Victoria García Jolly. Algarabía
Cuando contemplamos una pintura en un museo, casi nunca sabemos qué estamos viendo en realidad.
En ocasiones nos enteramos de su nombre y leemos en una cédula pegada en la pared sobre su estilo o la técnica empleada; incluso, podemos conocer la época y a qué corriente pertenece; pero, las más de las veces, el discurso de la pieza comienza y termina con lo que vemos y lo poco o mucho que nos evoca. sin embargo, una pintura puede contener una amplia historia que, de saberla, potencia su valía, nos hace estimarla, gozarla y admirar más a su autor.
Una pintura, como cualquier obra de arte, está compuesta por fondo y forma.1 Esta última es del orden de lo tangible: el color, las pinceladas, la composición, los personajes o figuras, y cómo se organizan. En cambio, el fondo pertenece al mundo de lo intangible, ése en que el artista trata de narrar a partir de símbolos, actitudes, pistas y otros signos; ése que permite la aparición de lo ausente y que confiere a la pieza un discurso propio, que, precisamente, se nos escapa a simple vista.
De ahí que necesitemos saber más de la obra de arte, conocer su contexto y hasta las motivaciones y objetivos de su autor.
Y, como para muestra basta un botón, a continuación presentamos el contexto de dos grandes obras del arte universal que tienen en común la Revolución Francesa.
La muerte de Marat
El 13 de julio de 1793, el periodista y diputado jacobino Jean-Paul Marat2 fue asesinado por una mujer aristócrata, que fue detenida en la puerta del departamento del mismo Marat. De esta manera, «la Revolución tuvo su mártir y Jacques-Louis David —su autor— recibió el encargo oficial de explotar esta muerte como propaganda».3
David (1748-1825) fue una de las figuras más prominentes del arte francés.
David fue instaurador de una nueva época en el arte, uno de los máximos representantes de la corriente neoclásica y miembro permanente de la Academie Française. Además de pintor, también era revolucionario y amigo cercano de Marat. Ambos representaban la facción de izquierda de la Revolución y habían votado por la ejecución de Luis xvi.
Su obra manifiesta una preferencia por los grandes formatos; además, está marcada por una visión de la Antigüedad y
del Renacimiento, que exalta el triunfo del patriotismo por encima de la felicidad individual; el sacrificio de una vida por la «causa» se manifiesta de manera evidente en La muerte de Marat, de 1793.
Al estallar la Revolución, Marat, que nació en 1743, fundó su propio periódico: L’Ami du Peuple —El amigo del pueblo—, donde exponía los resultados de la autoimpuesta tarea de «vigilar la Asamblea Nacional, descubrir sus errores [...] formular y defender los derechos de los ciudadanos y controlar las decisiones de la autoridad».
Esa autoridad a Marat le costó hacerse de enemigos dentro de la misma Revolución, además de burgueses y aristócratas, de donde surgió Marie Anne Charlotte Corday d’Armont, su victimaria.
Esta joven integrante de los girondinos —que fue sólo un instrumento de la mano invisible
que necesitaba la muerte del periodista y diputado jacobino—
se presentó en la casa de Marat
con una carta —que no era más
que un pretexto para acercarse a
su víctima— en la que solicitaba ser atendida: «Il suffit que je sois bien malheureuse pour avoir droit à votre bienveillance»4 , misma que David pinta en la mano izquierda de Marat, para sugerir que la imagen narra la villanía unos momentos después de ser cometida.
La libertad guiando al pueblo
En los siguientes años, tras el ascenso y caída de Napoleón, Carlos x accedió al trono de una Francia muy desgastada, a causa de guerras y revoluciones. El rey había decretado la supresión del parlamento e intentaba restringir
la libertad de prensa. Como consecuencia, desde el 27 de julio de 1830, el pueblo formó barricadas y se enfrentó al ejército real.
«Esto es más que una sublevación, es una revolución».
Esto hizo mella en la conciencia de Delacroix, quien, en 1830, aseguró: «He emprendido un tema actual, una barricada y, si no he luchado por la patria, al menos pintaré para ella».
Eugène Delacroix (1798-1863) es una de las figuras más prominentes del romanticismo francés, circunstancia que le granjeó las
más severas críticas de sus antecesores neoclásicos.
La temática de Delacroix muy pocas veces se centró en su realidad; sin embargo, los acontecimientos de aquellas jornadas gloriosas captaron
su atención y, sin renunciar a la exaltación espiritual y emocional, desarrolló una escena en la que cada personaje representa los estratos sociales participantes. Por primera vez, los obreros —cerca de seis mil trabajadores de las artes gráficas— se sumaron a una lucha de la cual sólo obtuvieron honor y medallas.
Ellos, junto con los ciudadanos burgueses, lucharon por la libertad y lograron que el rey abdicara.
Delacroix eligió a sus personajes estratégicamente. A la izquierda, un obrero blande un sable; junto a él, un hombre con sombrero de copa representa a la burguesía a la que el pintor pertenecía, así que aprovecha para hacerse presente
en las barricadas y se autorretrata. Del lado izquierdo, un jovenzuelo participa en la revuelta con dos pistolas, que seguramente ha tomado de un compañero caído.
Los muertos que yacen en primer plano nos muestran que la escoria de París ha estado presente y les ha robado hasta la ropa. La barricada se enclava en un espacio amplio y abierto, que probablemente sea la plaza de San Antonio —hoy Plaza de la Bastilla.
En el fondo se alcanza a ver apenas la ciudad, pues la pólvora y los escombros forman una nube que enmarca la Libertad, una alegoría cuya presencia evoca las glorias pasadas de la Revolución de 1789; su cuerpo fuerte y firme, a la vez que suave y sensual, lidera la lucha, llama a la unión y a la fraternidad, guía el entusiasmo desbordado con un fusil en una mano y la bandera tricolor en la otra, que por quince años había dejado de representar a Francia.