Karla Covarrubias Molina. Algarabía
Los algonquinos inventaron un término para referirse a ellos, desde que hace 10 mil años atravesaron el estrecho de Bering para internarse en Norteamérica: les decían esquimales, los «comedores de carne cruda». Pero poco es lo que conocemos acerca de estos habitantes Norte, acaso mitos que permanecen de culturas que nos son ajenas.
Los algonquinos1 inventaron un término para referirse a ellos, desde que hace 10 mil años atravesaron el estrecho de Bering para internarse en Norteamérica: les decían esquimales, los «comedores de carne cruda». Pero poco es lo que conocemos acerca de estos habitantes Norte, acaso mitos que permanecen de culturas que nos son ajenas.
Con el tiempo, la denominación de esquimal se consideró despectiva, y se reemplazó por el término inuit, que es como estos pueblos se autodenominan en inuktitut —su lengua tradicional—. El vocablo inuit —‘los seres humanos’, ‘el pueblo’—, corresponde al plural de inuk, palabra con la que se designa a «la persona», «el individuo».2
Los inuit de Groenlandia tienen una palabra que describe sus vidas en el ártico: sila. Esta palabra significa «clima» en determinado contexto, pero en otro se utiliza para referirse a la mente y la conciencia. Así, para los inuit, la persona y el ambiente son uno mismo. Cuando la gente habla del cambio del clima, también habla de la forma en que éste los transforma —lo que no es de extrañar, cuando la vida se construye en un ambiente de -50 ºC, y se tienen noches o días que duran varios meses.
¿De dónde salieron?
Durante el Pleistoceno, los inuit vivían en las regiones siberianas, pero se estima que, hace 10 mil años, tres etnias atravesaron el estrecho de Bering con dirección a Alaska y luego —hace mil años— algunos de ellos se desplazaron a la región ártica canadiense, y el resto migró a Groenlandia.
Desde su llegada a estas tierras, construyeron un mundo a su manera: imposibilitados para la agricultura, se concentraron en la caza y la pesca; basaron su espiritualidad en la naturaleza, y su modo de convivencia se estableció bajo un estricto sentido comunitario. Persiguieron ballenas a bordo del kayak; desarrollaron el remo de esquimotaje para facilitar la vuelta de la embarcación cuando los hielos flotantes los volcaban, e inventaron el anorak, una pesada chamarra con capucha que evitaba que el agua entrara.
En el año 982, cuando la flota de vikingos al mando de Erik «el Rojo» llegó desde Islandia y encontró el enclave inuit en la tierra de Vinland —hoy parte de Canadá—, se formó una población de más de tres mil almas que resistieron frío, viento y hielo durante 300 años, y que dejaron, como único recuerdo, un barco invertido que habitaban y que aún se conserva en la costa.
Tras este intento de colonización, sobrevinieron otras exploraciones de europeos con ansias de descubrir a estos hombres de nariz aplanada y piel curtida: entre ellas, la del inglés Martin Frobisher, en 1570; la del groenlandés Knud Rasmussen, que reunió y describió las canciones y leyendas inuit; la del noruego Fridtjof Wedel-Jarlsberg Nansen, Premio Nobel de la Paz en 1922, y la del científico Paul-Émile Victor, que desde 1949 llevó a cabo mediciones al interior de la isla.
A partir de 1960, estos pueblos comenzaron a sedentarizarse y construyeron villas, lo que cambió por completo su modo de vida. En 1999 inauguraron el Nunavut,3 territorio sobre el que tuvieron, desde entonces, el derecho de gestionar sus recursos naturales; y en Groenlandia, su gobierno autónomo se constituyó el 1 de mayo de 1979, con 57 mil habitantes.
Modus Vivendi
En las comunidades tradicionales, hombres y mujeres conviven en sociedad con tareas muy específicas: ellas preparan los amarres de la tienda, con sus ulus y cuchillos de media luna; cuidan el fuego, cocinan, curten pieles, tejen y cuidan a los niños; mientras que ellos, con sus trineos, arpones y cuchillos, se van de caza y a pescar.
El célebre beso inuit —kunik— no es sólo un gesto romántico de frotación de narices, sino una forma de expresar cariño entre parejas, y de padres a hijos; implica, además de la nariz, el contacto del labio superior, las mejillas y la frente.
Los iglúes en que habitan —iglu significa ‘casa’, en inuktitut— son chozas construidas a base de piedra, sobre un armazón de maderas o barbas de ballena, cuyas hendiduras son recubiertas de musgo o hierbas; o tiendas construidas con pieles de animales. Los iglúes se habitan durante el invierno en algunas regiones de Canadá, pero en la mayoría de los casos, se construyen intempestivamente para protegerse del viento y los depredadores.
En este clima del Polo, sobra decir que es difícil la producción de casi nada. De hecho, las migraciones de la fauna los constituyeron, alguna vez, como un pueblo nómada. Relacionado a su alimentación, no puede pasarse por alto esa imagen del inuit que, tras horas de esperar inmóvil frente a un hoyo en el hielo, regresa a casa para arrojar una foca al centro de un grupo de personas, para que éstos se alimenten y se repartan desde la piel ha a las entrañas.
Se piensa que los recién nacidos llegan al mundo con «dos espíritus»: el de una persona recién fallecida, y el propio. Por tanto, es común que reciban varios nombres —algo que se conoce como «polinomia».
Pero esta costumbre ancestral viene acompañada de una conciencia superlativa de una sola entidad en la que para ellos conviven el hombre y la naturaleza. Para cazar a un animal deben, primero, pedir permiso al chamán, un ser que sirve como intermediario y que solicita la clemencia de Sedna, la diosa del mar, para evitar las calamidades.
Como creyentes del animismo, es decir, de que hay espíritus que viven en todo: en piedras, árboles, semillas, agua, y en personas, ya estén vivas o muertas, los inuit respetan la carne, la piel, los tendones, la
grasa y hasta los huesos de cada animal que cazan, y los agradecen mediante su uso, transformándolos en armas, cobertores, esculturas o en combustible para su quilliq —la luz que ilumina y calienta su iglú.