Un francés somete a estudio la obra que compró en la web por 700 euros
EXCELCIOR
Un ciudadano francés somete a revisión un cuadro que compró hace dos años por 700 euros en la web más conocida de Francia de venta entre particulares, para verificar que se trata de un Renoir pintado en 1865 y que se daba por perdido.
“Fue cuestión de suerte”, declaró Ahmed Ziani, un mecánico desempleado de 50 años que vive en la ciudad de Villeurbane, en las proximidades de Lyon, que se dedica en parte a revender cuadros, sobre todo de temas orientales y paisajes de Francia, en mercados de antigüedades.
El cuadro lo vio en el sitio leboncoin.fr en 2014 y, tras contactar con el vendedor, de Alsacia (noroeste de Francia), negoció el precio. La obra le llegó la semana siguiente y, buscando la firma del autor por toda la tela, de 96 centímetros de ancho y 76 de alto, fue su hijo quien la encontró oculta y acompañada de una fecha: “1864 A. Renoir”.
También había otras cifras escritas a mano que podrían corresponder al número de registro de la obra (22 26 28). El problema es que los Archivos de los Museos Nacionales perdieron los censos de esos años. Comenzó entonces un proceso para tratar de autentificar la pintura como Soir d’été (Tarde de verano) que fue pintada por Auguste Renoir en 1864, cuando tenía 23 años y fue expuesta al año siguiente en el Salón de París.
El dueño ha gastado más de 25 mil euros en los estudios y el laboratorio Ciram, de Burdeos, dedicado al análisis de objetos artísticos, le ha dado razones para tener esperanzas: la tela es congruente con el estilo de Renoir en ese periodo de su vida y presenta pigmentos y compuestos detectados en otras de sus obras.
Ziani pidió ayuda al ministerio francés de cultura, que, si confirma la autenticidad del cuadro, podría estar interesado en adquirirlo para exponerlo en el Museo de Orsay de París.
Siete años difíciles
Rudyard Kipling. Algarabía
Rudyard Kipling, célebre por escribir El libro de la selva , logró «traducir» con sus obras el pensamiento de la India al mundo Occidental.
A continuación te presentamos sus impresiones de cómo era el lugar donde nació, luego de haberse educado en Londres.
Soy, con la venia, el pobre hermano Lippo. No me acerquéis al rostro las antorchas.
Fra Lippo Lippi
Volvía a visiones y olores que me arrancaban frases vernáculas cuyo significado ignoraba.
Podría haberme ocurrido que mi madre no fuese «la clase de mujer que a uno le gusta», como en un caso terrible que conozco, o que mi padre resultase inaguantable. Pero mi madre demostró ser más encantadora de lo que yo hubiera podido imaginar o recordar; y mi padre no sólo era una mina de sabiduría y de valiosa ayuda, sino también un compañero experto, tolerante y lleno de buen humor. Me dieron habitación propia en la casa. El criado de mi padre, con toda la solemnidad de un contrato matrimonial, me cedió a su hijo para que fuese mi criado.
No sólo éramos dichosos, sino también conscientes de serlo.
Disfrutábamos más en familia que
en compañía de los extraños y cuando, algo después, llegó mi hermana, la felicidad fue total.
Los diarios locales
Pero el trabajo era difícil. Yo era el cincuenta por ciento del «equipo editorial» del único diario del Punjab, hermano pequeño del gran Pioneer de Allahabad, que era del mismo propietario. Y un diario sale todos los días aunque la mitad de su equipo tenga fiebre.
Mi jefe me llevó, como quien dice, de la mano y, durante tres años o así, lo odié. Tuvo que adiestrarme y yo no tenía idea de nada. No sé hasta qué punto
mi aprendizaje lo hizo sufrir, pero todo lo objetivo que llegara yo a ser, todo el hábito que adquiriese en verificar fuentes y en conseguir trabajar sin moverme del despacho, se lo debo a Stephen Wheeler.
Descubrí que un
hombre puede
trabajar con
cuarenta de fiebre,
aunque al día
siguiente tenga que
preguntar quién
escribió su propio
artículo.
