POR JOHN IRVING / ESPECIAL
Excélsior
Con autorización del sello Tusquets, publicamos un fragmento de la nueva novela del escritor estadunidense, nacido en New Hampshire en 1942
NIÑOS PERDIDOS
De vez en cuando, Juan Diego recalcaba: "Soy mexicano; nací en México, me crié allí". Desde hacía algún tiempo tenía por costumbre decir: "Soy estadunidense; he vivido cuarenta años en Estados Unidos". O, intentando quitar hierro a la cuestión de la nacionalidad, Juan Diego se complacía en decir: "Soy del Medio Oeste; de hecho, soy de Iowa".
Nunca decía que era mexicano-estadunidense. No era sólo porque la etiqueta le desa-gradase, aunque la veía como tal y realmente le desagradaba. Lo que Juan Diego creía era que la gente siempre andaba buscando elementos comunes en la experiencia mexicano-estadunidense, y él no encontraba que hubiese una base común entre su propia experiencia y la de los demás; para ser más sinceros, no la buscaba.
Lo que Juan Diego decía era que él tenía dos vidas, dos vidas desligadas y claramente diferenciadas. La experiencia mexicana —su niñez e incipiente adolescencia— era su primera vida. Al abandonar México —nunca había vuelto— inició una segunda vida: la experiencia en Estados Unidos o en el Medio Oeste. (¿O acaso estaba diciendo también que, en términos relativos, lo que su segunda vida le había deparado no era gran cosa?).
Lo que Juan Diego siempre sostenía era que, en su cabeza —en su memoria, desde luego, pero también en sus sueños—, vivía y revivía sus dos vidas en "caminos paralelos".
Una querida amiga de Juan Diego —también era su médico— se tomaba a risa eso de los supuestos caminos paralelos. Le aseguraba que era, en todo momento, un niño de México o un adulto de Iowa. Aunque a Juan Diego le gustaba la controversia, en eso daba la razón a su amiga.
Antes de que los betabloqueantes empezaran a alterarle los sueños, Juan Diego le contó a su amiga médico que solía despertarse a causa de la "más leve" de sus recurrentes pesadillas. La pesadilla que tenía en mente era, en realidad, un recuerdo de la formativa mañana en que se quedó cojo. A decir verdad, sólo el principio de la pesadilla o recuerdo era "leve", y el origen de ese episodio sucedió en Oaxaca, México —en la barriada cercana al vertedero de la ciudad, en 1970—, cuando Juan Diego tenía 14 años.
En Oaxaca, él era lo que llamaban un *‘niño de la basura’; vivía en un jacal de Guerrero, el suburbio ocupado por las familias que trabajaban en el ‘basurero’. En 1970 sólo vivían en Guerrero diez familias. Por aquel entonces, la ciudad de Oaxaca tenía unos cien mil habitantes; muchos de ellos no sabían que quienes llevaban a cabo las labores de criba y clasificación en el ‘basurero’ eran principalmente los niños de la basura. La tarea de esos chiquillos consistía en separar el cristal, el aluminio y el cobre.
Quienes sabían a qué se dedicaban los niños de la basura los llamaban ‘pepenadores’: "rebuscadores". Eso era Juan Diego a los 14 años: un niño de la basura, un rebuscador. Pero también era un lector; corrió la voz de que un ‘niño de la basura’ había aprendido a leer por su cuenta. Los niños de la basura no eran, por regla general, grandes lectores, y los jóvenes lectores de cualquier origen o extracción casi nunca son autodidactas. Por eso corrió la voz, y así fue como los jesuitas, que concedían gran importancia a la educación, oyeron hablar de ese muchacho de Guerrero. Los dos viejos sacerdotes jesuitas del Templo de la Compañía de Jesús se referían a Juan Diego como el "lector del basurero".
"Alguien debería llevarle un buen libro o dos al lector del basurero... ¡A saber qué lecturas se encuentra ese muchacho en el ‘basurero’!", decían el padre Alfonso o el padre Octavio. Cada vez que uno de esos dos viejos sacerdotes decía "alguien debería" hacer tal o cual cosa, siempre era el hermano Pepe quien lo llevaba a cabo. Y Pepe era un gran lector.
Para empezar, el hermano Pepe tenía coche y, como él era natural de Ciudad de México, circular por Oaxaca le resultaba fácil en comparación. Pepe daba clases en el colegio de los jesuitas, una reputada escuela desde hacía mucho tiempo (todo el mundo sabía que la gestión académica era uno de los puntos fuertes de la Compañía de Jesús). El orfanato jesuita, en cambio, era relativamente nuevo (hacía menos de diez años que habían reformado el antiguo convento para transformarlo en orfanato), y no todos veían con buenos ojos el nombre que se le había dado; para algunos, Hogar de los Niños Perdidos era un nombre largo y sonaba un poco severo.
