Por José María Espinasa. La Jornada
No descubro el Mediterráneo si digo que la fotografía mexicana –como el cartonismo y la caricatura política–tiene un nivel muy alto desde hace muchas décadas. No obstante, vale la pena subrayarlo de nuevo con la coincidencia de algunos hechos recientes. El jueves 21 de agosto se podía leer en este periódico la noticia de que el CaSa (Centro de las artes de San Agustín de Etla, Oaxaca), modelo de lo que se debe de hacer en promoción y patrimonio cultural, inauguraba una muestra fotográfica con el material que Francisco Toledo ha coleccionado a lo largo de más de cuarenta años, muestra en la cual el pintor oaxaqueño se involucra él mismo con esa particular búsqueda personal que son las radiografías intervenidas al óleo. Es innecesario repetir la importancia que tiene como artista plástico y su labor como creador de instituciones, entre ellos el Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo, que cumple veinte años y el CaSa, que cumple diez.
Y volteando la página del diario se podía el lector enterar de que en Ciudad de México se inauguraban dos exposiciones en el Museo Archivo de la Fotografía, una para celebrar diez años de la colección Luz portátil, de la Revista Artes de México, auspiciada por la Secretaría de Cultura de la Ciudad, y otra para hacerlo con los treinta años de la agencia Cuarto Oscuro. Tienen distinto significado: por un lado, Toledo no sólo ha mostrado interés en otras artes y en la literatura, sino que las ha coleccionado y legado al pueblo de México. El conjunto de cerca de cien mil documentos fotográficos que forman la colección tiene no sólo un sentido acumulativo sino uno guiado a la vez por el gusto y la reflexión. Es algo personal que se vuelve colectivo gracias a la generosidad y al impulso de compartir del pintor.
Cuarto Oscuro, la revista, en cambio, nace de una idea distinta, más social y colectiva, incluso laboral, de allí la agencia, del fotoperiodismo y la vocación de varios autores que en ese oficio, desde los años de unomásuno y después La Jornada, pero sobre todo desde el sismo del ’85, documentaron la vida social de México y el mundo. Cuarto Oscuro, a lo largo de sus “numerosos números” ha creado fotos icónicas –muchas de ellas estuvieron expuestas en las rejas de Chapultepec en julio– no sólo sobre el sismo del ’85, sino sobre las campañas políticas del ’88, el sexenio de Salinas, la rebelión zapatista y las olas de violencia del narco, pero también la vida cotidiana, la transformación de la vida en los barrios, la vida en la frontera, la nueva sexualidad en un caleidoscopio que, con una mirada creativa, fue dibujado un retrato del país y del mundo. Quien recorra sus páginas estará en cierta manera leyendo una novela a lo Balzac. Las distintas fotos de muy diversos autores construyen un “autorretrato colectivo”. Treinta años y 138 números son muchos (y celebrables) para una revista de cualquier tipo, y una muestra del arraigo en los lectores y en el medio cultural.
El título mismo de la publicación nos indica “otra época”, hoy ya el cuarto oscuro en que se revelaban negativos y se imprimían positivos está en proceso de obsolescencia, y sin embargo el efecto de la expresión sigue funcionando: seguimos hablando de negativos y reveladores en la época de la tecnología digital. La foto sigue siendo una puerta al cuarto oscuro de nuestros demonios individuales o colectivos. De manera paralela me han dicho algunos amigos médicos que las radiografías también están en proceso de desaparición, frente a las tomografías, resonancias y ultrasonidos (¿fotografías sonoras?), así que Toledo trabaja sobre esas placas que tienen algo de asomo al abismo de nuestra interioridad (costillas, columna, sombras que son vísceras, el principio de la intromisión en el metabolismo sin la necesidad del bisturí).
Otra cosa distinta, pero complementaria, representa Luz portátil, un título de colección que apela a la vez a cierta condición mítica, la antorcha que ilumina el camino, y a una dimensión cotidiana. Los libros publicados en ella –treinta en diez años– no sólo tienen la ya característica calidad tipográfica, de diseño e impresión que caracteriza a Artes de México, sino además incorpora un elemento muy importante: la colaboración entre escritores y fotógrafos. Es decir: no se reúnen textos y fotos al golpe del azar, sino que se piensan y trabajan en colaboración entre ambos creadores, se parte del ensayo fotográfico previo –es decir, no una foto, sino una secuencia o serie– y el escritor trabaja a partir de allí. Parece fácil, pero no lo es. El hecho de que tengan ya treinta títulos es un ejemplo de la inteligencia para llevar adelante el proyecto. El actual coordinador del proyecto es Pedro Tzontémoc, fotógrafo él mismo y autor de un libro, el segundo de la colección, El ser y la nada, en colaboración con David Huerta.
Es importante el maridaje de la secuencia con el ensayo reflexivo. En cierta manera es lo que le hace falta a veces a los fotorreporteros al calor de la presión noticiosa, o lo que claramente busca el coleccionismo –no he visto la exposición en el CaSa, pero conozco las facetas del coleccionismo de Toledo en pintura y grabado. La idea de instantánea, tradicionalmente muy arraigada en la fotografía como sinónimo de tiempo detenido, rompe sus límites a través del ensayo fotográfico, algo más propio de esa técnica que la antigua y hoy casi olvidada idea de la foto narración o foto novela.
La tradición fotográfica mexicana es, y hay que poder decirlo, extraordinaria, pero además ha conseguido a lo largo de su historia encontrar los vehículos –exposiciones, libros, revistas, prensa– para comunicarse con el público e incidir en la sociedad. Los hechos mencionados aquí –la exposición en el CaSa y los actos de celebración por los aniversarios de Cuarto Oscuro y de Luz portátil– son golondrinas que sí representan un hermoso verano.