Nunca trabajé menos de diez horas al día, y rara vez más de quince al día. Como nuestro periódico era vespertino, sólo vi la luz del mediodía los domingos.
[...] Desde
una perspectiva
moderna, supongo que aquélla era una vida perra; pero mi mundo estaba lleno de muchachos que, con muy pocos años más que yo, vivían solos y morían de fiebre tifoidea a los veintipocos años.
Bombay: mausoleo de fantasmas
No había libros, cuadros, obras de teatro, ni más entretenimientos que los deportes que permitía el invierno. El transporte se limitaba a los caballos y al ferrocarril que buenamente había. Esto significaba que el radio normal de viaje podía ser de unos diez kilómetros a la redonda.
La muerte era siempre una compañera cercana. Una vez, en nuestra comunidad blanca de 70 personas, se dieron once casos de una epidemia tifoidea. Como todavía
no existían las enfermeras profesionales, los hombres cuidaron a los hombres, y las mujeres a las mujeres.
«Hombres y mujeres caían donde fuera, de ahí la costumbre de buscar a cualquiera que no llegara a las reuniones diarias»
Nos acompañaban los difuntos de todos los tiempos; en el gran cementerio musulmán abandonado que estaba cerca de la estación y donde, cualquier mañana, el caballo podía pisar fácilmente un cadáver medio desenterrado. Los cráneos y huesos afloraban entre los muros de adobe del jardín. Las lluvias los volvían a desenterrar y había tumbas a cada paso.
Una ciudad vociferante
Tan pronto como el periódico pudo confiar un poco en mí, que había hecho bien el trabajo rutinario, me envió primero a hacer informaciones locales y, después, a las carreras de caballos, donde pasé tardes curiosas en el tenderete de las apuestas.
Lee: Ama lo que haces y haz lo que amas
Informé sobre fiestas de aldea, con las inevitables epidemias de cólera o viruela; sobre motines populares a la sombra de la mezquita de Wazir Khan, donde las pacientes tropas, tendidas en los parques o en las callejuelas laterales, esperaban la orden de cargar contra la multitud y pegarle a la gente en los pies con la culata del fusil —en aquella época, la Administración civil consideraba que matar equivalía a reconocer un fracaso.
Y así la ciudad vociferante, enfervorizada, ebria de sus propias convicciones, era dominada sin derramamiento de sangre o con la comparecencia de un virrey que gesticulaba mucho.
Relaté también visitas de virreyes a los príncipes vecinos, junto al gran desierto de la India, donde había que lavarse las manos y la cara con agua mineral; revistas de ejércitos dispuestas a invadir Rusia a la semana siguiente; recepciones de algún potentado afgano con el que el Gobierno indio quería estar a bien —éstas incluyeron un paseo hasta el Khyber, donde me alcanzó el disparo perdido de un bandido que no aprobaba la política exterior de su gobierno.
A la tierra que fueres...
Recibí el primer intento de soborno a los 19 años, cuando me encontraba en un Estado indígena donde, naturalmente, uno de los afanes de la administración era conseguir más salvas de honor para el representante oficial en sus visitas a la India británica, propósito para el que podía ser útil hasta la recomendación de un corresponsal perdido.
Como el remitente era de casta alta, le devolví el regalo mediante un barrendero, que era de una casta inferior.
De vuelta al periódico, me encontré con que el director estaba enfermo y tenía que quedarme al cargo. Entre la correspondencia editorial, había una carta del mismo Estado indígena, en la que se daba cuenta de la visita de «su reportero, un tal Kipling» que, al parecer, había violado uno por uno los diez mandamientos desde el rapto al robo.
Les contesté que acusaba recibo de la queja en calidad de director interino, pero que debían comprender en mí cierta parcialidad ya que la persona de la que se quejaban era yo mismo.
Volví a visitar alguna vez aquel Estado y nada ensombreció ni por asomo nuestras relaciones. Yo tenía ya práctica en el insulto a la manera oriental, que ellos entendían. Y me devolvieron la pelota a la manera asiática, que yo entendía, y asunto concluido. [...]
Encuentra el relato completo de la experiencia que obtuvo Kipling como periodista en la India, para inspirar sus narraciones en las que exalta los valores del Imperio británico, en Algarabía 86.