Pero el hermano Pepe había puesto todo su corazón tanto en el colegio como en el orfanato; con el paso del tiempo, la mayoría de aquellas almas sensibles a quienes "Hogar de los Niños Perdidos" no les "sonaba" bien reconocerían sin reservas que los jesuitas regentaban también un orfanato más que aceptable. Además, todo el mundo había abreviado ya el nombre del establecimiento: la gente lo llamaba "Niños Perdidos". Una de las monjas que cuidaban de los niños no se andaba con tantas contemplaciones al respecto; en honor a la verdad, hay que admitir que la hermana Gloria debía de estar refiriéndose a un par de niños díscolos, no a todos los huérfanos, cuando alguna que otra vez decía entre dientes ‘los perdidos’; seguramente "los perdidos" era un apelativo que la vieja monja dirigía sólo a unos cuantos de los niños más exasperantes. Por suerte, no era la hermana Gloria quien llevaba los libros al ‘basurero’ para el joven lector del vertedero; si Gloria hubiese elegido los libros y hubiese sido quien se los entregaba, la historia de Juan Diego quizás hubiera terminado antes de empezar. Pero el hermano Pepe tenía la lectura en un pedestal; era jesuita porque los jesuitas lo habían convertido en lector y le habían dado a conocer a Jesús, no necesariamente en ese orden. Era mejor no preguntar a Pepe qué lo había salvado, si la lectura o Jesús, o qué lo había salvado más.
A sus 45 años era obeso; una "figura de aspecto querúbico, aunque no un ser celestial", así era como el pro-
pio hermano Pepe se describía.
Pepe era la bondad personificada. Encarnaba el conocido mantra de santa Teresa de Ávila: "De devociones absurdas y santos amargados, líbranos, Señor". Asignaba un lugar preferente entre sus oraciones diarias a esa sagrada máxima de la santa. No es de extrañar que los niños lo adoraran.
Pero el hermano Pepe nunca había estado en el ‘basurero’ de Oaxaca. Por aquel entonces quemaban en el vertedero cuanto podían; había hogueras por doquier. (Los libros eran yesca útil.) Cuando Pepe se bajó de su Volkswagen escarabajo, el olor del ‘basurero’ y el calor de las hogueras coincidieron con la imagen que se había formado del Infierno; sólo que esa imagen no incluía niños trabajando.
En el asiento trasero del pequeño Volkswagen llevaba unos cuantos libros muy buenos; los buenos libros eran la mejor protección contra el mal que Pepe había tenido en sus manos: no era posible tener en las manos la fe en Jesús, no de la misma manera que se podía tener un buen libro.
—Busco al lector —dijo Pe-pe a los trabajadores del vertedero, tanto a los adultos como a los niños. Los ‘pepenadores’, los rebuscadores, dirigieron a Pepe una mirada rebosante de desprecio. Saltaba a la vista que no atribuían valor a la lectura. Habló primero uno de los adultos, una mujer, quizá de la edad de Pepe o un poco más joven, probablemente madre de uno o más rebuscadores. Indicó a Pepe que encontraría a Juan Diego en Guerrero, en la chabola del ‘jefe’.
El hermano Pepe se quedó desconcertado; quizás había entendido mal a esa mujer. El ‘jefe’ era el responsable del vertedero; estaba al frente del ‘basurero’. ¿Acaso era el lector hijo del ‘jefe’?, le preguntó Pepe a la trabajadora.
Varios niños de la basura se echaron a reír; al cabo de un momento volvieron la cabeza. Los adultos no le veían la gracia y la mujer se limitó a decir: "No exactamente". Señaló en dirección a Guerrero, que se hallaba enclavado en una ladera por debajo del ‘basurero’. Los jacales del suburbio se componían de materiales que los trabajadores habían recogido en el vertedero, y la del ‘jefe’ era la que se hallaba en la periferia del suburbio, en el límite más cercano al vertedero.
Columnas negras de humo se elevaban desde el ‘basurero’, pilares de negrura que llegaban hasta el cielo. Los buitres lo sobrevolaban en círculo, pero Pepe vio carroñeros tanto arriba como abajo; en el ‘basurero’ había perros por todas partes, circundando los fuegos eternos y cediendo terreno de mala gana ante los hombres que llegaban en furgoneta, pero ante casi nadie más. Causaba desazón ver a los niños en compañía de los perros, porque unos y otros rebuscaban en la basura..., aunque no en pos de las mismas cosas. (Los perros no estaban interesados en el cristal ni en el aluminio ni en el cobre.) Los perros de vertedero eran, en su mayor parte, vagabundos, claro, y algunos estaban a las puertas de la muerte.
Pepe no se quedaría en el ‘basurero’ el tiempo suficiente para descubrir la presencia de los perros muertos, ni para ver qué era de ellos: los quemaban, pero no siempre antes de que los localizaran los buitres.
Pepe se topó con más perros cuesta abajo, en Guerrero. A esos otros los habían adoptado las familias que trabajaban en el ‘basurero’ y vivían en el suburbio. Pepe tuvo la impresión de que los perros de Guerrero estaban mejor alimentados que los del vertedero, y de que tenían un comportamiento más territorial.