Se conmemora el bicentenario de la publicación original de la obra maestra de José Joaquín Fernández de Lizardi, El Pensador Mexicano, quien la publicó en entregas a medio camino entre la Independencia y la caída del virreinato de la Nueva España
JUAN CARLOS TALAVERA. EXCÉLSIOR
Han pasado 200 años de la publicación original de El periquillo sarniento, la obra maestra que José Joaquín Fernández de Lizardi escribió en 1816, a medio camino entre la Independencia y la caída del virreinato de la Nueva España, protagonizada por Pedro Sarmiento, un jovencito pecoso de entre 19 y 21 años, mordaz e incisivo, un pícaro que exhibe las trampas del médico y el abogado, del carpintero, el cura, el maestro y el disfuncional sistema de justicia de su tiempo.
Así la perfilan Felipe Garrido, Vicente Quirarte y Rosa Beltrán, quienes coinciden en la vigencia e importancia de esta obra, cuya celebración bicentenaria, hasta ahora, ha pasado desapercibida por instituciones culturales como el INBA y la Secretaría de Cultura (antes Conaculta), salvo la edición digital que realiza Felipe Reyes, investigador de la UNAM, para recordar cómo estas páginas nacieron bajo el signo de la resistencia.
Porque además de recuperar el habla popular de su tiempo y de ocupar el lugar de honor como la primera de América, su publicación debió sortear la censura y la prisión de su autor, la falta de recursos, el alto costo de su publicación... y la ausencia de lectores.
“Se trata de una magnífica historia donde todos engañan y roban lo que pueden, una narración que da cuenta de una sociedad violentada y sin principios”, explica Garrido. “Aunque si algo duele de su lectura es que Lizardi –conocido como El Pensador Mexicano– pareciera hablar de nuestros días, donde podríamos encontrar personajes muy similares; esto me divierte, pero al mismo tiempo me asusta”.
Mientras que Rosa Palazón, investigadora de la UNAM, destaca la peculiaridad del narrador ficticio, el cual se desdobla en quien relata la anécdota, como un agente de aventuras antisociales que tienen un final desastroso, sin dejar de lado que se asume como el padre de un México mejor.
Originalmente fue publicada en cinco tomos, pero sólo los tres primeros vieron la luz en 1816, a mitad de la Independencia y poco después de la muerte de Miguel Hidalgo y José María Morelos, mientras los dos últimos fueron prohibidos por abordar el tema de la esclavitud y se imprimieron después de su muerte.
Algo valioso de esta novela, apunta Garrido, es que Lizardi no sólo rescata las distintas formas del habla de su tiempo, sino la manera como presenta su realidad. “Él nunca pretendió disfrazar ni suavizar la realidad, y como periodista presentó una crítica social donde buscó la verdad, no a través del reportaje, sino de sus novelas, tan reveladoras como penetrantes e hirientes”.
Además, con esta novela Lizardi no sólo rescató al pícaro en el domicilio mexicano, complementa Quirarte, sino que convirtió a la novela en un vehículo de entretenimiento y concientización, quizá más precisamente de concientización a través del entretenimiento, por lo que sus primeros lectores “se hallarán cautivados por el amplio espectro del habla cotidiana y la exploración de la ciudad en sus múltiples espacios, como la cárcel, el hospital, y fundamentalmente la calle”.
BALAZOS COMO IMPRENTAS
Es paradójico pero Lizardi escribió El periquillo sarniento en un momento donde el país tenía seis millones de habitantes, de los cuales sólo 30 mil sabían leer, como ha planteado el propio Felipe.
Esto significa que El Pensador Mexicano trazó la primera novela en un momento en que este género estaba prohibido en América, apunta Rosa Beltrán, donde “los decretos reales prohibían las llamadas “historias fingidas”, salvo en los casos de textos que tenían contenido religioso”.
Aunado a esto, añade Beltrán en el prólogo que escribió para la edición de 2013, los libros escritos debían ser aprobados por las autoridades de la Colonia, mientras que en estas tierras “el monopolio de los impresores españoles era todopoderoso e impenetrable, los costos de edición eran altísimos, las grandes imprentas estaban al servicio del clero y las pequeñas eran muy vigiladas”.
Esto era consecuencia de la segunda guerra que vivía México, completa Garrido, donde más allá de cañonazos, bayonetas y asaltos a las ciudades, había una guerra de escritos. “Por esa razón los capitanes insurgentes llevaban consigo una imprenta portátil, porque escribir contra el enemigo era tan importante como tirarle balas”.
En aquella época el tema más sensible era la esclavitud, apunta Garrido, y cuando abordó ese tema en su novela... fue detenida. “Entonces, cuando Lizardi afirmaba que las mujeres debían estudiar o que los niños necesitan educación obligatoria, no pasaba mucho; pero cuando se opuso abiertamente a la esclavitud le paran el Periquillo y va a dar a la cárcel”.
EN EL MESÓN DE LA PITA
José Joaquín Eugenio Fernández de Lizardi Gutiérrez (1776-1827) nació el 15 de noviembre de 1776. Los datos recogidos por Palazón, indican que tenía un ojo bizco y que gran parte de su infancia transcurrió en Tepozotlán, hasta convertirse en un joven esbelto, de estatura media y caminar encorvado.
Después volvió a la ciudad, estudió gramática, aprendió retórica y filosofía y fue escribano público. Fundó ocho periódicos, mismos que financió, escribió, distribuyó y lo llevaron varias veces al mesón de la pita, como se conocía a la prisión.
Vicente Quirarte lo define como “iniciador y pionero", un “hijo de la Ilustración que tocó a las puertas del Romanticismo”, excomulgado y denostado públicamente en 1822. Poco después fue invitado a unirse al Ejército Trigarante, como jefe de prensa; en 1825 lo nombraron editor de la Gaceta, órgano oficial de Guadalupe Victoria, y durante sus últimos años de vida recibió 65 pesos mensuales por sus servicios a la Independencia.
Lector ávido de la picaresca española y francesa, de El Buscón de Francisco de Quevedo, el Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán y el Quijote de Miguel de Cervantes, murió de tisis el 21 de junio de
1827.
La historia indica que sus restos se perdieron en la parroquia de San Lázaro, pero antes de morir se hizo tiempo para escribir su propio epitafio cargado de ironía y patriotismo: “Aquí yacen las cenizas de El Pensador Mexicano, quien hizo lo que pudo por su patria”.