Francisco Javier Correa López
En sus cantos, Virgilio recurre a la mítica figura del serafín alado, que lanza una flecha al corazón de Dido para que se enamore de Eneas. Nace entonces la imagen del erotes Cupido.
La tradición griega
La figura de Cupido aparece en la mitología griega como Eros, dios del amor y el deseo sexual, hijo de Afrodita y Ares. Por otro lado, en la versión platónica del Simposio se dice que era hijo de Poros y Penia. Ambas versiones son útiles para comprender la naturaleza de Eros: belleza y violencia; riqueza y pobreza; lo carnal y lo material que conjugan en él los distintos matices del amor.
Pero hay una versión anterior, la que narra Hesiodo en su Teogonía, equivalente al libro del Génesis del Antiguo Testamento. Si la Biblia dice: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra», los griegos señalan: «En el principio era el caos», del caos deviene el orden y con éste Gea —la Tierra—, Tártaro —el Inframundo— y Eros. Por lo que hay en este último una fuerza creadora y regeneradora.
La tradición latina
Concebido por la noche, el amor y las sombras por obra de Júpiter —equivalente romano de Zeus—, o por el fuego de Vulcano, Cupido fue visto como una figura multidimensional que reflejaba el deseo, las pasiones, los caprichos y hasta las violencias de la naturaleza humana.
Alessandro Allori, Venus y Cupido, s. XVl
En su versión más extendida, Cupido nace de la cópula entre Venus y Marte, a la cual se oponía Júpiter, por lo que intentó asesinarlo en el momento de su nacimiento, pero Venus lo escondió en un bosque. Cupido creció convirtiéndose en el ser más hermoso y encantador, pero tenía una característica que ninguno de los otros dioses del panteón romano o griego tuvieron: se guiaba únicamente por los sentimientos y emociones, y nunca por la razón. De aquí que se diga que el amor no entiende de razones.
En el bosque se fabricó un arco con la madera de un fresno caído e hizo sus propias flechas de un ciprés, aprendió a disparar y a no errar ninguno de sus tiros. Al darse cuenta de su habilidad, su madre le regaló arco y flechas de oro sólido y le concedió el don de otorgar amor y felicidad a los hombres que lo merecieran al unirlos con una pareja, o hacer que ésta se separara si no había hallado la virtud en su relación. Así, unas flechas tenían la punta de oro que otorgaba amor, y otras punta de plomo que provocaba olvido e ingratitud. El poder de las flechas era tal que ningún hombre o dios podía repeler su fuerza. Ésta es la imagen de Cupido que quedaría en el imaginario colectivo para la posteridad.
Cupido y Psique
El mito narra que Afrodita estaba celosa de la belleza de Pisque; como venganza a esta afrenta que la diosa tomó como personal, mandó a su hijo Eros —Cupido— a que la atravesara con una flecha de oro para que se enamorara del varón más horrible. Eros iba a obedecer, pero al contemplar a la joven se enamoró perdidamente de ella y arrojó la flecha al mar, llevándose a Psique en brazos hasta su palacio.
Para evitar la furia de su madre, Eros le prohibió a Psique que lo viera, por lo que sólo se encontraban en las noches y en total oscuridad. Ella, aconsejada por sus hermanas, decidió encender una lámpara mientras Eros dormía para saber quién era. Pero al acercar la lámpara, dejó caer accidentalmente una gota de aceite hirviendo en el rostro de su amado, quien despertó y, decepcionado por la desobediencia de su mujer, la abandonó.
Hugh Douglas Hamilton, Cupido y Psique, 1792-1793.
Para recuperar su amor, Psique le pidió ayuda a Afrodita, quien le designó cuatro tareas casi imposibles de realizar. La última de ellas consistía en bajar al Inframundo y hacer que Perséfone, reina del Hades, le diera un poco de su belleza, y que la guardara en un cofre especial. Venciendo muchos obstáculos, Psique logró hacer la tarea y regresar a la Tierra, pero no le entregó el cofre a Afrodita sino que lo abrió para quedarse con un poco de la belleza de Perséfone y así tratar de recuperar el amor de Eros.
Para su sorpresa, del cofre salió un vapor somnífero. Eros, quien la había seguido, voló hacia ella enternecido y le quitó del rostro el vapor antes de que pudiera caer en un sueño eterno. Y como demostración de su renovado amor, pidió a Júpiter y a Venus que le permitieran casarse con Psique. Los dioses, olvidando sus rencores de antaño, aceptaron y admitieron a la joven en el Olimpo. De su unión nació Hedoné —de aquí la palabra hedonismo—, la encarnación del placer, la sensualidad y el deleite.
La figura del bello joven alado, cargando su arco y sus flechas, ha permeado la cultura desde la antigüedad hasta nuestros días. Así entonces, sin importar si es un grabado de Doré para el Orlando furioso de Ariosto, o un verso del poeta español Ibáñez de la Rentería, o una imagen ramplona en alguna postal de San Valentín, Cupido aparece como una figura central del imaginario social en la relación de amor entre el hombre y dios. Y es que, en esencia, todo flechazo de amor tiene algo de pasión humana y algo de sentimiento divino.