ALGARABÍA
Así como en una moderna selfie, se trata de un juego entre la imagen que el espejo refleja y lo que el retratado desea proyectar acerca de sí mismo ante los demás.
El autorretrato es una vertiente artística en particular interesante, ya que en ella tienen lugar varios fenómenos simultáneos que la convierten en una manifestación lúdica, narcisista, introspectiva, autobiográfica, autoanalítica y autocrítica, denotativa, obsesiva y prácticamente obligada para cualquier artista.
Es muy probable que, desde la Antigüedad, los artistas se hayan pintado a sí mismos, pero, como el arte era anónimo, no sabemos qué obras son autorretratos. Fue hasta el Renacimiento cuando el hombre se colocó como centro del universo y los artistas empezaron a ser valorados por su trabajo, que el autorretrato se instala y prolifera como género pictórico.
Todos tenemos un enigma
¿Por qué autorretratarse? Responder a esta pregunta equivale a determinar la base existencial del ser humano o desentrañar su psique. Fernando Yurman, asegura que es un acto de confesión, mientras que Julian Bell afirma que en el autorretrato «se esconde algo misterioso en la frontera del que ve y del que es visto».
Al principio, el autorretrato es un aprendizaje, y luego se vuelve una representación: he aquí como me veo, he aquí como pienso que me vi» Pablo Picasso, gran practicante de este género.
De esta forma, la confesión de la que habla Yurman puede ser sólo una mentira que el artista se cuenta a sí mismo, pero también cabe la posibilidad de que el autorretrato permita contemplar la exhibición honesta de lo que se es y el valor para aceptarlo.
El resultado del autorretrato no siempre apela a un sentido realista, pues, según Kant, «este concepto viene a ser una semejanza con lo que de éste se quiere ver, aunque no concuerde con su objeto ni su determinación»; así, un artista como Diego Rivera se pinta a sí mismo con cara de sapo; José Luis Cuevas, deforme y grotesco; Miguel Ángel Buonarroti, descorporizado, como en El juicio final —en el cual no es más que el pellejo del desollado San Bartolomé—, y Robert Rauschenberg, en su Repetidor, da un salto al interior de su cuerpo por medio de radiografías