Revista Arqueología Mexicana
En los cánones de la ortodoxia católica, el Diablo suele ser caracterizado como la encarnación del Mal. Pero en la medida en que abrimos los horizontes a su verdadera naturaleza, o que descendemos hacia las interpretaciones populares del culto, nos encontramos que esos siete pecados capitales que se le atribuyen (y por los que merecemos el castigo si los frecuentamos) constituyen la esencia misma de la felicidad del ser humano. Y es así como en ese espacio vulnerable -el de los sentidos el demonio adopta un sinfín de apariencias, tiene la sutileza de la ubicuidad, la suspicacia de convertirse en agua o en fuego, en frío o caliente, en crudo o en cocido, en animal, objeto o persona, asumiéndose con una presencia ambivalente y plena de significados. El demonio, señor de los infiernos de la tradición católica, se relaciona con los hombres como proveedor de los placeres sujetos al castigo, resultando ser el más asequible de los dioses. De una entidad casi inmaterial y abstracta se forma un personaje viviente y humano de naturaleza secular y cotidiana. Es una especie de dador del placer, un ángel de nuestra proximidad, que cobra sus favores con altos intereses, involucrando el destino final de las almas.
En una religión que desarrolló inmensas compuertas para detener el avance de la materialidad corporal, lo que se retoma y se interpreta como el Mal son los placeres, la liviandad de los sentidos: los que a la postre conducen al castigo, a la negación misma de los goces una vez que se ha traspuesto el umbral de la vida. El Diablo se convierte así en la noción ideal, en el ángel de los sentidos, y de allí proviene clara mente su naturaleza tan seductora en una sociedad regida por las crisis, las limitaciones, las barreras de clase, los tabú es y las restricciones de tocio tipo. Eso explica por qué muchos arriesgan -en el pacto con él y asumiendo sus obligaciones- el destino final de sus existencias: a pesar de la carga de la fe, dándose a la liviandad, prefieren entregarse a la materia. Y es que el Diablo -al menos en la tradición del vulgo- representa la libertad, el libre albedrio, la conduela humana asociada al paladar, a la sensibilidad de la piel, a la riqueza material, a la molicie, al gusto musical y, sobre todo, a los placeres de la carne. Es por eso que el catolicismo, como epígono de la tradición judeocristiana, construyó, para combatirlo y desalentar a sus posibles seguidores, toda una simbología terrible del Infierno basada en la punición y la tortura eterna: y la figura del ángel caído apareció como algo de naturaleza monstruosa y aterradora.
Pero en la construcción histórica de su advocación en México surge un espacio en donde los dioses, Lucifer, los demonios -y muchos otros seres menores- pululan y conviven. Podemos decir que nuestro Luzbel atravesado, nuestro Diablo mestizo, tal y como lo conocemos hoy, es uno de los más fascinantes personajes históricos de nuestros siglos XVI y XVII, y que muchos de sus atributos, como productos del mestizaje, se maduraron entonces y adquirieron carta de identidad en las mentalidades de la tierra, demostrando una naturaleza polivalente y de extrema flexibilidad, con una gran capacidad de adaptación ...
La clave colonial o nuestra oscura Edad Media
La ensambladura histórica de nuestro Diablo a través de los siglos sintetiza entonces varias condensaciones previas: por una parte, el demonio medieval de los cultores de la fe y el de las tradiciones populares ibéricas, tenidas de algunos rasgos culturales africanos y asiáticos. Por la otra, todas estas simbolizaciones del Viejo Mundo desembocaron entonces en el terreno abonado de los ritos mesoamericanos, en un panteón abigarrado en donde los dioses se comportaban como seres humanos, lo mismo ateniéndose a las normas del ritual que cometiendo toda clase de excesos, y de allí que los misioneros los asociaran con los dioses también humano-, de los panteones paganos del Viejo Mundo. Dioses de naturaleza ambivalente que lo mismo causaban la muerte, los males y las enfermedades, que ofrecían riquezas, protección y resguardo. Acosados desde un principio, asociados a la nueva noción del pecado, sufrieron la mutilación, y de sus fragmentos dispersos se formaría la visión colonial de demonios y santos revestidos con los atributos de muchos de ellos. Así se hicieron presentes cuando los evangelizadores del siglo XVI asociaron al infierno regido por el Príncipe de las Tinieblas con el Lugar de los Muertos, en donde el primero tendría un atributo caliente, el de las llamas eternas y los carbones encendidos, y el segundo el aspecto de la frialdad, la nocturnidad y la muerte. Los puntos de confluencia y los motivos de estas oposiciones lograron integrarse paulatinamente, de hielo a que también en el Viejo Mundo tenían esta naturaleza ambigua.
Así, en Mesoamérica, además de relacionarse al Diablo con el Dueño del Cerro, o con otros habitantes de otros mundos inferiores, habría que mencionar que algunos atributos "fríos" del "señor de la tierra caliente" (como se le llama en algunos documentos inquisitoriales del siglo XVII) se asocian todavía con los del Dios de los Muertos, por ejemplo, Kisin entre los mayas yucatecos, Miktantek entre los nahuas de la región de los Tuxtlas, por mencionar solamente algunos de sus nombres. O sus manifestaciones se unen a los del “borracho nocturno” (yowaltawan), al “viento nocturno” (yowalehegat) y los tzitzimimeh, “salvajes” o “chilobos” en las creencias nahuas del sur de Veracruz y en otras que proliferan hoy en lo más profundo del país.
Antonio García de León. Maestro en lingüística por la ENAH y doctor en historia por la Universidad de París I, Panteón-Sorbonne. Catedrático de UNAM e investigador del INAH.
García de León, Antonio, “El Diablo entre nosotros o el ángel de los sentidos”, Arqueología Mexicana núm. 69, pp. 54-61.
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