Algarabía
Azari Cuenca Maítret
Cuando se desarrolló el concepto de «gastrología», el interés primordial no surgió de «consultar a los astros», sino de encontrar una forma novedosa y entretenida para tomar conciencia del enorme esfuerzo que implica que los alimentos lleguen hasta nosotros y respetar sus ciclos de producción.
Los alimentos que conocemos no surgen de forma casual, ni tampoco «se fabrican en serie», sino que son producto de un orden extraordinario regido por la naturaleza, que a su vez dicta los ciclos y los tiempos de las cosechas de una manera simple —y a la vez compleja— porque interconecta múltiples factores que integran parte de un todo —del que somos parte— tanto en forma individual como
El valor de la comida
En nuestra época, no es de sorprender que los niños crezcan pensando que la leche viene del refrigerador y no de una
vaca —mucho menos de una cabra o una oveja—. Muchas amas de casa suponen que es «obligación de la naturaleza» que todo el año dispongamos de jitomates y fresas, porque así estamos acostumbrados a conseguirlos en los supermercados: en cualquier época del año y —para colmo— ahí sólo se ofertan una o dos variedades de cada hortaliza o cada fruta, cuando la biodiversidad vegetal nos ofrece una gama que a veces pareciera infinita; existen decenas de frutos y legumbres por cada región, época y país.
Esta diversidad está en peligro de desaparecer por la producción masiva —y selectiva— de alimentos.
Se ha olvidado que nuestros antepasados se sentaban a la mesa y daban gracias por la comida que habían logrado conseguir cada día, conscientes del gran esfuerzo que implicaba sembrar, cultivar, cosechar vegetales, frutas y cereales; así como de criar, engordar y sacrificar un animal para comérselo. Un gran logro a merced de sequías, plagas, enfermedades, inundaciones y demás variables que hacían que tener algo digno y suculento para compartir con la familia cada día fuera la única prioridad —y casi un milagro.
Perdimos el rumbo
Pero ahora, en esta sociedad tecnificada, donde parecería que tenemos todo bajo control, nos resulta muy común abrir una lata de elotes y verlos de un color amarillo intenso, todos idénticos, perfectos, cual si fueran piezas de plástico que salieron de una máquina inyectora.
Y ni hablar de la carne, el pollo y los lácteos producidos en serie o de la comida «refrigerada y lista para servir», o de la pesca desmedida y los mares sobreexplotados.
Abrimos un paquete de verduras congeladas y éstas aparecen inertes, como cadáveres verdes, pero con un corte perfecto y estandarizado —aunque insípidas y dudosamente nutritivas.
El mundo actual perdió el rumbo: modificó los alimentos, pero no en aras de una mejor nutrición, sino de una mayor rentabilidad para las empresas que los producen, y sin beneficio para la calidad de vida del campesino o el granjero. También muchos cocineros se alejaron de lo esencial: le perdieron el respeto a los ingredientes, a la técnica y a la tradición. Experimentaron con gases y elementos industriales, con sustancias químicas —algunas comestibles y otras de dudosa procedencia e improbadas consecuencias—. Cocinar, para muchos, se volvió un «acto mercenario».
Alquimia culinaria
Cocinar debe —o debería— ser la búsqueda de la transformación extraordinaria de la materia ordinaria: que los ingredientes de la receta se combinen y transmuten para lograr un éxtasis de los sentidos y una experiencia placentera, profunda, memorable y gratificante al espíritu: un logro de la alquimia culinaria que sorprenda al comensal por medio de la comida transformada gracias al amor y la dedicación.
Quien cocina sin amor, con desdén y sin interés, sólo logrará guisos insulsos; tal vez correctos en la forma y la técnica —tal vez modestos, tal vez suntuosos—, pero no logrará que sus comensales reconforten esa parte que los hace sentirse conectados con el placer de comer, y no en el sentido de gula, sino en ese estado ideal en que mente, cuerpo y espíritu se sienten satisfechos y saciados —al menos, por un instante—, reconfortados.
Quien prepara los alimentos transmite su ánimo y su intención mediante la alquimia de la cocina.
Los cuatro elementos
Cuando se analiza el sistema zodiacal, se observa que está basado en los ciclos de los planetas durante su movimiento anual en relación al Sol, por medio de lo que se conoce como «los doce signos, casas o constelaciones».
Este ciclo zodiacal también obedece a las estaciones del año y a su relación con los cuatro elementos de la Antigüedad que, en su conjunto, logran el desarrollo de la vida en nuestro planeta: agua, fuego, tierra y viento. La mención de estos «cuatro elementos» no es sólo de forma simbólica, se trata realmente de cómo influyen y se interconectan con la vida de las plantas, los animales y todo aquello que conforma el mundo.
El concepto de «gastrología» que aquí se plantea sólo busca compartir recetas que logren un resultado armonioso para emplear los ingredientes más acordes a cada signo zodiacal —es decir, a la temporalidad de cada alimento—. Esto no es nuevo, pues en el pasado alquimistas, cocineros e incluso médicos, han planteado cierta conexión entre los signos y los alimentos, buscando establecer una correlación para lograr un sistema de alimentación sano, de acuerdo a las características de las personas y su signo.
Un tomate es el mejor ejemplo de esta conjunción de elementos; el agua fue un ingrediente fundamental en su gestación: el 80% de un vegetal es agua circulando por sus tejidos y ésta distribuye los nutrientes a lo largo de la planta. El viento aportó el oxígeno, tal vez transportó las semillas y trajo las lluvias y la humedad del ambiente al vegetal. El fuego —como la energía solar— generó el calor y la radiación necesaria para la fotosíntesis. En algún momento de la historia del planeta, el fuego fue la energía que transformó los minerales del suelo, la tierra, de los que ahora las raíces de la planta se alimentan.
Todos estos elementos, conjugados en la proporción y el momento exactos —en un ciclo que permita la vida—, e integrados en un delicioso tomate, podemos retomarlos por medio de la cocina a un nuevo sistema en el que se potenciarán todas sus cualidades: creando un nuevo concepto, que es el plato terminado.