Cepillarse los dientes es un acto enteramente humano. De hecho, no existe ningún otro ser vivo que se ocupe con tanto esmero de mantener una buena dentadura y el aliento fresco, como el hombre. Y es que, para él, tener una blanca sonrisa es una de las mejores armas de seducción, lo que explica que el cepillo de dientes sea un adminículo del que difícilmente puede prescindir.
Esta historia comienza con los palillos que el hombre prehistórico elaboraba con las ramas de cualquier árbol que se cruzara en su camino para expulsar los restos de comida de sus dientes. No obstante, el primer «invento registrado» que se considera precursor del cepillo de dientes son las ramitas de un árbol llamado areca, que se machacaban de un lado para que tuvieran una textura blanda y fibrosa que no lastimara las encías, pero que, al masticarse, limpiara los dientes, mientras que por el otro lado pudieran servir de mondadientes. Estas ramitas fueron tan útiles que algunas tribus africanas y australianas continúan fabricándolas, pero ahora de un árbol llamado Slavadoree persica o «árbol cepillo dental».
Pero el cepillo nunca ha sido suficiente en este asunto de mantener limpia la boca, así que hubo que inventar una sustancia suficientemente corrosiva que ayudara en esta labor, por lo que se comenzó a moler el fruto de la areca, para convertirlo en una muy buena pasta.
Más tarde, en el Lejano Oriente, el polvo dental se combinó con hojas de betel1 y cal molida de la concha de algún molusco para preparar una mezcla parecida al chicle, que se denominó buyo, con la cual se aseaban y blanqueaban los dientes, y se evitaba el mal aliento.
Dientes sanos, dientes fuertes
Los siguientes pasos en higiene dental los dieron los egipcios. Para ellos, cuidar la dentadura era un asunto de vida o muerte, por lo que la recomendación de cajón era que, después de cada comida, se debían enjuagar la boca aunque fuera sólo con agua, pero, eso sí, con enjundia. Además, entre los años 5000 y 3000 a.C., inventaron una pasta cuyos ingredientes principales eran: uñas de buey, mirra, cáscara de huevo quemada, piedra pómez, sal, pimienta, vinagre y agua, que colocaban en sus dedos para frotarla en cada uno de sus dientes. No tenía buen sabor, pero lo podían mejorar agregándole menta o flores.
Los helenos también cuidaban el aseo bucal. Por ejemplo, se cuenta que Aristóteles (384-322 a.C.) aconsejaba a Alejandro Magno (356- 323 a.C.) que todas las mañanas se diera un masaje con un paño fino de lino y ligeramente áspero. No obstante, este instrumento no superó a su pasta de dientes: la orina humana2 , de la que afirmaban era el mejor remedio contra la caries.
Los romanos no se quedaron atrás y Plinio «El Joven» (61-114) recomendaba no usar el cañón de una pluma de buitre para el aseo bucal, pues aseguraba que fomentaba el mal aliento; en cambio, decía que una púa de puercoespín era excelente, pues mantenía los dientes firmes. Por su lado, el médico Escribonius Largus (s. i d.C.) inventó una pasta de dientes al combinar vinagre, miel, sal y cristal machacado.
Sin embargo, la nueva fórmula no logró sustituir a la orina, pues los médicos romanos aseguraban que ésta blanqueaba los dientes y los mantenía más firmes en sus alvéolos, de modo que su fama continuó, increíblemente, hasta principios del siglo xix.
Lo que no se sabía era que la orina tiene moléculas de amoniaco, que son las que se encargan de eliminar las impurezas. Siglos después, cuando se descubrió que éste era el ingrediente activo, se utilizó en la elaboración de las pastas dentales que ya conocemos.
Cuando el Imperio Romano cayó, también lo hizo el interés por la higiene dental. Así, durante la Edad Media nadie se lavaba los dientes, ni siquiera el barbero que extraía las muelas picadas. De hecho, el mal aliento era un asunto común y los problemas de caries se solucionaban con remedios caseros y extracciones artesanales, lo que motivó que el surgimiento de nuevas técnicas e inventos para mantener una boca sana tuviera que esperar algunos siglos más.
Cerdas para una limpieza efectiva
El cepillo de dientes, tal como ahora lo conocemos, fue inventado por los chinos aproximadamente en el año 1498. El mango era de bambú o hueso, y le cosían pelos que extraían manualmente del cuello de los cerdos. Más tarde, los comerciantes que viajaban a China lo llevaron a Europa, donde le cambiaron las cerdas por otras de pelo de caballo, pues los habitantes del viejo continente consideraban que las primeras eran demasiado duras e incómodas.
No obstante, los «derechos de autor» sobre el cepillo de dientes no se los quedaron los chinos, sino el inglés William Addis, quien en 1770 disertaba en una celda de qué manera se ganaría la vida una vez que obtuviera su libertad y, al observar el cepillo que él mismo había elaborado, decidió que eso sería lo que haría, fabricar cepillos de dientes, por lo que en 1780 se le reconoció como su inventor.
A pesar de su popularidad, el cepillo tenía ciertos inconvenientes para sus usuarios. El primero era el costo, por lo que muchas veces la familia entera lo compartía. Otro era encontrar cerdas que fueran amables con las encías y cumplieran cabalmente su función, así que se experimentó con los pelos de varios animales, sin éxito real, pues siempre se volvía a los del cerdo.
Y en ésas se estaba, cuando Louis Pasteur (1822-1895) enunció su Teoría Germinal de las Enfermedades, con la que confirmó las sospechas de muchos dentistas: los pelos de los cepillos, debido a la humedad, acumulaban bacterias y hongos que enfermaban a sus pacientes cuando se lastimaban con las cerdas. La solución era esterilizar los cepillos, pero esto les hacía perder firmeza y efectividad.
La solución llegó hasta la década de 1930, con el descubrimiento del nylon3 por los químicos de DuPont, Arnold Collins y Wallace Carothers. El nylon era duro y rígido, a la vez que flexible; no se deformaba y no guardaba la humedad: el material perfecto para los cepillos de dientes.
Fuente: www.algarabia.com