La primera proyección cinematográfica en México originó un boyante negocio que provocó el surgimiento de grandes salas
JUAN CARLOS TALAVERA. Excélsior
ALGUNOS CINES adoptaron elementos teatrales, como pórticos, vestíbulo y escenario. En la imagen, la Academia Metropolitana, que hacia 1910 adaptó una caseta de proyección.
CIUDAD DE MÉXICO.
Aquel 6 de agosto de 1896, el general Porfirio Díaz llegó al Castillo de Chapultepec para atestiguar por primera vez la magia del cinematógrafo, un aparato de doce kilos que servía para tomar vistas y proyectar imágenes, inventado por los hermanos Louis y August Lumiére, que en poco tiempo transformaría la forma de mirar y escuchar. De aquel día, hoy se cumplen 120 años.
El aparato fue traído a México por Bernard y Gabriel Veyre, concesionarios de los hermanos Lumiére, quienes se encargaron de promover el invento en México, el Caribe y las Antillas. Sin embargo, de aquella función existe muy poca información, dice a Excélsior el historiador Aurelio de los Reyes.
“Sólo sabemos que Díaz asistió y que le gustó tanto lo que vio, que salió hasta la madrugada. Y aunque no se tiene la lista de los invitados, seguramente estuvo acompañado por algunos de sus familiares y, quizá, del general Felipe Berriozábal, su Ministro de Guerra, quien hizo posible el contacto entre Díaz y los concesionarios”.
Tampoco se conoce el orden de las películas que el general vio, pero se puede deducir que ese día fueron proyectados algunos títulos que los concesionarios trajeron a México como: Llegada de un tren, La pesca del bebé, El embajador de Francia en el coronamiento del zar Nicolás II y El sombrero cómico.
“De inmediato la historia del cine revolucionó la ciudad y, en cuatro años, florecieron al menos 22 espacios acondicionados como ‘salitas’ de cine muy austeras, donde se proyectaron las cintas antes mencionadas, y otras como: El regador y el muchacho, Jugadores de cartas, Disgusto de niños, Quemadoras de yerbas...” y otras.
Tras aquella función privada, el 14 de agosto se realizó otra más para invitados especiales, a la que acudieron periodistas, intelectuales y científicos de la época; al día siguiente se programó la primera función para el público en general en el entresuelo de la Droguería Plateros, entonces llamado “Cinematógrafo Lumiere”, en el local de la antigua Bolsa de Valores de México (a espaldas de lo que hoy es el Museo del Estanquillo), donde se cobraron 50 centavos por boleto.
“De aquel 15 de agosto de 1896 existe una carta donde Gabriel Vayre le cuenta a su madre que la función transcurrió en medio de un día lluvioso, lo que provocó cierta incertidumbre y le hizo pensar que fracasaría; además relata la sorpresa que le causó la cantidad de asistentes”.
A los pocos días surgió la primera polémica, señala el investigador, cuando un sector de la sociedad exigió funciones exclusivas y pidió que el precio del boleto se elevara al doble, es decir, a un peso, para que no se mezclaran las clases sociales. Esto a pesar de que 50 centavos de la época era un precio alto, pues lo mismo costaba un lugar en la planta baja del teatro para asistir a la ópera.
ANTIGUO BUCARELI
El cine marcó un antes y un después en la vida de la Ciudad de México y de todo el mundo, puntualiza De los Reyes. “Hay que recordar que los enviados de los Lumière creyeron que la novedad se acabaría en dos años y nunca imaginaron la trascendencia que tendría su llegada. Así que el cine gustó tanto que la demanda de cintas creció, a pesar de que el cinematógrafo nació como aparato científico para estudiar el movimiento de los animales”.
Tras el éxito conseguido, Bernard y Gabriel Veyre rompieron su sociedad en diciembre de 1896 y a partir de entonces surgieron nuevos interesados en dar impulso a esta naciente industria, por lo que entre 1898 y 1900, nacieron 30 saloncitos en el Centro Histórico, La Merced y La Lagunilla, depreciando el costo de las entradas y cada boleto se vendía en cinco centavos.
En ese momento había pocos estrenos al mes, apunta el investigador. Los nuevos concesionarios combinaron la función de cine con un teatro de variedades de ínfima calidad, dando origen a la costumbre de arrojar jitomates al escenario y gritar insultos a los actores que los dejaban insatisfechos.
Algunas de esas salitas de cine fueron: Enrique Rosas y Manuel S. Rodríguez, ubicada en la tercera calle de Allende; Próspero Jiménez, en la Plaza de Martínez de la Torre; Rafael S. Rodríguez, en la Plazuela de Regina; Alejandro Ugarte, en la Plazuela del Rábano; José Barreiro, en la Rinconada de Don Toribio; Manuel y Juan Candás, en la Plazuela de Tepito; y Eduardo Unda, en la Plazuela de Belén, entre muchas más que surgieron.
A finales de 1900 las autoridades de la Ciudad de México decidieron clausurar prácticamente todas las salitas de cine debido a las condiciones de inseguridad que imperaban (algunas sufrieron incendios) y sólo quedaron dos locales en la segunda calle de Plateros (hoy Madero) que eran los más apropiados para las exhibiciones.
Hasta seis años después, cuando surgió el segundo boom del cine, aparecieron las distribuidoras de películas. Entonces surgieron 34 locales con capacidad de hasta 250 personas, ubicadas en el centro de la ciudad, como el caso de la sala que ocupó la actual tienda El Borceguí, espacio que ocupa actualmente el restaurante El Cardenal, en la calle de Palma 23; la papelería Helvecia, que hasta hace poco estaba en 16 de septiembre; y los cines Rivoli, en Santa María la Rivera, y Bucareli 63, que puede considerarse como el más antiguo que hasta hoy permanece en uso.
Así despegó la era de la imagen, con la complicidad de la primera empresa global dedicada al comercio cinematográfico, llamada Pathé Consortium Cinéma, que hasta hoy existe, y hasta alcanzar los momentos más gloriosos del cine, por ejemplo, los dos cines monumentales que tuvo la ciudad para los años 60: el Florida y el Internacional, que tuvieron una capacidad para cinco mil personas. El resto ya es otra historia.