Francisco Masse. ALGARABÍA
En un lado, un majestuoso creador bendice la unión nupcial de Adán y Eva en el Jardín del Edén. En el centro de otro jardín, sin duda más alejado de la mano de Dios, un tropel de figuras desnudas se entrega sin vacilar a diversos placeres de la carne. Del otro lado, el horror, la [...]
En un lado, un majestuoso creador bendice la unión nupcial de Adán y Eva en el Jardín del Edén. En el centro de otro jardín, sin duda más alejado de la mano de Dios, un tropel de figuras desnudas se entrega sin vacilar a diversos placeres de la carne. Del otro lado, el horror, la tiniebla y el fuego invaden la tierra y los demonios que emergen de sus entrañas engullen y torturan a los condenados... es el fin del tiempo y el comienzo de la eternidad.
Se trata del célebre trípitico El jardín de las delicias, realizado a principios del siglo xvi por uno de los pintores más enigmáticos de la historia: Hieronymus Bosch (h. 1450-1516), mejor conocido por los hispanohablantes como «El Bosco». Luego de contemplar estas escenas —y de reponerse del estupor que provocan sus abominables monstruos y la multitud de símbolos incomprensibles, así como la sensación de desesperanza que las inunda—, uno no puede dejar de preguntarse quién fue El Bosco y cómo concibió toda esa imaginería.
Se dice que era un devoto, un orate o un iluminado; que practicaba la brujería, la alquimia o que pertenecía a alguna secta herética.
¿Acaso ingería alucinógenos o fue el primero en atisbar la mente inconsciente? ¿Qué quiso simbolizar con esas alegorías moralizadoras, esos monstruos espeluznantes y los atemorizantes demonios? Y, si parecía conocer tan bien las huestes diabólicas, ¿cómo fue que, en pleno furor contrarreformista, no acabó consumido por las llamas de la Inquisición?
Un inventor de monstruos y quimeras
En realidad se sabe muy poco de El Bosco, ya que nunca llevó un diario ni hizo anotaciones sobre su vida o su trabajo. Nunca fechó un cuadro —aunque sí firmó algunos— lo cual impide estudiar su obra cronológicamente. Además, y para acrecentar el misterio, se presume que una buena parte de sus cuadros se perdieron en el siglo xvi, cuando
su ciudad natal fue invadida por el ejército protestante y
la furia iconoclasta de éste dio cuenta de una importante porción del legado pictórico del holandés visionario. Así, la obra que persiste hasta nuestros días es escasa, casi toda está en malas condiciones o ha sido torpemente restaurada; incluso, existen dudas sobre la autoría de algunas piezas.
No obstante, hay hechos que sí sabemos; por ejemplo, que su nombre real era Hieronymus van Aken1 y que nació, vivió y murió en Hertogenbosch —de donde deriva su mote—, una próspera y apacible ciudad holandesa situada en la frontera con Bélgica, cuyo profundo fervor católico propició el nacimiento de innumerables congregaciones religiosas. Según parece, El Bosco rara vez abandonó esa ciudad, lo que sin duda influyó de manera determinante en su concepción del mundo.
Sabemos, también, que Hieronymus provenía de una familia de pintores y que seguramente recibió su primera instrucción artística de su padre, Antonius van Aken.
El nombre de su esposa era Aleyt Goyaerts van den Meervenne y que el afamado artista pertenecía a la Hermandad de Nuestra Señora, una cofradía formada por clérigos y laicos dedicada a la veneración de la milagrosa imagen de la Virgen de la iglesia de San Juan —que era el centro de la vida sagrada y secular de Hertogenbosch—, y que sus miembros fueron sus protectores y principales clientes.
El resto de su biografía y su circunstancia cae en el terreno de la especulación. No hay pruebas convincentes de que El Bosco practicara la brujería, la alquimia o que acostumbrara ingerir algún alucinógeno. También «debemos tachar de anacrónica la tendencia de interpretar
la obra de El Bosco en términos del surrealismo o de la psicología freudiana [...]; el psicoanálisis moderno hubiera sido incomprensible para el pensamiento del medievo: lo que nosotros llamamos libido era denunciado por la Iglesia como el pecado original; lo que para nosotros es la expresión del inconsciente, en la Edad Media eran los dictados de Dios o del Diablo.
