Madame Currutaca. ALGARABÍA.
Mis amorcillos, estoy pasando una temporadita en esta romántica ciudad que nunca me niega sus chismes. En esta temporada, la atención de los curiosos está enfocada en el viejo escritor Jean-Jacques Rousseau —de 60 años—, quien estuvo entreteniendo los ocios de muchos con la lectura de diversos textos, entre ellos sus Confesiones, que han resultado por demás escandalosas.
París, Francia, otoño de 1772
Y cómo no van a causar un alboroto, si no sé por dónde empezar de todas las cosas inmorales que este «caballero» ha decidido contarle al mundo entero. Sólo voy a relatar una parte de ellas, ciertos sucesos de juventud, aunque hay tanta tela de dónde cortar...
Nos relata Rousseau que cuando era un niño de 8 años —huérfano de madre—, su papá tenía que trabajar, así que lo dejaba al cuidado de cierto señorcito de nombre Lambercier, quien vivía con su hermana en un pueblo cuyo nombre no recuerdo. De lo que sí tengo memoria, es que la tal señorita Lambercier tuvo que darle de nalgadas en más de una ocasión porque se había portado mal. Al niño Rousseau los azotes en las pompis le dolieron... ¡pero le gustaron! Tanto así que ya de adulto ¡se excitaba cuando le pegaban sus amantes! Que no fueron pocas, por cierto, aunque se haga el tímido.
La verdad es difícil imaginarse a este señor filósofo, músico, escritor, científico, un sabio, pues, recibiendo las nalgadas de una chica, pero así es. Al parecer, la promesa del castigo le brinda a Jean-Jacques una voluptuosidad y una sensualidad que exacerban su sexualidad hasta niveles in-sos-pe-cha-dos.
Pero esto no es todo. Rousseau siguió leyendo a su boquiabierto auditorio que a los 16 años, ¡era un exhibicionista! y ni siquiera se ponía gabardina, ¿eh? Una vez se le ocurrió plantarse con el miembro al aire a la orilla de un pozo a donde iban todas las muchachas del lugar por agua. Al verlo, unas se asustaban y salían corriendo; a otras les daba risa, y algunas más reaccionaban muy enojadas. Una de estas últimas fue a acusarlo, por lo que, de repente, vio venir a un hombretón y a varias señoras enojadísimas dispuestas a darle una paliza, así que huyó a una cueva donde quedó atrapado; y sólo porque el hombre tuvo compasión de él no se lo llevaron a la cárcel. ¡Ah, pero qué muchacho tan travieso! ¿Y no que le gusta que le peguen?
En fin, hasta aquí me detengo. Tal vez en otra ocasión les contaré de cómo Rousseau convenció a su mujer de abandonar a los cinco hijos de ambos en un orfanato, o de cómo compartió sexualmente a una señorita con un buen amigo. Pero ahorita mismo voy a pedir mis sales, porque me está dando el vahído nada más de pensar en que a Rousseau le dan de nalgadas y...
Au revoir!