José Ignacio Nuño Morales
Probablemente la definición más común de belleza sea la que indica que «es lo que proporciona gozo a los sentidos». Sin embargo, esta declaración, en apariencia tan nítida y neutral, puede de inmediato someterse a toda clase de cuestionamientos.
¿Qué es lo bello? Platón asociaba la belleza con la bondad, la luz y el resplandor de la verdad; Aristóteles, con la grandeza, el orden, la simetría y la delimitación; San Agustín, con la unidad en la muchedumbre y la variedad; los neoplatónicos, con la inteligencia y el bien. En los tratados clásicos de estética, por su parte, se habla de tres elementos esenciales de toda obra bella: integridad, orden y resplandor.
Además, en numerosos ensayos se pondera que la belleza depende de la síntesis de la forma y el contenido —o la función, en términos de diseño arquitectónico o industrial—. Finalmente, todos conocemos la tesis del «arte por el arte», en la que se desdeña la importancia del contenido o de los aspectos utilitarios respecto del resultado formal.
Pero, al margen de las consideraciones metafísicas y de la evidente diversidad en las finalidades y medios de expresión de las distintas manifestaciones del arte, conjeturar sobre la belleza nos conduce a conclusiones relativistas o descripciones metaforizadas, en las que el ingrediente subjetivo o la dificultad de definirla no pueden soslayarse.
Así, Goethe decía que «nuestro entendimiento de una obra de arte, lo mismo que el de una obra de la naturaleza, es siempre inconmensurable. La contemplamos, la sentimos; es eficaz, pero elude el conocimiento exacto y su esencia; su calidad no puede expresarse en palabras».
Por su parte, Marcel Proust señaló que «desde el momento en que las obras de arte son juzgadas mediante el razonamiento, nada es estable o seguro y se puede demostrar cualquier cosa que se quiera». En un notable ensayo1 «Un argumento sobre la belleza», Letras Libres 50, México, febrero 2003., Susan Sontag afirma que, para Paul Valéry, la naturaleza de la belleza no puede ser definida; la belleza es, precisamente, lo «inefable». Esa incapacidad de objetivar el fenómeno ha dado lugar a un lenguaje equívoco que habla de objetos «interesantes», «atractivos», «sugerentes» u «originales», y que utiliza muchos términos para describir las características de una determinada obra de arte —armonía, unidad, equilibrio, coherencia, riqueza expresiva, emoción, vigor, impacto, plasticidad, movimiento, ritmo, colorido, complejidad, sencillez, pureza, delicadeza, profundidad, alegría, espiritualidad, signficación, etcétera—, que, aunque pueden ser útiles y certeros, también son eufemismos tramposos que contribuyen a la confusión o a reforzar la postura de quienes piensan que hablar de belleza es un anacronismo, una simplificación propia de personas poco cultivadas.
La belleza y la moda
La moda indudablemente influye en los procesos de producción y apreciación de lo que conocemos como «arte», pero es incuestionable que esa influencia tiene un sustento y un propósito mercantil tan banal como poderoso para una sociedad consumista. A propósito de la tiranía de la moda, acudo a una reflexión del escritor español Antonio Muñoz Molina: «Creemos sinceramente estar disfrutando de algo y de lo único que estamos disfrutando de verdad es de la abyecta complacencia en lo que otros han decidido que debe gustarnos [...] Tal vez no haya más aprendizaje verdadero que el de la libertad del propiogusto, [...] esa modesta rebelión contra la voz secreta de lo obligatorio que nos convierte en ventrílocuos inconscientes de los designios de otros»2 Antonio Muñoz Molina, «Todo el arte es lo mismo», en Travesías, México: DGE / Equilibrista / UNAM, 2007.. Esta reflexión nos conduce, de nuevo, al reconocimiento de que la subjetividad está presente en todo juicio sobre el arte y la belleza.
Me gusta también, a manera de conclusión, esta frase de Susan Sontag: «La atribución de belleza nunca dejó de entremezclarse con valores morales. Lejos de ser polos opuestos lo estético y lo ético —como insistieron Kierkegaard y Tolstoi—, lo estético es en sí mismo un proyecto casi moral».
La fealdad
Ahora bien, hay que preguntarse si la dificultad de ponerse de acuerdo en materia de belleza está presente también en lo relativo a la fealdad. En principio, la respuesta es sí; aunque, a mi juicio, existe una definición más o menos clara: es feo todo aquello que está notoria y arbitrariamente impuesto o descontextualizado en términos históricos, sociales, ambientales, formales, técnicos o económicos; es decir, todo lo que aspira a ser lo que no puede ser, pero que nunca puede confundirse con lo bello.
Existe una brillante definición de lo cursi, que nos dice que es «lo exquisito frustrado» —no sé a quién se le debe, pero me parece inmejorable—, y que perfectamente puede aplicarse a lo ridículo o grotesco, que son, según creo, las categorías más elevadas de la fealdad, y que en la arquitectura de nuestro país —para circunscribirnos al llamado «arte social por excelencia»— son las más visibles y de las que es imposible sustraerse en la experiencia cotidiana. Esta fealdad abarca desde los pastiches historicistas —remedos de colonial mexicano, mansardas, balaustradas, frontones neoclásicos, columnas jónicas, pirámides prehispánicas, etcétera—, hasta las pretensiones de una expresión de modernidad que intenta reproducir la estética de las naves espaciales o las tipologías arquitectónicas más vanguardistas del star system, y que a las pocas semanas acusan los defectos de una deficiente tecnología.
Existen muchos ejemplos de realizaciones que pretendieron rebasar sus posibilidades reales, de obras que «quisieron, pero no pudieron»: monumentos burdos y desproporcionados en honor a la Madre, el Niño o toda clase de gestas y prohombres de la historia; gratuitos, chabacanos y escenográficos formalismos de arquitectos ávidos por llamar la atención para que se les reconozca; galerones forrados de toda clase de ornamentos para «meter la pala»3 Engañar con disimulo, timar, «dar el gatazo».; en fin, arquitectura chatarra de todo género y estilo que no reconoce su escala, su entorno, los materiales y procedimientos constructivos a su alcance ni las condiciones climáticas del sitio.
Con frecuencia se afirma que tal o cual ciudad de nuestro país es bellísima, pero lo cierto es que nuestras urbes han crecido y siguen creciendo mal, sin orden ni concierto, más allá de los límites que imponen los especuladores inmobiliarios y los políticos, que no obedecen a un criterio de enriquecimiento ambiental, sino mercantil, y a una sensibilidad arquitectónica deplorable.
La falta de calidad formal no es algo que deba asociarse con la pobreza únicamente, pues algunas de las peores aberraciones pueden encontrarse en las colonias más «pomadosas» de cualquier población. En la ciudad de México hay desarrollos que debieron ejemplificar lo que puede lograrse con una planeación urbana adecuada, pero que resultaron fallidos. Hay algunos edificios arquitectónicamente valiosos, que son parte de un conjunto desarticulado e inhóspito, en especial para el peatón.
Conclusión
Es una aspiración legítima, casi una necesidad, vivir en un entorno armónico y agradable. Para lograrlo, es imperativo que desarrollemos una mayor cultura arquitectónica que nos permita apreciar mejor nuestro patrimonio, tanto como impedir que la arquitectura chatarra se multiplique.❧