Hoy se cumplen 100 años del natalicio del autor de best-sellers que han vendido cerca de 250 millones de ejemplares, traducidos a más de 30 idiomas
RAFAEL MIRANDA BELLO/ESPECIAL. Excélsior.
CIUDAD DE MÉXICO.
Aunque Irving Wallace intuyó muy pronto que “la única manera de convertirse en escritor era poniéndose a escribir”, y desde el inicio de su carrera estuvo convencido de la importancia de encontrar un estilo personal —según acota Ray B. Browne en el epílogo de la biografía Irving Wallace: Perfil de un escritor, del autor estadunidense John Leverence—, durante mucho tiempo tuvo que trabajar con obstinación para lograr la escritura liviana y lisa que patentó como marca de identidad narrativa, y que encontró su apogeo en los años 60 y 70, multiplicando ventas y traducciones a favor aun a principios de los 80. Porque la popularidad que Wallace alcanzó entre los lectores y el éxito de su producción novelística, sugiere Browne, fue resultado del eficaz estilo de prosa “directa, clara y cuidadosa de los detalles”, que el autor de best sellers como El Premio Nobel (1962), La isla de las tres sirenas (1964) y Fan club (1974), supo capitalizar a través de los años de arduo trato con las letras. Como dictamina Browne: “A diferencia de otros escritores contemporáneos, nunca se muestra enrevesado o mezquino. Y si hay ocasiones en las que parece verboso, es porque Wallace insiste en que la claridad del mensaje es más importante que la brevedad”.
NOVELAS SUAVES
Hijo de una pareja judía proveniente de Rusia —su apellido paterno original había sido Wallechinsky—, Wallace nació en Chicago, el 19 de marzo de 1916. Cuando tenía apenas un año, sus padres lo llevaron a vivir a Winsconsin, en donde pasó una infancia acompañada de libros —en su familia se leía devotamente a Tolstoi, Dostoievski y Balzac— y películas que para él “representaban el gran mundo de afuera”. En la adolescencia vendió sus primeras colaboraciones a diferentes revistas, y más adelante estudió Escritura Creativa en Berkeley. En 1941 se casó con la escritora y editora Sylvia Kahn —autora del best seller Las fuentes— y tuvo con ella dos hijos: David Wallechinsky (historiador) y Amy Wallace (escritora). Se alistó para participar en la Segunda Guerra Mundial, en 1942, y prestó servicio en el Centro fotográfico de la Fuerza Aérea. Al finalizar el conflicto bélico se dedicó al periodismo y durante varios años trabajó como guionista en Hollywood. Ahí estuvo involucrado en la escritura de numerosos guiones cinematográficos y televisivos, entre los que sobresalen: The West Point Story (1950), La legión del desierto (1953), Colinas ardientes (1956) y El gran circo (1959). Decepcionado del panorama hollywoodense, y del prestigio de escasas ganancias que había obtenido, tomó la resolución de empeñar su tiempo en la escritura de novelas, y en 1959 publicó su ópera prima, Los pecados de Philip Fleming. No obstante, las grandes ventas y los lectores entusiastas llegaron un año más tarde, con la publicación de El informe Chapman (1960), y siguieron al alza con El fabuloso empresario (1961), El Caballero de los Domingos (1966), El Complot (1967), La segunda dama (1980), y El todopoderoso (1982); todas novelas de calado suave que contienen dosificadas mezclas de intriga, erotismo, melodrama y acción, para el júbilo de los millones de compradores que las acaparaban en cuanto aparecían en los escaparates de novedades, tanto como para escaldar el paladar de la crítica ilustrada. Además, el inventario de las obras que Wallace convirtió en efectivo se acrecentó con una serie de libros que llevan el título de Almanaque de lo insólito (1975-1981), y los tres volúmenes de El libro de las listas (1977-1983), que recopiló en colaboración con su esposa e hijos.
SALDO FINAL
El poeta y crítico mexicano Juan Domingo Argüelles explica en el libro Ustedes que leen. Controversias y mandatos sobre el libro y la lectura, que el autor de las novelas llevadas al cine El hombre (1964) y Los siete minutos (1969); y de otras como La palabra (1972) y El documento R (1976), que se adaptaron para la televisión, padece “el drama de escritores famosos que vendieron millones de libros que todo el mundo leyó o por lo menos compró: que no existen para la cultura y ni siquiera para la cultura popular canonizada en obras de referencia”. Y a pesar de que durante una buena temporada fue “estelar en las librerías”, unas cuantas décadas más tarde “ni las enciclopedias más altruistas se acuerdan de él”.
En una entrevista firmada por Sam L. Grogg Jr. e incluida en la biografía Perfil de un escritor, Wallace admite: “escribir una novela es una ocupación difícil, cansada, solitaria y hasta detestable. Al menos en la etapa inicial y cuando te acercas al final. Me imagino que es similar a correr un maratón. Y al igual que cuando se corre un maratón, también resulta estimulante. Lo que quiero decir es que se pueden hacer cosas más agradables que escribir, porque una buena parte de la escritura es en verdad tensa”.
Y sin embargo, los golpes a las teclas de la máquina de escribir que usó para producir los manuscritos originales de sus redituables novelas —y a la cual, como cuenta Michael Korda, editor en jefe de Simon & Schuster, en el libro de memorias Editar la vida, Wallace trataba con veneración y consideraba “un auténtico tesoro”—, mantuvieron el compás ligero y raso de costumbre hasta el momento de su muerte, ocurrida en Los Ángeles, el 29 de junio de 1990, a consecuencia de un cáncer de páncreas. En la última parte de su vida había publicado una camada de novelas compuesta de El Proyecto Paloma (1983), El milagro (1984), El séptimo secreto (1985), La cama celestial (1987), El salón dorado (1988) e Invitada de honor (1989), que se sumaron al saldo final de esa lucrativa obra formada por “libros que lo hicieron rico en dinero, aunque no necesariamente en espíritu”, opina Argüelles, y enseguida afirma: “No podríamos decir que Wallace desperdició su talento en novelas comerciales; de hecho, no lo desperdició, sino que supo utilizarlo para vender muy bien”.
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