Andrea Tamayo. ALGARABÍA
Manuel Álvarez Bravo es uno de los fundadores de la fotografía moderna, y su mayor representante del siglo xx en Latinoamérica.
Nació el 4 de febrero de 1902 en la capital mexicana. Desde pequeño conoció la fotografía porque su abuelo y su padre eran aficionados a ella. Muy probablemente eso lo motivó a estudiar pintura en la Academia de San Carlos; pero además de tener talento artístico era muy bueno con las matemáticas, podía hacer cálculos rápidamente y sin dificultades. Dicen que su maestro lo ponía a pintar naturaleza muerta, de frutas que día a día se iban pudriendo y sobre ello iba trabajando, pero a él eso lo desesperaba. Había en él cierto espíritu científico que le exigía buscar con urgencia un instrumento tan exacto y veloz como su cerebro frente a las operaciones matemáticas. Así que a los 22 años compró su primera cámara y la utilizó en Bonampak, Chiapas, para documentar uno de sus primeros viajes.
Su mayor referente para captar imágenes fue Hugo Brehme, fotógrafo alemán radicado en México. Pero Álvarez Bravo no se dedicaba únicamente al paisajismo, evocaba imágenes casi cinematográficas que se comenzaban a realizar en aquella época por el cine mexicano e internacional.
Los temas principales de su obra fueron México, su pasado, su presente, y un futuro que él anhelaba.
A través de sus viajes muestra un país completamente distinto. Hace un siglo México era más rural que urbano, salía de una revolución para entrar a una modernidad adaptada a su gran diversidad cultural. Al igual que en Europa, surgía un renacimiento artístico, pero la forma de expresarlo fue completamente distinto.
Álvarez Bravo fue parte de este cambio en el arte junto a varios de sus contemporáneos, algunos de ellos fueron sus compañeros de trabajo y amigos de toda la vida. Rivera lo llamó «hipersensible» y Xavier Villaurrutia decía que el fotógrafo «trabaja con el cerebro en las manos.»
En esa época los murales eran una de las mayores expresiones del contexto mexicano. Entre 1930 y 1960 Álvarez Bravo también inmortalizó el muralismo a través de la lente de su cámara. Tomó cientos de fotografías de los muros que sus contemporáneos pintaban pero él creaba sus propias composiciones.
El fotógrafo utilizó los íconos de la Revolución Mexicana; el indio, el campesino y el obrero; pero mezclándolos con rincones del país.
En su peregrinaje recorrió Michoacán, el Estado de México, Jalisco, Nayarit, Oaxaca y Chiapas, siempre con la cámara en mano.
Así, en 1941 tomó una serie de fotografías en Xochimilco. En esa época viajar tan al sur implicaba salir de la ciudad y, como podemos ver en sus fotografías, el paisaje que brindaba era completamente distinto al actual.
El tema general es el conjunto de etapas históricas del país; el pasado prehispánico; con los canales y chinampas, el presente católico; algunas iglesias; y un futuro en puerta; una carretera con autos.
Ese mismo año va a las montañas limítrofes entre Jalisco y Nayarit para capturar la sierra volcánica. Después viajó a Michoacán donde fotografió la región de Mil Cumbres. En 1949 volvió a Chiapas junto al Instituto Nacional de Bellas Artes para tomar fotografías de los muros policromáticos pintados hace más de mil años en Bonampak.
Su obra, además de registrar su peregrinaje, también mostró la cultura e identidad mexicana. Álvarez Bravo capturó al paisaje y a las personas que lo habitaban, la forma en que vivían y sus actividades cotidianas. Así el fotógrafo no era sólo un peregrino de México sino de la vida misma.
«La poesía discreta y profunda, la ironía desesperada y fina, emanan de las fotos de Manuel Álvarez Bravo a modo de las partículas suspendidas en el aire, que hacen visibles un rayo de luz penetrando en un cuarto oscuro.» Diego Rivera