Mario Zaragoza Ramírez. Algarabía
No a todos les gusta la Navidad. Sin embargo, es difícil no contagiarse del ambiente navideño cuando está en todas partes y desde muchas semanas antes.
Por alguna razón, la Navidad y demás celebraciones decembrinas nos remiten al frío, la nieve, los renos, el amor, la paz y Santaclós. Aunque en México nunca se haya visto un reno, y que las casas no estén precisamente cubiertas de nieve, hoy esta ambientación ficticia es parte de una realidad que se nos impone en el último cuarto del año —cuando nuestras carteras sufren de un ataque al corazón navideño—, en la que nunca faltan la fiesta, los regalos y el —ese sí— mexicanísimo maratón Guadalupe-Reyes.
Lo primero que hay que dejar muy claro, es que la Navidad la festejamos todos, de una u otra forma. Es claro que nuestras navidades, y perdona si te incluyo, amable lector, nunca han transcurrido —al menos en México— con nieve en las ventanas, con Santaclós entrando por la chimenea, calcetas colgando en la estancia y toda esa parafernalia que más bien conocemos o conocimos a través del cine y la tele.
Sabes que es Navidad cuando los comercios instalan montones de luces de colores, que te obligan a pensar en los regalos del intercambio —¡desde mediados de octubre!
Nuestros festejos, en cambio, incluían piñatas, posadas, pastores, peregrinos, y en lugar de nieve, un ponche con o sin piquete; además, las infaltables letanías, el recuerdo o la remembranza de Belén —con estrella y todo—, y aquella bonita historia de la pastorela, ésa en la que actuaste o donde viste al sobrinito cantar «Los peces en el río» —efectivamente, esos que beben y beben, y no son sus cuates.
Viva la fiesta
La celebración navideña proviene de una forma de entender al mundo —llamémosle predominante—, en la que la tradición judeocristiana y, después, la religión católica dotaron a la natividad de «cierta criaturita», de un carácter festivo que luego se haría acompañar con regalos y abrazos. Aunque en nuestros tiempos predominan los obsequios y las ganas de quedar bien, también se trata de una época por demás alegre, donde hasta los más amargados le entran al jolgorio.
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Es el origen católico de las celebraciones decembrinas el que a nosotros por extensión nos toca, y de ahí que en algunas casas se acostumbre poner el nacimiento, adornado con los típicos «monitos» —disculpa mi familiaridad, pero así me dijo mi abuela que se llamaban las figuras de cerámica o barro que representan a los personajes emblemáticos: José, María, el Niño Dios, el buey, la mula—, con esferas, luces, musgo, heno y otras maravillas que sólo se encuentran en los mercados, igual que la fruta del ponche y la que se le echa a la piñata.
En otros casos o casas —quizá en la mayoría—, la constante es el afamado y célebre arbolito navideño; ahí se halla el eslabón perdido o el puente que une a nuestra tradición con las otras. No importa si lo prefieres natural, artificial, verde, de colores, de plástico, dorado, rojo, o si te gusta ése que tu vendedor —engañándote y tú creyéndole— dice que es cultivado y no se va a morir; da igual si lo usas como maceta o si prefieres ir a comprarlo fresquecito al Ajusco: los hay de todos tamaños, para casa, departamento, jardín u oficina.
Quizá sea el pino la muestra más importante de que la Navidad ha llegado; así que el arbolito —junto con las celebraciones— no se irá hasta enero y, en casos extremos, permanecerá ahí de pie o como mejor pueda, hasta el 2 de febrero. Eso sin contar los casos extraordinarios que duran desde diciembre hasta diciembre del año siguiente. Por favor, no me preguntes quién lo hizo, porque no te quiero contar y que mis tíos se vayan a enojar conmigo.
Y, ¿por qué hay quien pone el pino a media sala? La respuesta más certera sería porque le gusta, porque sabe que a partir de ese elemento puede apropiarse de una época que aplaude el acto de compartir, el amor al prójimo y el dar sin recibir. Aunque, créeme cuando te lo digo: es mejor dar y recibir.
