Gabriel García Márquez. Algarabía
Si no tienes contacto frecuente con los diccionarios y otros libros de referencia, es probable que el nombre de María Moliner Ruiz no te diga nada.
En esta semblanza, el notable escritor y periodista colombiano García Márquez nos lleva de la mano a conocer la importancia y la magnitud de la obra de esta española, así como las repercusiones que ha tenido en el mundo de habla hispana.
Hace tres semanas, de paso por Madrid, quise visitar a María Moliner. Encontrarla no fue tan fácil como yo suponía: algunas personas que debían saberlo ignoraban quién era, y no faltó quien la confundiera con una célebre estrella de cine.
Por fin logré un contacto con su hijo menor, que es ingeniero industrial en Barcelona, y él me hizo saber que no era posible visitar a su madre por sus quebrantos de salud1 .
Pensé que era una crisis momentánea y que tal vez pudiera verla en un viaje futuro a Madrid. Pero la semana pasada, cuando ya me encontraba en Bogotá, me llamaron por teléfono para darme la mala noticia de que María Moliner había muerto.
Yo me sentí como si hubiera perdido a alguien que sin saberlo había trabajado para mí durante muchos años.
María Moliner —para decirlo del modo más corto— hizo una proeza con muy pocos precedentes: escribió sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua española. Se llama Diccionario de uso del español, tiene dos tomos de casi tres mil páginas en total, que pesan tres kilos, y viene a ser, en consecuencia, más de dos veces más largo que el de la Real Academia Española, y —a mi juicio— más de dos veces mejor.
Conoce el diccionario de palabras intraducibles
María Moliner lo escribió en las horas que le dejaba libre su empleo de bibliotecaria, y el que ella consideraba su verdadero oficio: remendar calcetines. Uno de sus hijos, a quien le preguntaron hace poco cuántos hermanos tenía, contestó: «dos varones, una hembra y el diccionario». Hay que saber cómo fue escrita la obra para entender cuánta verdad implica esta respuesta.
Una proeza sin precedentes
María Moliner nació en Paniza, un pueblo de Aragón, en 1900. O, como ella decía con mucha propiedad: «en el año 0». De modo que al morir había cumplido los 80 años. Estudió filosofía y letras en Zaragoza y obtuvo, mediante concurso, su ingreso al Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios de España.
Se casó con don Fernando Ramón y Ferrando, un prestigioso profesor universitario que enseñaba en Salamanca una ciencia rara: base física de la mente humana. María Moliner crió a sus hijos como toda una madre española, con mano firme y dándoles de comer demasiado, aun en los duros años de la Guerra Civil en que no había mucho que comer.
El mayor se hizo médico investigador, el segundo se hizo arquitecto y la hija se hizo maestra. Sólo cuando el menor empezó la carrera de ingeniero industrial, María Moliner sintió que le sobraba demasiado tiempo después de sus cinco horas de bibliotecaria, y decidió ocuparlo escribiendo un diccionario.
La idea le vino del Learner’s Dictionary con el cual aprendió el inglés.
Es un diccionario de uso; es decir, que no sólo dice lo que significan las palabras sino que indica también cómo se usan, y se incluyen otras con las que pueden remplazarse. «Es un diccionario para escritores», dijo María Moliner una vez, hablando del suyo, y lo dijo con mucha razón. En el Diccionario de la lengua española, en cambio, las palabras son admitidas cuando ya están a punto de morir, gastadas por el uso, y sus definiciones rígidas parecen colgadas de un clavo.
El idioma vivo
Fue contra ese criterio de embalsamadores que María Moliner se sentó a escribir su diccionario en 1951. Calculó que lo terminaría en dos años, y cuando llevaba diez todavía andaba por la mitad. «Siempre le faltaban dos años para terminar», me dijo su hijo menor.
Al principio le dedicaba dos o tres horas diarias, pero a medida que los hijos se casaban y se iban de la casa le quedaba más tiempo disponible, hasta que llegó
a trabajar diez horas al día, además de las cinco de la biblioteca. En 1967 —presionada sobre todo por la editorial Gredos, que la esperaba desde hacía cinco años— dio el diccionario por terminado.
Pero siguió haciendo fichas, y en el momento de morir tenía varios metros de palabras nuevas que esperaba ver incluidas en las futuras ediciones.
En realidad, lo que esa mujer de fábula había emprendido era una carrera de velocidad y resistencia contra la vida.
Su hijo Pedro me ha contado cómo trabajaba. Dice que un día se levantó a las cinco de la mañana, dividió una cuartilla en cuatro partes iguales y se puso a escribir fichas de palabras sin más preparativos. Sus únicas herramientas de trabajo eran dos atriles y una máquina de escribir portátil que sobrevivió a la escritura del diccionario.
Su marido fingía una impavidez de sabio, pero a veces medía a escondidas las gavillas de fichas con una cinta métrica y les mandaba noticias a sus hijos. En una ocasión les contó que el diccionario iba ya por la última letra, pero tres meses después les contó, con las ilusiones perdidas, que había vuelto a la primera.
Era natural, porque María Moliner tenía un método infinito: pretendía agarrar al vuelo todas las palabras
de la vida. «Sobre todo, las que encuentro en los periódicos —dijo en una entrevista— porque allí viene el idioma vivo, el que se está usando, las palabras que tienen que inventarse al momento por necesidad».
Sólo hizo una excepción: las mal llamadas malas palabras, que son muchas y tal vez las más usadas en la España de todos los tiempos. Es el defecto mayor de su diccionario, y María Moliner vivió bastante para comprenderlo, pero no lo suficiente para corregirlo.