Ruth Martín. México Desconocido
¿Cómo se ve este día, uno de los emblemáticos de la cultura mexicana, a través de los ojos de un extranjero? Aquí lo cuenta con palabras nuestra viajera y columnista.
Es imposible no amar el Día de Muertos, y sí, AMAR, con mayúsculas, y a lo grande, como la mayoría celebra aquí esa tradición.
Desde que llegué a México y experimenté mi primer Día de Muertos, no he podido dejar de sucumbir al encanto de esta fecha, la que más me gusta de todo el calendario, la que disfruto al salir a la calle y con la que me descubro cada vez mirando como una novata todo lo que me rodea.
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Quizás es porque cuando te conviertes en adulto descubres cosas que te hacen volver a sentir ilusión, guardas ese recuerdo como algo mucho más bonito de lo que es, o de lo que a los demás les parece.
Obviamente, en el país del que vengo, España, no tenemos esa tradición, para nuestra desgracia. Allí, este día se llama Día de todos los Santos y la celebración, como no puede ser de otra manera, se basa en ir a los panteones y recordar con pena a aquellos que se fueron. Unas flores. Los recuerdos. Quizás reuniones familiares y algún que otro buñuelo de viento o hueso de santo, dos dulces típicos y únicos de ese día. Ricos, por cierto.
Pero aquí en México, el Día de Muertos es alegría. Es vida, color, fiesta. Podría decir que es folclore, pero entendido desde la visión más positiva de la palabra. No es sólo tradición, es mucho más, es algo que sólo vas entendiendo cuando vives aquí y te acercas poco a poco a sus costumbres.
Y, regresando a mi primera vez, podría describir con los ojos cerrados cada paso. Ese año andaba fascinada recorriendo el centro de la CDMX, mirando de un lado a otro.
El Palacio de Bellas Artes se adornaba con una gran alfombra naranja de flor de cempasúchil (un nombre que puedo escribir, pero pronunciarlo se me complica). Me senté a ver cómo la iban armando y crecía, casi a la par de las miradas que como yo allí se agrupaban. La calle Madero era un hervidero, más de lo habitual, de personas que, como yo, recorrían las ofrendas.
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Pararse en cada creación. Leer. Admirar. Yo sólo veía caras pintadas. Catrinas contemporáneas vestidas de mezclilla, y algo que me sorprendía mucho: esa seguridad de salir a la calle, con la cara maquillada y la cabeza alta para que te admiren.
El Zócalo ese año era un homenaje a José Guadalupe Posadas, lleno de catrinas, calaveras, huesos, con la imponente Catedral al fondo, mostrando una vez esa dualidad constante que tiene México.
Terminé el día desplazándome a la Ciudad Universitaria para confundirme entre el mar de gente que cada año cruza la ciudad para descubrir qué ofrece la UNAM. Era de noche cuando llegué a casa, donde me esperaba un pan de muerto, al que desde entonces le profeso un amor incondicional.
Entender el porqué de los altares. Prepararlos con esmero para recibir a aquellos que se fueron y que regresan para estar una vez más en casa, con los suyos. Cocinar lo que les gustaba. Colocar delicadamente todo lo que bebían y comían. Acomodar sus fotos, su caballito de tequila, el papel picado y las calaveritas que endulzan la celebración. A mí me parece algo fabuloso, sin nada de morbo o terror, como me dicen cada vez que mando una fotografía a mi otro mundo.
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Cuando te das cuenta de cómo se vive aquí ese día, entiendes muchas cosas de México, de su cultura, de sus maneras, porque si son capaces de reírse de la muerte, ¿qué no podrán hacer en otros aspectos de la vida?
Nos educan -o al menos a mí- en una cultura en la que a la muerte se la teme, en la que no se toma de una manera natural a pesar de que es una fase más de la vida. Nos educan sufriendo por todo. Tratando de atrapar el tiempo entre las manos, como si se pudiera conseguir. Pero ese día, al menos las 24 horas que dura, uno tiene la sensación de que no importa nada más que ese momento. O quizás yo soy la única que lo vive así, pero me gusta cada Día de Muertos volver a sentir que no hay ayer, ni mañana, sólo aquí, un momento, un lugar y una hora.
Ya lo decía Mario Benedetti: “después de todo, la muerte es sólo un síntoma de que hubo vida”.