Sabes que es Navidad cuando te cruzas por la calle con el amigo de tu cuñado, ése que te encuentras todo el tiempo, que no te mira ni te admira, y que en estas fechas se te acerca alegremente para abrazarte con enjundia y desearte «felices fiestas».
Santaclós tropical
Nuestras navidades, como ya se dijo, incluyen un montón de cosas, pero no tanto a Santaclós, porque
él es parte de una adaptación; me resisto a llamarle «tropicalización», pero, si lo pensamos con cuidado, no existe un mejor término para definirlo: un Santaclós traído desde tierras lejanas a éstas donde, si bien se siente el frío invernal, es más bien el frío del trópico, en el que se puede salir a las tres de la tarde sin gorro ni bufanda, y sin problema.
Además, lo que en algún momento fue concebido como una celebración por el nacimiento de Jesucristo, con el tiempo fue adaptándose a la cultura de masas y de pronto, la Navidad se volvió un negocio. Basta decir que los renos, la nieve, el pino, los trineos, los osos polares, las esferas, los regalos y demás parafernalia adornan y se reproducen como conejos, a todas horas y en todos lados.
Para muestra, dos botones que te quiero contar: el primero, cuando en mi camino a los cayos beliceños hice una parada obligada en Quintana Roo. En el lobby del hotel había un hermoso y aromático pino, natural, perfectamente adornado, con nieve artificial y escarcha de papel; el único inconveniente: los 35 grados centígrados a la sombra y la humedad propia del sureste mexicano. Imagínese al arbolito, y con el calorón: ahí el primer cortocircuito.
El segundo momento, tal vez más extremo, fue en un café de Montevideo con un bellísimo árbol de Navidad, adornado con series musicales y regalos vacíos al pie del árbol; de nuevo la nieve de frasco y los infaltables shorts y playeritas de la gente, pues en el Cono Sur, la Navidad sucede en verano.
Todo es Navidad
Lo anterior sólo para reforzar lo dicho: la Navidad se volvió una mercancía. Y no es que tú no tengas buen corazón y no disfrutes esta fecha; el tema es que desde octubre, junto con los panes de muerto aparecen las primeras esferas en el súper. Y de pronto tú sales a la calle en noviembre y todo es Navidad, pese a lo apresurado del tiempo.
Y cómo no, si lo vemos en el cine, la televisión y en Internet a cada rato, la característica nieve —recuerda, en México, sólo en el norte hay nieve, y sobra decir que no mucha—, los villancicos, los renos —sea a quien sea que se le haya ocurrido que sin dichos cuadrúpedos no habría Navidad— y Santacloses de muchos tonos de piel, pero eso sí, todos rechonchos, aunque sea con almohadas para dar el tipo o el ancho.
Sabes que es Navidad porque te llegaron los folletos de todos y cada uno de los centros comerciales, anunciando cientos de descuentos y un seguro «ahorro de dinero» con pagos chiquitos.
Así, la Navidad empieza a ser un engorro, los centros comerciales, desde agosto y septiembre, venden artículos propios de la época decembrina; lo peor son el gentío, los famosos «descuentos» y los meses sin intereses. Ya no existe eso de «dar para ser feliz», sino comprar para sentir que es Navidad. Y si a eso le sumas lo lejano que está México del Polo Sur o Norte, pues ni renos ni osos polares, sólo estacionamientos a tope.
Aun así, nos queda algo. La Navidad sin Santaclós también es chida, con posadas y maratones —de los que no tengo que dar detalles porque ya debes conocer—, ésos que empiezan el 12 de diciembre, que ya son harina de otro artículo. Queda decir que la época sí tiene lo suyo. Sin embargo, se trata también de un mecanismo de consumo. Por eso, disfrútala como puedas, aunque tengas calor y no pongas un árbol e