Mariana Jurado
Gritos agónicos, rostros amorfos, cuerpos crucificados en un gancho de carnicería. Éstos son los cuadros de Francis Bacon, el pintor británico más importante del siglo xx
Lo llamaban «El monstruo sagrado», acertada alegoría. Bacon decía: «Vivimos a través de velos; a veces pienso, cuando dicen que mi obra parece violenta, que quizás haya sido capaz de correr uno o dos de esos velos».
La palabra monstruo se deriva del latín monere, ‘avisar, enseñar’. Monstruo es aquel que previene, es el oráculo de la tragedia griega lamentándose desde la distancia, es Francis Bacon advirtiendo que no somos más que masas de carne, frágiles
y mortales.
«Si hubiera tenido una infancia feliz, pintaría flores.» Francis Bacon
Un hombre tímido y afeminado que viste cuero negro y se maquilla resaltando pómulos y labios, éste es el monstruo y su historia es la destrucción: castigaba su cuerpo con juegos sádicos, destrozaba sus cuadros, buscaba amantes violentos. Nunca comenzaba un retrato sin conocer a fondo al sujeto de estudio, necesitaba sentirse unido a él antes de despedazar su cuerpo en el lienzo.
Hablaba de su padre con frecuencia: un militar retirado que lo mandaba azotar con látigo cada vez que tenía una crisis asmática. Para Bacon, enfermo desde la infancia, el proceso básico de inhalar y exhalar resultaba doloroso, el asma le hacía convulsionarse tratando de respirar. En cada uno de sus autorretratos predominan los tonos azulados de la asfixia; sin el asma, decía, tal vez nunca se hubiera interesado por la pintura ni por la vida:
«Si realmente amas la vida, todo el tiempo estás caminado a la sombra de la muerte. Mientras más se está obsesionado con la vida, más obsesiona la muerte».
Nació en 1909 en Irlanda, aunque se consideraba un pintor británico. Supo desde niño que era homosexual; su despertar erótico fue violento y confuso: comenzó a seducir a los trabajadores que lo azotaban y las palizas de su padre le provocaban erecciones y fantasías.
Lo echaron de casa al encontrarlo dando felaciones a los sirvientes, vestido con la ropa interior de su madre. Su tío prometió dar disciplina al chico y se lo llevó a Londres; en un par de semanas ambos terminaron en la cama. La complejidad de sus primeras emociones sexuales le mostró que la violencia es parte intrínseca de la vida; Bacon decía que el contacto sexual, la humillación y los dientes rotos que le dejaron sus amantes tenían la misma brutalidad y belleza que los insectos que se devoran uno al otro bajo las hojas de los árboles.
Sólo pinto para ser amado
La juventud de Bacon transcurrió en medio de las guerras que devastaron Europa. A diferencia de otros artistas contemporáneos, él mantuvo una firme postura apolítica, jamas se comprometió con credo alguno que no fuera la exploración del placer y del dolor.
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Francis Bacon, Estudio del retrato del papa Inocencio X, de Diego Velázquez, 1953
Años después, hablaba del tiempo perdido a la deriva tratando de encontrar un tema auténtico para sus cuadros, la materia prima que cautivara su interés. Para vivir diseñaba muebles y alfombras, gastaba la pensión que su madre le enviaba, jugando a la ruleta, pintaba esporádicos cuadros que después odiaba; parte de la obra que hoy se conserva proviene de cobradores y caseros que aceptaron los cuadros como pago.
Cada vez que un lienzo no se vendía, no era perfecto o era excesivamente perfecto, Bacon lo destruía a cuchilladas.
Por las noches su pequeño departamento se convertía en un casino ilegal que manejaba junto a su niñera de la infancia; la mujer vivía con él, cocinaba, limpiaba y le organizaba encuentros sexuales con hombres que financiaban sus materiales de pintura, compraban sus cuadros y le dejaban explorar a mano suelta las delicias del sadomasoquismo.
En 1934 Eric Hall —uno de sus amantes y frecuente comprador— le encargó una serie de cuadros basados en la crucifixión. Después de varios intentos fallidos, Bacon abandonó el proyecto.
Al pintar, Bacon exorcizaba los fantasmas de su padre, de sus amantes suicidas, las guerras, el ansia sexual y la violencia de su infancia.
Las críticas a su primera época coincidían en que los cuadros eran «estéticamente hermosos, pero sin vida». Frustrado, comenzó a estudiar el trabajo de los grandes maestros: la obra de Goya le parecía hecha de la materia misma del aire, admiraba la vulnerabilidad del relieve con que Degas pintaba los huesos, Poussin le reveló la anatomía del grito y la estructura del movimiento.
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Autorretrato, 1971.
Después de acudir a una exposición de Picasso, se encontró con el concepto que guiaría su propio trabajo: «la forma orgánica que se refiere a la imagen humana, pero de la que es su total distorsión». Bacon sostenía que un cuadro debía ser la recreación de un evento y no la simple ilustración de un objeto.
«Quiero pintar la boca como Monet pinta una puesta de Sol»
Once años después del encargo de Eric Hall, y en el transcurso de dos semanas de continua borrachera, terminó Tres estudios para figuras en la base de una Crucifixión. «El alcohol me ayudó a sentirme un poco más libre», aseguraba. Creía que las imágenes irracionales llegan al espectador con una fuerza mayor; cualquier análisis del intelecto arruina la verdad de la obra.
Bacon arremetía contra el lienzo provocando todo tipo de manchas hasta que apareciera «el accidente», ese súbito instante en que el sistema nervioso y el azar le llevaban al hallazgo involuntario del personaje.
Tres estudios se exhibió por primera vez en 1945. Tres figuras fálicas y grises sentadas en un cuarto vacío, sus cuellos se alargan, los cuerpos se contorsionan, las bocas rebosantes de dientes se abren en gritos mudos. Bacon era ateo, pero en la crucifixión hallaba el esplendor de las fotografías de animales hechas en el instante en que los envían a degollar. Las carnicerías lo maravillaban con sus extraordinarios matices de color y forma.