Howard Phillips Lovecraft. Algarabía
La más antigua y poderosa emoción de la humanidad es el miedo, y la clase más antigua y poderosa de miedo es el temor a lo desconocido.
Muy pocos psicólogos lo niegan y el hecho de admitir esa realidad confirma para siempre a los cuentos sobrenaturales como una de las formas genuinas y dignas de la literatura.
Contra ellos se disparan todos los dardos de un sofisticado materialismo, que con tanta frecuencia se aferra a las emociones de la experiencia, a los sucesos exteriores y a un idealismo tan ingenuo como insípido que se opone a las motivaciones estéticas, abogando por una literatura puramente didáctica, capaz de ilustrar al lector y «elevarlo» hacia un nivel adecuado de afectado optimismo.
No obstante, pese
al rechazo o a la indiferencia, los cuentos fantásticos sobrevivieron, se desarrollaron
y alcanzaron su plenitud, al amparo de su origen en un principio básico tan profundo como elemental, cuyo hechizo —aunque no siempre universal— es irresistible para los espíritus verdaderamente sensibles.
El alcance de lo espectral y lo macabro es por lo general bastante limitado, pues exige por parte del lector cierto grado de imaginación y una considerable capacidad de evasión de la vida cotidiana.
Son relativamente pocos los seres humanos que pueden liberarse lo suficiente
de las cadenas de la rutina diaria como para corresponder a las intimaciones del más allá.
Las narraciones que trafican con los sentimientos y acontecimientos comunes o con las deformaciones sentimentales y triviales de tales hechos siempre ocuparán el primer puesto en el gusto de la mayoría: esto tal vez sea lo justo pues esas circunstancias cotidianas conforman casi la totalidad de la experiencia.
Sin embargo, no cabe duda de que los seres sensibles siempre estarán entre nosotros, y a veces una curiosa estela de inquietud puede invadir el recóndito rincón de la mente más firme, de modo tal que ningún racionalismo o análisis freudiano puede borrar por completo el estremecimiento causado por un susurro en el rincón de la chimenea o la soledad en
un bosque sombrío.
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Y aquí nos encontramos con un modelo psicológico o tradicional tan genuino y tan profundamente enraizado en la experiencia mental como pueden serlo otros modelos o tradiciones de
la humanidad; un elemento paralelo a los sentimientos religiosos e íntimamente vinculado con muchos de
sus aspectos, participando en tal medida de nuestro legado biológico que difícilmente pierde su poderosa influencia en una parte minoritaria, aunque importante, de nuestra especie.
El ser humano ante lo desconocido
Los primeros instintos y emociones del ser
humano forjaron su respuesta al ámbito en que
se hallaba sumido. Los sentimientos definidos
basados en el placer y el dolor nacían en torno a los fenómenos comprensibles, mientras que alrededor
de los fenómenos incomprensibles se tejían las personificaciones, las interpretaciones maravillosas,
las sensaciones de miedo y terror tan naturales en una raza cuyos conceptos eran elementales y su experiencia limitada.
Lo desconocido, al igual que lo impredecible, se convirtió para nuestros primitivos antecesores en una fuente ominosa y omnipotente de castigos y de favores que se dispensaban a la humanidad por motivos tan inescrutables como absolutamente extraterrenales, y pertenecientes a unas esferas de cuya existencia nada se sabía y en la que los humanos no tenían parte alguna.
La poesía es siempre la primera expresión literaria de los pueblos, y es en ella donde encontraremos la irrupción de lo sobrenatural en los escritos de la antigüedad.
Del mismo modo, el fenómeno de los sueños contribuyó a elaborar la noción de un mundo irreal y espiritual, y, en general, todas las condiciones de la vida salvaje en la alborada de la humanidad condujeron hacia el sentimiento de lo sobrenatural de una manera tan poderosa, que no podemos asombrarnos al considerar cuan profundamente la especie humana está saturada del antiguo legado de religiosidad y superstición.
Y, bajo un punto de vista estrictamente científico, esta saturación debemos comprenderla como un elemento permanente en lo que respecta al inconsciente y a los instintos más profundos del ser humano; pues aunque la esfera de lo desconocido ha ido reduciéndose a través de los milenios, un abismo insondable de misterio sigue envolviendo al cosmos, mientras que un vasto residuo de asociaciones tenebrosas y titánicas continúa aferrándose a todos los elementos y procesos que antaño eran completamente incomprensibles.
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Ahora, por supuesto, esos fenómenos pueden explicarse perfectamente.
Pero más allá de todo esto, existe
u una fijación fisiológica de los primitivos sustentos
en nuestro tejido nervioso, que puede sensibilizarlos oscuramente aun cuando la mente consciente se libere de todas las fuentes de lo maravilloso.
Las angustias y el peligro de muerte se graban con mayor fuerza en nuestros recuerdos que los momentos placenteros.
Así también, los aspectos tenebrosos y maléficos del misterio cósmico ejercen una fascinación más poderosa sobre nuestros sentimientos que los aspectos beneficiosos. Estos últimos han sido acogidos y formalizados por los rituales religiosos convencionales, mientras que
los primeros han alimentado al
folklore popular.
Esta fascinación
se agudiza asimismo por el hecho de
que la incertidumbre y el peligro unidos
a cualquier vislumbre de lo desconocido,
conforman un universo de amenazas
espirituales de índole maléfica.
Del miedo primitivo al miedo literario
A partir de tales conceptos, no cabe asombrarse de
la existencia de una literatura relacionada al terror cósmico. Siempre existió y existirá, y no hay mejor prueba de su tenacidad como el impulso que mueve a ciertos escritores a extraviarse de los caminos trillados para probar su ingenio en textos aislados, como si desearan alejar de sus rosales sombras fantasmagóricas que de otra manera seguirían acosándolos.
Los genuinos cuentos fantásticos incluyen algo más que un misterioso asesinato, unos huesos ensangrentados
o unos espectros agitando sus cadenas según las viejas normas.
Y así tenemos a Charles Dickens imaginando varios relatos sobrenaturales; a Robert Browning escribiendo su horrible poema Childe Roland; a Henry James y su Otra vuelta de tuerca; al médico y escritor norteamericano Oliver Wendell Holmes, con su inteligente novela Elsie Venner; a Francis Marion Crawford —La litera superior— y tantos otros ejemplos, como el caso de la asistente social Charlotte Perkins Gilman y su relato «El empapelado amarillo» mientras el humorista W. W. Jacobs escribía su melodramático cuento titulado «La pata de mono».
En estos cuentos debe respirarse una definida atmósfera de ansiedad e inexplicable temor ante lo ignoto y el más allá; ha de insinuarse la presencia de fuerzas desconocidas, y sugerir, con pinceladas concretas, ese concepto abrumador para la mente humana: la maligna violación o derrota de las leyes inmutables
de la naturaleza, las cuales representan nuestra única salvaguardia contra la invasión del caos y los demonios de los abismos exteriores.