Wray Herbert. Algarabía
«¡Qué bonito, qué bonito!»
Contesta rápido: ¿qué quiere decir una mamá con esta frase? ¿Está reconociendo un logro? ¿Celebrando algo con gusto? ¿Felicitando a alguien? ¿O, más bien, la hablante está tratando de decir exactamente lo contrario? Sería muy difícil precisarlo, pero es posible que esta supuesta felicitación no sea tal.
¿Cómo distinguimos entre uno y otro sentido? ¿Por qué usamos la ironía
y el sarcasmo cuando podríamos ser literales todo el tiempo?
Las palabras son ambiguas, así que el comentario podría ser amable y genuino si, por ejemplo, su hija acaba de anunciarle que ganó el primer lugar de aprovechamiento en su escuela, pero es más probable que la persona lo diga cuando sale con retraso hacia una cita y, al intentar incorporarse a la avenida, ve una fila inmensa de coches que ocupa hasta cinco cuadras; es decir, se trata de un comentario irónico.
«A ver cuándo vienes a cenar a la casa, ¿eh?»
Pero la pregunta es: nosotros, como oyentes, ¿cómo distinguimos entre uno y otro sentido? ¿De qué manera detectamos la ironía? E incluso, ¿por qué usamos la ironía1 y el sarcasmo2 cuando podríamos ser literales todo el tiempo
Porque la verdad es que la comunicación humana es suficientemente difícil antes de cubrir cada frase con varias capas de significado, para además complicarla con dobles sentidos. Entonces, ¿cuál será el objetivo social de esa vaguedad de significado?
Expectativas fallidas
La psicología está muy interesada en entender cómo usamos el lenguaje de la ironía y qué vemos en él. Hay varias
teorías; una de ellas dice que la ironía es el lenguaje de las expectativas fallidas, y como es un hecho de la condición humana que las cosas no siempre salen como queremos, el lenguaje tiende a captar y expresar ese sentir. Pero, ¿cuándo y cómo surge en nosotros esa capacidad?
Una manera de acercarse al problema es a través del lenguaje de los niños.
Uno podría suponer que, como los niños tienen poca experiencia de vida, no tendrían por qué captar las ironías y tomarían cada oración de forma literal; o sea que si alguien les dice: «¡qué bonito, qué bonito!», deberían entenderlo sin ningún doble sentido y, si llegasen a captar la ironía, lo harían mucho después. Pero parece que no es así.
La psicóloga Penny M. Pexman, de la Universidad de Calgary en Canadá, decidió explorar este problema en el laboratorio para determinar qué tan rápido los niños captan la ironía y el sarcasmo, en qué etapa de la infancia emergen estas habilidades cognitivas y si realmente los niños tienen que pasar por el primer y el segundo sentido —primero el literal y, después, el oculto o sarcástico— cada vez que se enfrentan a la ironía.
Pexman tuvo que poner en marcha métodos especiales para comprobar sus teorías: por ejemplo, en un experimento, hizo que los niños asociaran la amabilidad con un pato amarillo y la agresividad con un tiburón gris; luego, los puso a ver un teatro guiñol en el que se hacían afirmaciones tanto sarcásticas como literales, al tiempo que vigilaba
los ojos de los niños para ver si los dirigían, después de cada oración, hacia el pato o al tiburón.
El resultado fue interesante, porque la hipótesis era que los niños a veces entenderían las frases irónicas de forma literal y sus ojos lo revelarían volteando a ver al pato; pero no fue así y todas las veces los niños voltearon instantáneamente a ver al tiburón, o sea que entendían la ironía desde el primer momento.
Pistas para la ironía
Esto nos permite asentar que la sensibilidad a la ironía está ligada profundamente a nuestro funcionamiento cerebral, aunque para usarla y entenderla se necesita un cierto grado de inteligencia social, porque tanto los niños como los adultos necesitamos algo que nos dé «una pista» del sentido de lo que estamos oyendo.
Esa pista puede ser: los gestos, la entonación, la inflexión de la voz, la familiaridad con el hablante —unos son más irónicos que otros—, etcétera.
Estas claves son procesadas de inmediato e integradas en la mente para captar el sentido y las intenciones del otro; esto resulta natural en nosotros, pero para los niños con autismo es un problema, ya que, debido a una anormalidad cerebral, no pueden detectar estas intenciones ni descifrar la ironía y el sarcasmo.
Lo mismo sucedería, por ejemplo, con alguien que llegara de otro planeta. En la película Alien Nation (1988), de Graham Baker, cuya premisa es la llegada y asimilación en nuestra sociedad de un grupo de extraterrestres —que son apodados newcomers—, James Caan hace el papel de un policía obligado a convivir con un detective alienígena y, en una escena, intenta contarle el chiste del médico que, al firmar la receta de un paciente, dice: «Un momento: si aquí tengo el termómetro, ¿dónde puse mi pluma?», a lo que el extraterrestre, que no está familiarizado con el humor sarcástico, contesta sin sonreír siquiera: «En el recto del paciente... ¿qué tiene eso de gracioso?»
Los experimentos de Pexman han revelado que somos sensibles a
la ironía desde la infancia, pero también se ha dado cuenta de que, aunque los niños de seis años detectan perfectamente los comentarios sarcásticos, no les agradan del todo.
Desde que somos niños desarrollamos una sensibilidad amarga o sardónica ante las tribulaciones de la vida.
Por ejemplo, si un niño falla un gol en un partido de futbol y el entrenador le grita: «Buenísimo tu tirito, ¿eh?»,
el niño sabrá perfectamente que lo está diciendo en doble sentido; pero si, en cambio, metiera el gol y el entrenador le gritara: «¡Qué horrible tiro!», al pequeño le costaría más trabajo procesarlo e, incluso, lo confundiría, porque la ironía sarcástica nos resulta más común y familiar que la contraria.
No existe una respuesta precisa de porqué sucede así, pero Pexman cree que se debe a que los humanos esperamos que la gente, en general, sea «buena onda» con nosotros —y no al revés—, y los comentarios irónicos o sarcásticos hacen gala de nuestra «mala onda».