María Ares. Algarabía
Desde hace 3500 años, los laberintos forman parte de nuestra cultura, unas veces con un significado místico, otras al servicio de la religión y otras como un mero divertimento.
Pero siempre conservan su enigmática e inquietante esencia, apegada a algunos de los atávicos miedos del ser humano: ¿qué se esconde dentro del laberinto?
La primera evidencia de los laberintos es la de una figura hallada en Ucrania, elaborada entre 1500 y 1800 a.C. Sin embargo, la prueba más antigua datada con exactitud
es está en una tabla de arcilla del palacio micénico de Pilos, en el Peloponeso, de 1200 a.C. Y es que, si bien no se sabe con certeza dónde y cuándo aparecieron por primera vez los laberintos, lo que sí está claro es que fue en Grecia donde se popularizaron a raíz del mito del Minotauro.
En las redes del Minotauro
¿Existió realmente el laberinto que encerraba al Minotauro? El descubrimiento, a principios del siglo xx, del palacio minoico de Cnosos —Creta— arrojó luz sobre este mito en el que el héroe ateniense Teseo consigue matar al Minotauro gracias al hilo de Ariadna. La excavación de Arthur Evans (1851-1941) desenterró un gran número de referencias al laberinto, tanto en las paredes como en las monedas y sellos que fueron recuperados.
Más aún, el propio palacio era un verdadero laberinto, formado por una multitud de salas y pasillos que hacían imposible el tránsito por el recinto para todos aquellos que no lo conocieran.
Real o no, la leyenda del camino de Teseo a través del laberinto fue muy popular entre los griegos, quienes no dudaron en llevarla consigo en sus colonizaciones y extendieron así el símbolo del laberinto por todo el Mediterráneo.
No obstante, parece que eran espacios para la meditación y el descanso de la mente.
Los romanos promovieron los laberintos por todo su Imperio, pero les dieron un enfoque más mundano, prescindiendo del misticismo del que los habían revestido los griegos. Dotados de diseños más complejos y nuevas funciones, pasaron a formar parte de la vida cotidiana: los jinetes romanos se servían de ellos para demostrar su destreza con los caballos, realizando el recorrido en el menor tiempo posible sin pisar el trazado, y los niños los usaban en sus juegos.
El camino de Jerusalén
La Edad Media siguió la senda del laberinto. La península escandinava es una buena muestra de ello, como atestiguan los cerca de 600 laberintos de piedra que fueron construidos en su costa por los marineros, quienes se supone que paseaban por ellos antes de salir a faenar1 para confundir en el recorrido a los malos espíritus, que quedaban así atrapados en el interior, lo que permitía a los pescadores salir seguros al mar.
También eran empleados para despistar a los trolls.
Con la llegada del gótico, el laberinto abandonó una vida en la sombra caracterizada por una escasa presencia en los ritos populares y las narraciones mitológicas.
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El arte medieval lo incluyó en todas sus manifestaciones: los tapices, manuscritos y emblemas son sólo algunos ejemplos; la alquimia y la astrología tampoco permanecieron al margen de la nueva moda. Pero si hubo unos lugares en los que los laberintos brillaron con luz propia, esos fueron el suelo y las paredes de las catedrales e iglesias –especialmente las francesas— construidas durante el siglo xii.
Existen distintas teorías sobre el uso que le dieron: una encuentra en el tortuoso recorrido del laberinto un símbolo de las dudas, los miedos y las tentaciones a las que debe hacer frente el creyente para alcanzar la comunión con Dios; otra señala que el laberinto refleja el largo camino de la peregrinación a los lugares santos, y que podría haber sido usado como sustituto por aquellos fieles con problemas de salud o, bien, por otras personas que debían hacer penitencia por las faltas cometidas; también es posible que hayan funcionado como pauta para realizar procesiones en
el interior de las iglesias o como representación del camino recorrido por el Cristo desde el palacio de Pilatos hasta el monte Calvario —ya que, según algunos cálculos, el tiempo empleado para realizar este trayecto coincide con el necesario para recorrer de rodillas el trazado convencional del laberinto de una iglesia.
El fuerte sentimiento religioso, propio de esta época, y el florecimiento del laberinto llevaron a la Iglesia a servirse de él para sus fines.
El fuerte nexo surgido durante la Edad Media entre religión y laberinto se debilitó y muchos desaparecieron, unas veces debido al abandono y otras destruidos por el propio clero que vio en ellos un elemento perturbador, ya que propiciaba que los niños jugaran en el templo.
Perdidos por el parque
No fue hasta el siglo xvi, en pleno
Renacimiento, cuando comenzó a
recuperarse el gusto por el laberinto,
que alcanzaría un nuevo periodo de
esplendor en los siglos xvii y xviii, con
la llegada del barroco. A esto se unió,
en el siglo xvi, el florecimiento de la
jardinería, convertida en un arte por
derecho propio.
La llegada de especies
vegetales procedente del Nuevo Mundo
contribuyó al aumento de la exuberancia
de los jardines que dejaron de ser vistos
como los alrededores de las edificaciones.
Esta
creciente pasión alcanzó su máxima expresión en
el siglo xvii, cuando los jardines se convirtieron en
el centro de las celebraciones, donde tenían lugar bailes
y reuniones sociales, y donde las clases altas disfrutaban de agradables paseos e incluso llevaban a cabo sus conquistas amorosas.
En los llamados «jardines de amor», los laberintos estaban suntuosamente decorados; no faltaban esculturas y fuentes en cada recodo del camino, mientras que en el centro se podían ver templetes, cenadores y figuras alegóricas.
Llegan las encrucijadas
El laberinto se había apropiado otra vez de muchas manifestaciones de la sociedad. Pero el nuevo orden, con un claro gusto por lo recargado, llevó a un cambio radical en su diseño. Hasta entonces, los laberintos eran unidireccionales —es decir, sólo existía un camino que, por largo y retorcido que fuera, llevaba siempre a la meta— y era imposible perderse.
A partir del barroco, aparecen por vez primera las encrucijadas.
Hay que elegir un camino que puede no ser
el correcto y, por tanto, conducir a un callejón sin salida, lo que obliga a desandarlo para volver a intentarlo por otra ruta. Al mismo tiempo, la maraña de pasillos puede atraparnos y obligarnos a deambular, desorientados, por el laberinto.
Estos complicados diseños encontraron en los setos de los jardines y en los prados el mejor lugar para desarrollarse y entretener a nobles y plebeyos. Una razón más para que la Iglesia renegase de ellos, al verlos convertidos en mundanos objetos de diversión.
Los entretenimientos
infantiles han propiciado
un cambio en la concepción del laberinto para los adultos: se trata de los logic mazes —laberintos de reglas—. El objetivo es el de siempre, llegar a la meta, pero respetando unas normas —por ejemplo, no girar a la derecha o verificar una serie de operaciones matemáticas—. Fueron introducidos por Robert Abbott en 1962 y los divulgó el prestigioso autor Martín Gardner en su columna de juegos matemáticos de la revista Scientific American, aunque fue casi 30 años después cuando se desató una verdadera fiebre en torno a este tipo de juegos.