La psicología moderna podrá explicar el interés que despiertan en nosotros las
pinturas de El Bosco, pero nunca podrá
explicar el significado que tenían para él y sus coetáneos»2 .
Un predicador con pincel
Para rastrear la inspiración que saturó a El Bosco y tratar de entender el mensaje de
su obra, habría que hurgar, primero, en el folklore de su región, ya que algunos de los personajes y situaciones retratados en sus escenas corresponden a decires populares o a picarescos juegos de palabras, comunes en la Holanda medieval.
Por supuesto también se vio influenciado por las visiones filosóficas y literarias de su tiempo: el ascetismo de Tomás de Kempis en Imitación de Cristo, el satírico pesimismo de La nave de los locos, de Sebastian Brant; así como las minuciosas descripciones de la Gloria celestial y los suplicios del Infierno contenidas en la Divina comedia y en la Visio Tnugdali3 .
Podemos afirmar, entonces, que El Bosco «predicaba»
en cada uno de sus lienzos y tableros, al tiempo que sus terroríficas creaciones y los detalles de los tormentos tenían la función de disuadir al pecador de atentar contra los mandamientos divinos.
Para El Bosco, el pecado y la locura son condiciones universales de la humanidad, el fuego del Infierno es el destino que tienen en común.
Sus cuadros más famosos —El jardín de las delicias, El carro de heno, El Juicio Final— condenan la búsqueda de los placeres físicos y el apego del hombre a la riqueza material a expensas de su bienestar espiritual y la salvación de su alma inmortal.
Para El Bosco, el mundo era un lugar de iniquidad y perversión, un falso paraíso de belleza transitoria donde el hombre vive permanentemente acosado por los demonios —recordemos que, en la alta Edad Media y durante la época de la Reforma, la gente veía al Diablo casi en cualquier lado—4 y cuya única salida posible era el ideal monástico de una vida alejada del mundo y dedicada a la contemplación de Dios. Pero, sin duda, el nativo de Hertogenbosch no abrigaba muchas esperanzas al respecto.
Entre el temor y el anhelo
El espacio no es suficiente para un análisis profundo de las obras de El Bosco. Baste decir que, si lo evaluamos meramente como artista plástico, podríamos afirmar que su técnica era muy inferior a la de otros maestros holandeses —como Jan van Eyck o Hugo van der Goes—, y ni hablar de sus contemporáneos italianos; que su uso de la perspectiva y la proporción en sus composiciones no reportó avance alguno a la pintura, o que la forma en que plasmaba la anatomía humana podría, incluso, parecer rudimentaria; además, su pincel eludió registrar su entorno geográfico, las costumbres de su época y la expresividad de los retratos, y los temas que le ocupaban eran contados: el triunfo del pecado, el Juicio Final, la pasión de Cristo, las escenas bíblicas y la vida ejemplar de los santos.
Se cree que El Jardín de las delicias pertenecía a Enrique iii de Nassau
Pero, entonces, ¿qué hizo que el buen Hieronymus escribiera su nombre en la historia? El hecho de que todas estas limitaciones hayan sido compensadas por una fecunda inventiva —la cual, aun ahora, podría calificarse de «insuperable»— que no sólo se limitó a la representación fiel de la realidad observada o descrita en los textos sagrados, sino que, haciendo uso de la divina capacidad creadora, confeccionó simbólicas visiones apocalípticas, voraces criaturas desprovistas de tórax, demonios crustáceos o alados, piernas sin dueño, monstruos armados con partes de varios animales y temibles cabezas de pájaro que degluten y defecan a las almas malditas.
Comparado con sus contemporáneos, El Bosco gana una distancia sorprendente en originalidad, contundencia y desprendimiento de las cuestiones terrenas. Con él, el horror y el éxtasis se tocan.