes, pero en ese momento importaron todavía menos las razones y las sinrazones que acabaron deshilvanando el tejido que fuimos. Preferí, como prefiero ahora y lo haré siempre, que su presencia –que es como decir su existencia– no me diera igual, y que el acto de no ignorarla bebiera de los recuerdos gratos, que son muchos y muy grandes, y no de lo que vino después.
El amor, que es como el Cid, puede ganarle todas las batallas a la mismísima muerte •