Los fragmentos presentados a continuación forman parte de una conversación entre el escritor G. S. Viereck y Sigmund Freud en 1926 en su casa de los Alpes suizos.
En esta charla, el padre del psicoanálisis le confiesa a Viereck sus obsesiones: el sexo, la psique humana, la vida y la muerte y, ya cerca del fin de su existencia, reflexiona sobre la inmortalidad y la vejez.
«Setenta años me han enseñado a aceptar la vida con alegre humildad», dice el profesor Sigmund Freud, el gran explorador del inframundo del alma. Lo había visto por última
vez en su modesta casa de la capital austriaca. Los pocos años transcurridos entre mi última visita y la actual multiplicaron las arrugas de su frente. Intensificaron su palidez de sabio. Su rostro estaba tenso, como si tuviera dolor.
Parece que le extirparon un tumor maligno en el maxilar superior. Desde entonces Freud usa una prótesis, lo cual es una constante irritación para él.
Su mente estaba alerta, su espíritu firme, su cortesía impecable como siempre, pero un ligero impedimento en su habla me perturbó.
Sigmund Freud: Detesto mi maxilar mecánico, porque la lucha con este aparato me consume mucha energía preciosa. Pero prefiero esto a no tener ningún maxilar. Aún así prefiero la existencia a la extinción. Tal vez los dioses sean gentiles con nosotros, tornándonos la vida más desagradable a medida que envejecemos. Por fin, la muerte nos parece menos intolerable que los fardos que cargamos.
George Sylvester Viereck: ¿Cree que el destino le reserva un tratamiento especial?
SF: ¿Porqué debería yo esperar un tratamiento especial? La vejez, con sus arrugas, llega para todos. No me rebelo contra el orden universal. He vivido más de 70 años, tuve lo suficiente para comer. Aprecié muchas cosas en compañía de mi mujer
y mis hijos. Observé las plantas que crecen en primavera. Alguna vez tuve una mano amiga que estrechar. En otra ocasión encontré un ser humano que casi me comprendió. ¿Qué más puedo querer?
GSV: ¿No significa nada el hecho de que su nombre vaya a perdurar?
SF: Absolutamente nada, es lo mismo que perdure o que nada sea cierto. Estoy más bien preocupado por el destino de mis hijos. Espero que sus vidas no sean difíciles. No puedo ayudarlos mucho. La guerra prácticamente liquidó mis posesiones, lo que había adquirido durante mi vida. Pero me puedo dar por satisfecho. Mi trabajo es mi fortuna. No estoy interesado en lo que me pueda acontecer después de muerto. Puedo parecer un pesimista pero no lo soy. No permito que ninguna reflexión filosófica complique mi fluidez con las cosas simples de la vida. Todo lo que vive perece. ¿Por qué debería el hombre constituir una excepción?
GSV: ¿Usted no tiene, en otras palabras, deseo de inmortalidad?
SF: Sinceramente no. Si la gente reconoce los motivos egoístas detrás de la conducta humana, no tengo el más mínimo deseo de retornar a la vida; moviéndose en un círculo, sería siempre la misma. Más allá de eso, si el eterno retorno de las cosas —para usar la expresión de Nietzsche— nos dotase nuevamente de nuestra carnalidad y lo que involucra, ¿para qué serviría sin memoria? No habría vínculo entre el pasado y el futuro. Por lo que me toca, estoy perfectamente satisfecho de saber que el eterno aborrecimiento de vivir finalmente pasará. Nuestra vida es necesariamente una serie de compromisos, una lucha interminable entre el ego y su ambiente. El deseo de prolongar la vida excesivamente me parece absurdo.
«Puede ser justificado decir que toda muerte es un suicidio disfrazado.»
GSV: George Bernard Shaw considera que el hombre puede prolongar su vida si así lo desea, llevando su voluntad a actuar sobre las fuerzas de la evolución.
SF: Es posible que la muerte en sí no sea una necesidad biológica. Tal vez morimos porque deseamos morir. Así como el amor o el odio por una persona viven en nuestro pecho al mismo tiempo, así también toda la vida conjuga el deseo de la propia destrucción. Del mismo modo como un pequeño elástico tiende a asumir la forma original, toda materia viva, consciente o inconscientemente, busca readquirir la completa, la absoluta inercia de la existencia inorgánica. El impulso de vida o el impulso de muerte habitan en nuestro interior.
La muerte es la compañera del amor.1 Ellos juntos rigen
el mundo. Esto es lo que dice mi libro Más allá del principio
del placer, en el comienzo del psicoanálisis se suponía que el amor tenía toda la importancia. Ahora sabemos que la muerte es igualmente relevante. Biológicamente, todo ser vivo, no importa cuán intensamente la vida arda dentro de él, ansía el Nirvana, cesar con la «fiebre llamada vida». El deseo puede ser encubierto por digresiones, no obstante, el objetivo último de la vida es la propia extinción.
GSV: Esto es la filosofía de la autodestrucción. Justifica el autoexterminio.
SF: La humanidad no escoge el suicidio porque la ley de su ser desaprueba la vía directa para su fin. La vida tiene que completar su ciclo de existencia. En todo ser normal, la pulsión de vida es lo bastante fuerte como para contrabalancear la pulsión de muerte pero, al final, ésta resulta más intensa. Podemos entretenernos con la fantasía de que la muerte nos llega por nuestra propia voluntad. Sería más factible que no pudiéramos vencer a la muerte porque en realidad ella es un aliado dentro de nosotros.
Fuente: www.algarabia.com