Con autorización de Tusquets, publicamos un fragmento del libro
IGNACIO PADILLA. EXCÉLSIOR
Durante los primeros lustros del Quijote sin Cervantes, en la España barroca y sus colonias se alzó apenas la voz de Francisco de Quevedo a favor de la trascendencia de la obra de Cervantes como algo más que una entretenida invectiva contra la lectura de los libros de caballerías.
Aquella voz tremebunda y sabia, empero, quedaría muy pronto reducida a polvo enamorado frente al aplauso pendenciero de quienes opinaron que la obra maestra del alcalaíno era un libro gracioso, y poco más.
Voluntariosamente ciegos a reconocer su propio estropicio en el del hidalgo manchego, remisos a entender una novela que trataba de su decadencia antes que de sus quiméricos triunfos, aferrados a la seguridad acrítica de los tablados lopescos, los lectores de la España habsbúrgica prefirieron que fuesen otros quienes leyesen al Quijote más o mejor.
En otro parnaso
Es verdad, por otro lado, que la recepción de la obra de Cervantes tuvo muy pronto sesudas interpretaciones en tierras vecinas y usualmente enemigas de España, pero también es cierto que esas voces, naturalmente desatendidas en el ámbito de la lengua española, rara vez se molestaron en colocar a Cervantes en el mismo parnaso de Montaigne, Molière o el propio Shakespeare.
Largo y quizás baldío sería enunciar aquí el tropel de razones y sinrazones críticas que por espacio de por lo menos dos siglos apuntalaron la mala estrella hermenéutica de Cervantes dentro y fuera de los límites de su propia lengua. En cualquier caso, fueron muy pocas las cosas que en español se escribieron sobre él, y menos todavía las que en otras lenguas se expresaron con alguna sensatez.