Ana Gabriela Robles. Algarabía
Seguro has escuchado de sobra la expresión: «ya no hacen las cosas como antes».
Aunque esto se diga de forma negativa, se trata de algo que tiene pros y contras. Por un lado, si hablamos de la durabilidad de los productos que consumimos, no cabe duda de que cada vez son de peor calidad y tienen un menor «rango de vida»; por otro, cambiar las formas y los materiales de fabricación ha propiciado un auge de la tecnología: en sólo 100 años nuestra especie ha logrado avances tecnológicos que, hasta hace poco, sólo parecían concebibles en películas, novelas de ciencia ficción y en las películas del Santo.
El término «obsolescencia programada» fue propuesto por primera vez en 1932 por Bernard London en su ensayo «Terminar con la Gran Depresión por medio de
la obsolescencia programada»1 , en el que sugería una «fecha de caducidad» a todos los productos para que esto aumentara el consumo y la producción de las empresas.
Actualmente hay lámparas de led que, además de consumir una cantidad mucho menor de energía, son menos propensas a fundirse y pueden durar un promedio de 50 mil horas
Luego, tras el poco acogimiento que tuvo esta propuesta,
el término fue popularizado por el diseñador industrial Brooks Stevens cuando empezó a documentar las prácticas sociales de la gente: «El propio consumidor siempre desea poseer algo un poco más nuevo, un poco mejor y un poco antes de que sea necesario».
Por ello, la mayoría de las «estrategias de consumo» no se basan en «despertar esa necesidad de estrenar» en los consumidores —pues ya es inherente a ellos—, sino en cómo convencer que su producto es justo lo que «necesitan».
¿Qué es la «obsolescencia programada»?
La palabra obsolescencia se explica como «algo que se vuelve obsoleto, que pierde vigencia o actualidad»2 , mientras que programada: «que ha sido premeditada y cumple un itinerario».
Ergo: obsolescencia programada es la durabilidad de los productos condicionada por sus propios fabricantes.
Los propósitos de esta práctica son diversos, tanto, que es difícil presentar un criterio único al respecto. He aquí un par de ejemplos.
La bombilla eléctrica o foco
Ahora la «vida promedio» de los focos incandescentes es de cerca de mil horas. Pero no siempre fue así, por ejemplo: el foco más duradero del mundo lleva encendido 115 años y se encuentra en Livermore, California3 . Podríamos suponer que esto se trata simplemente de un efecto colateral de economizar la producción, pero hay «leyendas urbanas» que dejan entrever fines mercantiles mucho más turbios.
Se rumora que existió un cártel mundial —conformado en 1924 por las principales productoras de focos— que se organizó para controlar este sector industrial: Phoebus.
Se dice que este grupo se dedicó a intercambiar patentes, a controlar la producción y —principalmente— a buscar medios para ejercer poder sobre el consumidor mediante la obsolescencia programada.
Tecnología y gadgets
El tema de la obsolescencia programada en los gadgets es tan vasto que ameritaría otro artículo. La tecnología ya juega un papel fundamental en nuestra cotidianidad: gracias a ella muchas actividades resultan más simples y prácticas.
Hay una especie de «carrera tecnológica»: cada semana —si no es que a diario— se lanza un nuevo gadget o tecnología —software, app, plataforma, sistema operativo, «actualización», etcétera— que de inmediato es sustituida por otro, mientras que los precios cada vez son más altos para el consumidor y su calidad cada vez es más baja.
¿Por qué consumimos esto —y con ese desenfreno— aunque sepamos que su durabilidad será menor? Por razones
de mercadotecnia: el producto real que ofrecen estas compañías radica en el «estatus social» que implica poseer uno de sus gadgets: entre más «nuevo» y costoso, «mejor imagen proyectamos» [sic].
Por desgracia, esta relevancia
ha sido explotada con fines de consumo extremo.
El ejemplo más evidente de esto es el iPhone. Apple —aun cuando ya no cuenta con la misma la calidad en sus productos— continúa siendo la empresa líder en su sector —y una de más rentables del mundo—. Se estima que el costo de producción de su modelo más reciente —6s— no sobrepasa los 236 dólares estadounidenses4 , mientras que su precio comercial es de más de 1100 dólares.
Otro ejemplo de la obsolescencia programada en Apple es el cambio de entradas en sus cargadores: además de ser distintos e incompatibles, incluso con sus propios modelos anteriores —ya no se diga con otros gadgets y computadoras— que obliga a cambiar cada tanto los accesorios —protectores, baterías portátiles, discos duros, etcétera— y, para colmo, cada vez se rompen con mayor facilidad, hay además una poética de eliminación de lectores de cds, dvds —y una negativa de ser compatibles con el Blu-ray o cámaras y gadgets de otras compañías— en sus computadoras lo que ya es de plano el colmo del consumo.
Los primeros modelos de iPhone fueron la pauta
a seguir en tecnología, diseño y producción, y estaban fabricados con materiales de alta calidad; sin embargo después su durabilidad fue bajando,
al grado de que ahora son frágiles y se deben «renovar» cada año para ser «compatibles» con sus actualizaciones de software
Como Bernard London lo propuso, esta práctica mantiene una recurrencia de consumo, lo que garantiza cierta sustentabilidad de la economía; lo que podría ser entendible si nos encontráramos en una situación como la que ocurrió durante la Gran Depresión, cuando la falta de consumo ocasionó estragos globales.
El tema no termina aquí, la obsolescencia programada también se aplica en la fabricación de productos plásticos, y hasta en los libros. Para leer el artículo completa consulta Algarabía 143.