En los montes Altái del sur de Siberia, a unos 350 kilómetros de la frontera de Rusia con Mongolia, China y Kazajstán, en una pared rocosa y unos 30 metros por encima de un riachuelo se abre una cueva llamada Denisova. Atrae a los visitantes desde hace milenios. El nombre alude a un ermitaño, Denis, que se dice la habitó en el siglo XVIII. Mucho antes de eso, pastores neolíticos primero y de origen turco después se cobijaron junto con sus rebaños en la caverna para sobrevivir a los inviernos siberianos. A ellos tienen que agradecer los arqueólogos que hoy trabajan en Denisova, entre paredes salpicadas de grafitis recientes, las gruesas capas de excrementos de cabra que tuvieron que perforar para acceder a los depósitos que les interesaban. La cámara principal de la cueva tiene el techo alto y abovedado, con un orificio casi en lo más alto por el que penetran brillantes rayos de sol que inundan el interior y confieren al espacio un carácter casi sagrado, como el de una iglesia gótica.
Al fondo se abre una pequeña cámara secundaria, donde un día de julio de 2008 Alexander Tsybankov, un joven arqueólogo ruso que excavaba en depósitos a los que se atribuían entre 30.000 y 50.000 años de antigüedad, se topó con un minúsculo fragmento de hueso. Nada prometedor: un nódulo irregular del tamaño y la forma del típico guijarro que se te mete en el zapato. Tiempo después, ya difundida la noticia, un paleoantropólogo que conocí en Denisova me describió el hueso como «el fósil menos espectacular que jamás he visto. Casi deprimente de puro anodino». Tsybankov lo embolsó y se lo guardó en el bolsillo para enseñárselo a un paleontólogo a su regreso al campamento.
El paleontólogo lo identificó como un fragmento de falange de primate, concretamente el extremo articulado de la última falange del dedo meñique. Dado que no hay pruebas de la presencia de primates no humanos en la Siberia de hace entre 30.000 y 50.000 años, presumiblemente el fósil pertenecía a algún tipo de humano. A juzgar por la superficie articular, de osificación aún incompleta, el humano en cuestión habría muerto joven, quizás a los ocho años de edad.
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