Algarabía
Alberto Peralta de Legarreta
Uno siempre debería poder darse el lujo de distraerse, divagar, abstraerse o andar en la pendeja...
Así, nada más porque sí. La distracción involuntaria puede hacernos presa debido a
un enamoramiento, tal vez a una ruptura, o por una reflexión profunda; también cabe la posibilidad de que la admiración de algo observado o imaginado lo embobe a uno, o bien, que un cierto tipo de ensoñación o ensimismamiento nos saque momentáneamente de este mundo. En este caso, uno debe cuidarse de que el «estar en Babia» —sí, así con mayúscula, pues es un lugar en España— no ocasione heridas traumáticas o termine siendo causa de nuestra muerte.
Cualquiera sabe por experiencia que una distracción puede resultar catastrófica, pero quizá lo peor es que después
uno corre el peligro —bastante común hasta en los casos más graves— de ser indiciado como el culpable por haber «andado en las nubes», o por andar «tragando camote», como decimos nosotros.
En México tenemos varias formas de referirnos a las distracciones, y una de ellas tiene una historia interesante que dio como resultado el original verbo papalotear, usual en los siglos XVII y XVIII pero que en el XIX adquiriría su significado actual debido a una serie de sucesos desafortunados acaecidos durante los últimos años del virreinato.
En aquellos tiempos una de las recreaciones más usuales de los niños y los ociosos era volar papalotes desde las azoteas o en plena calle.
Los papalotes eran artefactos caseros hechos con papel ligero y varas huecas que llegaron a la Nueva España como influencia del lejano Oriente, donde se usaban para enviar mensajes durante las batallas. En otros lugares del mundo español fueron llamados barriletes, cometas, chiringas, papagayos, coroneles o volantines; en México adoptaron la palabra náhuatl papalotl, que significa ‘mariposa’ y debe darnos una idea de la forma que tenían.
En el virreinato papalotear fue el nombre que se dio al «pueril y frívolo entretenimiento de volar papalotes» —como lo llamó el virrey Miguel de la Grúa Talamanca y Branciforte en sus bandosde 1797 y 1802— y así debió seguir hasta que algunos niños distraídos cayeron de sus azoteas —al volar papalotes— encontrando un feo y aparatoso final, o bien, cuando la sociedad citadina atestiguó los primeros y fatales atropellamientos de personas distraídas en las calles, que acababan con sus hilos de cáñamo aún en las manos bajo los veloces cascos y ruedas de los carruajes jalados por caballos y mulas.
Fue probablemente entonces cuando a esas víctimas de la distracción y el descuido se les acusó por primera vez de «andar papaloteando».
Las autoridades decidieron entonces que el papaloteotendría caras consecuencias.
Hacia 1802 quedó estrictamente prohibido volar papalotes a menos que
se hiciera en las afueras de la ciudad, donde no podría causar accidentes. Si alguien era atrapado volándolos en el área urbana se haría acreedor a una multa de cincuenta pesos la primera vez, y de cien si reincidía. Si algún necio insistía en seguir papaloteando, el virrey preveía el último y más doloroso castigo: el destierro.
Afortunadamente, poco después, México se independizó y fuimos libres de papalotear bajo nuestro propio riesgo, prueba de ello son los usuarios de iPhone, que van papaloteando todo el tiempo.