LA REDACCIÓN. ALGARABÍA
¿Has sentido esos ataques de melancolía cuando te encuentras lejos de casa?
Hace tiempo hice un análisis para pronosticar el lugar que podría ocupar México en la clasificación final del campeonato mundial de Chile, en el ya remoto 1962.
Analizando el calendario de juegos, había concluido que si la selección ocupaba el segundo lugar en el grupo de Viña del Mar en el que participaba —Brasil seguramente sería el primero—, tendría grandes posibilidades de disputar la final, precisamente frente a los brasileños.
México había caído miserablemente frente a España en el último minuto de su segundo juego, una escapada de la saeta Gento —puntero izquierdo del Real Madrid— y un remate a boca de jarro de Luis Suárez —interior del Barcelona— hicieron que el equipo tricolor dejara escapar la oportunidad de su vida.
El pronóstico no estuvo tan errado, pues los checoslovacos, que ocuparon esa segunda plaza, disputaron la final con Brasil.
Así terminaba un drama que se había anunciado meses antes sobre el césped del Estadio de Wembley, en lo que muy pronto sería el swinging London de los primeros años 60.
Qué lejos estoy del suelo donde he nacido...
Por entonces, las Chivas del Guadalajara dominaban la escena futbolística nacional, habían obtenido siete campeonatos en nueve temporadas, y ganado prácticamente todos los trofeos que estuvieron a su alcance. Su defensa era infranqueable, con el «Tubo» Gómez en la portería y Chaires, Sepúlveda y Villegas en la zaga, no había equipo que los derrotara.
En la tradicional formación del tres-dos-cinco —que los brasileños trataron de nulificar con su cuatro-dos-cuatro1 –,el Guadalajara de los años 50 y 60 era imbatible, particularmente por la banda derecha, donde el defensa José Villegas Tavares, conocido por el mote de «El Jamaicón», secaba cualquier ataque.
Recuerdo un partido contra un equipo brasileño —creo que era el Botafogo, aunque bien pudo ser el seleccionado nacional carioca— que se celebró en Ciudad Universitaria.
Manuel Francisco Dos Santos, mejor conocido como Garrincha, el mejor extremo derecho del mundo, quedó en ridículo cada vez que quiso driblar a El Jamaicón.
Éste, con la mirada puesta en el balón, nunca hizo caso del movimiento de piernas del famoso cascorvo, y jugada tras jugada lo dejó tendido en el pasto.
Fue un día de gloria para el futbol mexicano y, en particular, para los seguidores del campeonísimo Guadalajara. Se iniciaba así la historia de una gloria nacional, José El Jamaicón Villegas, que años después terminaría en tragedia.
México preparaba su participación en la Copa del Mundo que se celebraría en Chile. En 1958 habíamos anotado el primer gol en una competición mundial y el país entero creía que un futuro portentoso —en términos futbolísticos— nos esperaba.
Si El Jamaicón había vencido una y otra vez a Garrincha, ¿qué no podría hacer cuando se vieran las caras en la grande?
La Federación Mexicana había concertado una gira por Europa y la selección, a cargo de Ignacio Trelles, viajó con elementos de reconocida capacidad. Cuando llegaron a Londres ya habían disputado uno o dos partidos, no en todos habían andado bien, pero si se consideraba que eran partidos de preparación, la experiencia estaba saliendo a pedir de boca: los muchachos se estaban fogueando.
Hasta ese día, la meta nacional había estado resguardada por «La Tota» Carvajal, el portero más seguro con que ha contado México, pero Trelles necesitaba probar al arquero suplente, «El Piolín» Mota.
Pocos minutos antes de saltar a la cancha, don Nacho anunció la alineación. Mota se puso lívido al escuchar su nombre. «No te preocupes», le dijo el entrenador, «ahí estará El Jamaicón para guardar la defensa».
Fue precisamente esa idea, que todos los jugadores necesitaban foguearse, el arma que usó el destino para hundir a El Jamaicón.
Villegas ya estaba del otro lado y no escuchó nada, un ataque de melancolía había apresado su estado de ánimo. Aquel partido contra la selección inglesa fue como la batalla de Waterloo para Napoleón: se perdió ocho goles a cero y, en la mayoría de los tantos ingleses, el puntero derecho pasó como «Juan por su casa», El Jamaicón fue incapaz de detenerlo una sola vez.
Entrevistado por un periodista esa misma noche, el valioso defensa izquierdo del tricolor dijo que extrañaba a su mamacita, que llevaba días sin tomarse una birria y que la vida no era vida si no estaba en su tierra.
Carlos Calderón cuenta la anécdota de otro modo y en otro tiempo. Sitúa la escena en Lisboa, durante una cena que se le ofrecía a la selección mexicana antes del campeonato del 58. «José Villegas», dice el cronista, «abandonó la cena y se fue melancólico a caminar por los jardines. Las estrellas brillaban en lo alto del claro cielo portugués y Villegas volteaba al mismo y suspiraba con melancolía. Trelles, que se encontraba al tanto de sus jugadores, al ver que El Jamaicón no volvía, lo buscó por todos lados hasta que dio con él, sentado en la base de un árbol con la cara al cielo y rodeando sus piernas con ambos brazos. Se acercó al jugador y le preguntó: “José, ¿ya cenaste, qué haces aquí afuera?”. El Jamaicón le respondió: “Cómo voy a cenar si tienen preparada una cena de rotos. Yo lo que quiero son mis chalupas, unos buenos sopes y no esas porquerías que ni de México son”».
No hay lugar como el hogar
Así se le dio nombre a uno de los males mexicanos: nuestra incapacidad para competir con o en el extranjero se llama «Síndrome del Jamaicón». El mal, sin embargo, venía de lejos, y bien podemos rastrear sus antecedentes.